Almudena Fernández Ostolaza - Primera instancia

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En un pequeño pueblo del Sur, una mujer es asesinada la última noche de feria. Cuando sucede el asesinato, Lucía, experta en arte, se encuentra en el pueblo viviendo una escapada romántica con Jorge, un hombre casado. A su pesar, ambos se ven implicados en el caso al ser citados como testigos. Inmaculada es la jovencísima jueza encargada de instruir el sumario. Recién llegada al pueblo y a la profesión, tendrá que superar su inexperiencia arropada por su equipo: el locuaz sargento Ramírez; Mary Jo, la forense; Julián, su fiel secretario judicial; y el hijo de Ramírez, informático y aún más joven que la jueza.
Inmaculada centra todos sus esfuerzos en resolver el caso; Lucía no ve más allá de su relación con Jorge. Razón y corazón. Los puntos de vista de estas dos mujeres se alternan para narrar un relato en el que, se van dibujando los habitantes del pueblo, sus secretos, rivalidades, historias pasadas y relaciones presentes. Casualidades y descasualidades.

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Aprovechando que Chus dedicó a continuación toda su atención a liarse un canuto, Lucía interrogó a Jorge con la mirada para aclarar si su amigo también era un lunático, pero Jorge no se dio por aludido.

Después de cenar se acercaron al escenario, donde dos músicos y una cantante vestida de lentejuelas, que se autodenominaban la Orquesta Corazón de Diamante, abordaban grandes éxitos de todos los tiempos. Lucía se lanzó a bailar con entusiasmo sumándose a un corro de veinteañeros que improvisaban una coreografía con Las flechas del amor, pero los hombres prefirieron instalarse en una barra junto a la pista.

Pasaron las horas casi sin darse cuenta: Macarena, La Mayonesa, La chica yeye, Una mujer en el armario... Lucía bailaba exultante. De vez en cuando hacía un descanso. Se acercaba a Jorge y Chus para recuperar su copa, bebía con ellos, riéndose los tres de cualquier tontería, y enseguida volvía a la pista, donde sus compañeros de baile le hacían un hueco como si ya formara parte de la panda. En una ocasión que miró distraídamente hacia la barra vio que Jorge charlaba con Lola y su amiga. Intentó no fijarse en ellos, pero se le iban los ojos. Daban la impresión de estar pasándolo fenomenal: no paraban de reírse. Disimulando su malestar, se acercó a Jorge y le sacó a bailar Sabor de amor. Para su desilusión, él volvió a la barra enseguida, en cuanto acabó la canción. Ella siguió bailando, pero no logró quedarse tranquila hasta que vio despedirse a Lola y a su amiga. Aunque, al poco rato, la orquesta también se despidió agradeciendo al público su entusiasmo, terminó su actuación tocando Al partir y cerraron la barra.

Caminando hacia la salida del brazo de Jorge, al pasar por delante de las casetas cerradas, incómoda por la tierra que se le colaba en las sandalias, se dio cuenta de lo borracha que estaba y deseó teletransportarse hasta la cama.

Quince minutos después, en su habitación del hotel, se acostó con un precioso conjunto de encaje negro esperando a Jorge, que remoloneaba en el piso de abajo. Cuando se dio cuenta de que iba para largo por las risas que llegaban desde el salón, se puso furiosa: la primera vez que podían pasar juntos una noche entera, ¡y él se quedaba de charla con su amigo!

Furiosa y todo, se quedó dormida.

LUNES TRES DE MAYO DE 2006

Se despertaron abrazados con una resaca descomunal. Aunque no podían casi ni hablar, empezaron muy lentamente un juego cariñoso de caricias que, poco a poco, les fue animando.

De repente, se abrió de golpe la puerta de la habitación y apareció Chus, como un loco. Lucía se asustó y gritó cubriéndose con la sábana. Chus se sobresaltó con el grito de Lucía y se quedó mirándoles como si lo insólito de la escena fuera que ellos estuvieran acostados y no su repentina aparición. Al cabo de unos segundos dijo:

—Han matado a Lola.

—¡Qué dices! —exclamó Jorge incorporándose.

—La han atropellado.

—¿Un accidente? —preguntó ella.

—No. Le han pasado varias veces por encima con el coche —dijo Chus con la voz quebrada, comenzó a llorar y salió de la habitación tapándose la cara con las manos.

***

La jueza Inmaculada Alday llegó a la escena a primera hora de la mañana tras la llamada del sargento Ramírez, que, desde el primer momento, le advirtió que tenían un problema grave: aquello no había sido un accidente. Julián, el secretario, la acompañaba.

