Almudena Fernández Ostolaza - Primera instancia

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En un pequeño pueblo del Sur, una mujer es asesinada la última noche de feria. Cuando sucede el asesinato, Lucía, experta en arte, se encuentra en el pueblo viviendo una escapada romántica con Jorge, un hombre casado. A su pesar, ambos se ven implicados en el caso al ser citados como testigos. Inmaculada es la jovencísima jueza encargada de instruir el sumario. Recién llegada al pueblo y a la profesión, tendrá que superar su inexperiencia arropada por su equipo: el locuaz sargento Ramírez; Mary Jo, la forense; Julián, su fiel secretario judicial; y el hijo de Ramírez, informático y aún más joven que la jueza.
Inmaculada centra todos sus esfuerzos en resolver el caso; Lucía no ve más allá de su relación con Jorge. Razón y corazón. Los puntos de vista de estas dos mujeres se alternan para narrar un relato en el que, se van dibujando los habitantes del pueblo, sus secretos, rivalidades, historias pasadas y relaciones presentes. Casualidades y descasualidades.

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PRIMERA INSTANCIA

Primera instancia - изображение 1

ALMUDENA FERNÁNDEZ OSTOLAZA

PRIMERA INSTANCIA

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

© Almudena Fernández Ostolaza (2019)

© Bunker Books S.L.

Cardenal Cisneros, 39 -2º

15007 A Coruña

info@distrito93.com

www.distrito93.com

ISBN 978-84-17895-85-3

Depósito legal: CO 1246-2019

Diseño de cubierta: © Distrito93

Fotografía de cubierta: © AdobeStock/Kevin

Diseño y maquetación: © Distrito93/Yésica López

Agradecimientos a Anna Balagué Puxan, Germán Miñano Fernández, Inmaculada Escobar García.

Para Mercedes Alday, la abogada que todo el mundo querría tener.

DOMINGO DOS DE MAYO DE 2006

Aquella noche, cuando Lucía vio el pueblo por primera vez pensó que le recordaba a un barco. Por el Oeste, el corte vertical caía directamente sobre el pantano; en la otra ladera, cientos de casitas bajas, cientos de puntos de luz que al reflejarse en el agua le daban un aire majestuoso.

Tardaron un buen rato en orientarse subiendo y bajando por unas callejuelas en las que casi no cabía el coche, pero al fin lograron dar con el hotel. Chus, el dueño, aguardaba en el porche y al verles aparecer bajó unos peldaños, tiró la colilla al suelo sin cuidado y se acercó para recibir a Jorge con un gran abrazo. Luego saludó a Lucía con un solo beso, en plan familiar, como si la conociera de toda la vida.

A ella le cayó bien al instante: era imposible que aquel hombre con rastas y pantalón naranja budista fuera muy amigo de Jorge, siempre tan trajeado. No pegaban nada. Se rio aliviada de lo ridículo de su preocupación y se hizo el propósito de relajarse, disfrutar de ese viaje por el que tanto había suspirado. Tenía que dejar de creerse una fugitiva, al fin y al cabo, ella no tenía que esconderse de nadie. Y debía confiar más en Jorge que seguro que sabía lo que hacía.

Chus les ayudó a subir el equipaje a su habitación metiéndoles prisa para salir: aquella noche terminaba la feria, no podían perdérsela.

La feria era pequeña y parecida a la de todos los pueblos. Llegaron enseguida, aparcaron en un hueco justo frente al recinto y, en cuanto abrieron las puertas del coche, les llegó el bullicio y el olor del puesto de churros instalado en la entrada, junto a otros de chucherías y turrón.

Pasaron por delante de algunas atracciones apagadas. Lo único que funcionaba a esas horas era los coches de choque, ocupados por unos adolescentes que gritaban y se reían eufóricos mientras un chavalín gitano, extraordinariamente guapo, los controlaba con desgana. Al chico le interesaba mucho más la evolución de las sevillanas que bailaban con desparpajo dos minifalderas al son de la propia música de la atracción. Al sentirse miradas, se equivocaban en los pasos y se corregían la una a la otra sin poder aguantar la risa.

Tuvieron la suerte de encontrar una mesa al aire libre en una caseta adornada con guirnaldas de una marca de fino. Esperaron sin impacientarse a que les atendiera un camarero, que no daba abasto con tanta gente, para pedir flamenquines, salmorejo y unas cervezas. De lejos, les llegaba música de pasodobles.

Durante la cena Chus no paraba de hablar. Les contó cómo había llevado a cabo la rehabilitación del antiguo cortijo de su familia para montar el hotel. Se interrumpió varias veces para presentarles a los conocidos que andaban por allí: el farmacéutico y su mujer; el médico; un primo suyo, dueño de una fábrica, que, por lo visto, era el rico del pueblo; y hasta un constructor, que se empeñó en invitarles a ir de caza. Jorge metía baza en la conversación en su papel de antiguo profesor de un alumno brillante, para animarle a que no abandonara la pintura porque consideraba una lástima que se perdiera su talento y él, agradecido por los halagos, se quejaba de que era imposible vivir solo con el arte.

Mientras charlaban, tres chicas saludaron a Chus desde la caseta de enfrente. La más alta era tan guapa que era imposible no fijarse en ella. Lucía calculó que sería más o menos de su edad y se quedó mirándola como hipnotizada: los ojos, la piel, la sonrisa… todo en ella era magnético. Vestida con unos sencillos vaqueros y camiseta negra de tirantes, tenía el porte de una estrella de cine. Las otras dos, a su lado, pasaban totalmente desapercibidas.

—Es Lola —dijo Chus, anticipándose a la pregunta—, la prima de Fran.

—¿Del constructor? —se extrañó Lucía—. Pues se ha llevado todos los genes buenos de la familia, parece una modelo.

—Es pintora también —seguía explicando Chus—, tiene una tienda de ropa y artesanía.

Lucía, al darse cuenta de que Jorge también miraba a Lola embelesado, arrimó su silla a la de él y le abrazó cariñosa.

Enseguida se acercó una de las dos acompañantes de Lola, pelirroja, muy sonriente y de estilo ecléctico.

—Hola, honey —le dijo a Chus, revolviéndole el pelo como si fuera un niño—. ¿Qué tal, chicos? —les preguntó a ellos con un acento muy peculiar, entre andaluz e inglés.

—Hola, Sarah, guapísima. Mira, son unos amigos de Barcelona: Lucía y Jorge. Van a estar por aquí unos días de vacaciones.

Sarah se sentó en la silla que quedaba vacía y bebió un sorbo de la cerveza de Chus.

—¡Oh!, ¡qué bueno! Ya veréis, este sitio es guay —dijo con esa entonación extraña que sale al usar la jerga de un idioma ajeno—. Yo me enamoré completamente de estas tierras cuando llegué y no me he podido marchar. Tenéis que tener muchísimo cuidado para que no os pase lo mismo. En este pueblo vais a vivir experiencias muy intensas —les advirtió en tono misterioso—, lo presiento.

Lucía empezaba a creer que estaba un poco chiflada, pero le caía bien.

En realidad, esa noche todo le parecía bien. Se sentía a gusto con la perspectiva de pasar dos semanas con Jorge y, sobre todo, con la actitud de él tan relajada y tan diferente a la de Barcelona. Allí no tenían que esconderse, no le importaba que les vieran juntos. El viaje no podía haber empezado mejor.

—Bueno, solo venía a saludar. Os dejo —dijo Sarah levantándose.

—No te vayas tan pronto, mujer, quédate un poco —le pidió Chus, cogiéndole de la mano.

—No puedo. Tengo que estar en Sevilla a las seis de la mañana porque me voy a Londres por unos días. Bye, bye. ¡Qué disfrutéis! —se volvió para despedirse también de sus amigas con un gesto y se marchó.

Inmediatamente, Chus, acercando la cabeza a la de ellos, dijo en voz misteriosamente baja:

—Habla así porque tiene poderes, sabe echar las cartas. ¡Y acierta un montón de cosas!

—¿Es adivina? —preguntó Lucía, intentando hacerlo con delicadeza.

—Medium y profesora de inglés, aunque no se gana la vida con nada de eso —dijo Chus. Hizo una pausa para crear suspense y ellos le miraron esperando a que siguiera—, bueno, en realidad, y esto por favor no lo contéis, vive aquí para esconderse. No sé si de la mafia o algo así. Lo que sí sé es que alguien le manda dinero; pero es buena gente.

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