Aunque iban preparados para lo que iban a encontrar, el estado del cuerpo les impactó. Inmaculada, con solo veinte días de experiencia en ese primer destino, se descompuso con la visión de las heridas y, lo que era aún peor, el olor terrible de las vísceras y de la sangre que había por todas partes.

La Guardia Civil había acordonado la zona, un tramo de carretera en curva cerca de la feria. Estaban todos los efectivos del pueblo. Además del propio Ramírez, un hombre con muchísima experiencia al mando del puesto de la Guardia Civil; su hijo, que parecía tan joven que costaba creer que hubiera cumplido los dieciocho; los agentes Ángel y Paco, con los que la jueza había coincidido en varias ocasiones; y algunos más a los que conocía solo de vista.

La forense, que llegó unos minutos después, era una chica delgada, muy elegante, de origen norteamericano. Mientras Inmaculada vomitaba, a pesar de que intentaba evitarlo con todas sus fuerzas, ella examinaba el cuerpo con precisión y meticulosidad.

—No te preocupes —le dijo—, a todo el mundo le pasa las primeras veces. Los forenses vemos tantos cadáveres que ya estamos acostumbrados.

Inmaculada le agradeció su comprensión y consiguió sobreponerse. Luego, agachándose junto a ella, le preguntó:

—¿Crees que puede haber sido violencia machista?

—¡Puede haber sido cualquier cosa! ¡Qué salvajada! —contestó la forense, que, a pesar de su experiencia, parecía también impresionada.

—La víctima es Dolores Moreno Aguilera —intervino Ramírez en tono colaborador—, de treinta y cuatro años. Soltera. No hay marido ni pareja ni novio, que se sepa. Tenía un hijo, de unos cinco o seis años.

—¿Y el padre del niño? —preguntó la jueza.

—Desconocido —contestó Ramírez—, bueno, oficialmente desconocido. Los rumores dicen que es hijo de don Álvaro, el dueño de la fábrica.

Cuando terminaron con el examen preliminar del cuerpo, las fotografías y la recogida de muestras, Inmaculada miró a su alrededor concienzudamente. Desde aquel lugar se veía la feria, de la que llegaban, amortiguados por la distancia, los ruidos metálicos del proceso de desmontaje de las atracciones. Todo lo demás era campo, aunque se adivinaban, entre los árboles, algunos tejados diseminados. Se fijó en la churrería ambulante instalada a la entrada de la feria y ordenó que localizaran a la persona que estuviera atendiendo aquel puesto la noche anterior.

En el coche de vuelta, sin esperar siquiera a llegar al juzgado, pidió a Ramírez, que iba al volante, que le contara todo lo que supiera sobre aquella pobre mujer y él, tan hablador como eficaz, le fue relatando durante el trayecto todos los detalles de la biografía de Lola conocidos en el pueblo.

***

Lucía y Jorge bajaron tarde a desayunar y se sentaron con Chus en la única mesa del comedor. Chus tenía la espalda reclinada en la silla, la cabeza baja y los ojos hinchados.

—¿Se sabe algo más? —le preguntó Jorge, rompiendo el incómodo silencio.

—Sí. Me han dicho que la Guardia Civil ha interrogado al churrero.

—Seguro que es el único que no iba borracho —dijo Araceli, la cocinera, que entró y les sirvió un café a cada uno sin preguntar nada. Les trataba como si fueran unas visitas que se hubieran presentado en su casa.

—Ha contado que Lola se marchó de la feria en el coche de Álvaro —añadió Chus.

—Álvaro es tu primo, el dueño de la fábrica, ¿no? —le preguntó Lucía. Recordaba vagamente a un señor muy bien vestido, aunque Chus les había presentado a tanta gente que no se acordaba bien.

Chus asintió y siguió hablando:

—Y también ha hecho una lista de los que nos quedamos hasta el final, así que no os extrañe si se presenta la Guardia Civil para hablar con nosotros.

Lucía y Jorge se miraron incómodos. Las cosas se les podían complicar.

—Creo que el tío está rayadisimo —continuó Chus ajeno a su preocupación—, cabreado de que le molestaran a él y no a tanto borracho como había en la feria, y ha jurado que no vio nada.

—Tampoco querrá meterse en líos —dijo Lucía.

—O tiene miedo —terció Araceli, volviendo a entrar en el comedor—, lo mismo le han amenazado para que se calle la boca.

—Ya estás inventando historias —le dijo Chus molesto.

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