Almudena Fernández Ostolaza - Primera instancia

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En un pequeño pueblo del Sur, una mujer es asesinada la última noche de feria. Cuando sucede el asesinato, Lucía, experta en arte, se encuentra en el pueblo viviendo una escapada romántica con Jorge, un hombre casado. A su pesar, ambos se ven implicados en el caso al ser citados como testigos. Inmaculada es la jovencísima jueza encargada de instruir el sumario. Recién llegada al pueblo y a la profesión, tendrá que superar su inexperiencia arropada por su equipo: el locuaz sargento Ramírez; Mary Jo, la forense; Julián, su fiel secretario judicial; y el hijo de Ramírez, informático y aún más joven que la jueza.
Inmaculada centra todos sus esfuerzos en resolver el caso; Lucía no ve más allá de su relación con Jorge. Razón y corazón. Los puntos de vista de estas dos mujeres se alternan para narrar un relato en el que, se van dibujando los habitantes del pueblo, sus secretos, rivalidades, historias pasadas y relaciones presentes. Casualidades y descasualidades.

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El siguiente testigo en declarar fue Álvaro, que acudió al juzgado en cuanto recibió la citación. A Inmaculada le pareció distinguido y tremendamente seguro de sí mismo. Se sentó con elegancia y comenzó a responder a las preguntas de la jueza en tono colaborador, algo condescendiente. Hablaba gesticulando con las manos sin mover los codos, que apoyaba en los brazos de la silla, como si se sintiera cómodo en esa situación. Podía pasar por un político concediendo una entrevista.

Declaró que había invitado a subir en su coche a Lola y Ana al salir de la feria porque la amiga que les llevó a la ida, Sarah, ya se había marchado; que fue una casualidad que coincidieran a la salida y él se ofreció a acercarlas por mera cortesía. Había dejado primero a Lola en la puerta de su casa, que estaba a las afueras, no muy lejos de la feria, y luego llevó a Ana, que vivía en el centro del pueblo, en el mismo edificio de la peluquería. Respecto a la hora, no estaba seguro, creía que serían más de las cuatro cuando se marcharon, pero no lo podía precisar.

Inmaculada despidió a Álvaro apresuradamente cuando le comunicaron que había llegado el director de la caja con los extractos de las cuentas de Lola. Subió con Julián al ático y se reunieron allí con Ramírez y el fiscal, un joven atlético y completamente calvo que no se dejaba intimidar. Ella le había visto mantener la calma en la única situación violenta que se les había presentado hasta ese momento, durante la declaración de un yonqui el día siguiente al de su toma de posesión.

La sala de juntas del ático era fría, desangelada como el resto del juzgado y tenía un olor permanente a humedad. Por ver la parte positiva, era muy espaciosa.

Desplegaron los listados sobre la mesa enorme que ocupaba el centro de la habitación y fueron señalando los movimientos por categorías con rotuladores fluorescentes. Les llevó su tiempo, pero detectaron algo llamativo: durante los dos últimos años, el día diez de cada mes, Lola ingresaba en su cuenta siempre la misma cantidad. Una suma lo suficientemente elevada para no pasarla por alto.

—No parece que cuadre con la caja de una tiendecilla como la suya —dijo Ramírez—, es demasiado dinero en metálico.

—Y demasiado regular —dijo la jueza.

—Un chantaje —afirmó el fiscal con contundencia—. Dado que es más que probable la paternidad de Álvaro respecto al hijo de Lola…

—Eso es vox populi —apostilló Ramírez.

—… no es descabellado pensar —siguió el fiscal— que le pidiera dinero a cambio de callarse y mantener a salvo su reputación.

—Y su herencia —añadió Julián—. Álvaro tiene un patrimonio enorme y, como no tiene hijos, todo lo heredará la mujer. No creo que le hiciera gracia repartirlo con el hijo de Lola.

—Tienes toda la razón —le contestó ella—. Pero ¿por qué solo los dos últimos años?, ¿por qué callarse durante cuatro años y luego empezar a hacerle chantaje?

No tenían respuesta. Podía ser que hubiera sucedido algo entre ellos, o que Lola se hubiera visto mal de dinero, o que, simplemente, se hubiera hartado de lo injusto de la situación. Parecía clave descubrir quién era el padre, ¡alguien lo tenía que saber! Debían hablar cuanto antes con Remedios, la tía de Lola, y registrar la casa. Inmaculada ordenó que buscaran cartas, diarios, informes médicos, fotografías y cualquier papel que les pudiera dar alguna pista.

Les interrumpieron para avisarles de que había llegado la testigo Ana Abril Calvo, así que recogieron todo y dieron por terminada la reunión.

Bajando las escaleras, Ramírez le comentó:

—Por cierto, doña Inmaculada, hemos localizado al niño. Por lo visto, estaba pasando la semana de feria en Sevilla, en casa de una prima segunda de Lola que tiene un hijo de su edad. Se llama Concepción Ruiz Moreno. Ha dicho que se queda allí mientras no se decida otra cosa.

—Muy bien. Encárguese de informar a la Junta y cítela para declarar.

Ana tenía la cara enrojecida y los ojos hinchados. No paraba de llorar, sonándose de vez en cuando con un Kleenex de colores.

—Es que Lola era mi mejor amiga —dijo como excusándose—, fuimos juntas al colegio.

La jueza esperó a que se calmara un poco y comenzó las preguntas.

—¿Sabe usted si Lola mantenía alguna relación sentimental?

—Desde hace años no tenía novio, que yo sepa.

—¿Le reveló alguna vez quién era el padre de su hijo?

—No. Ese era su secreto mejor guardado. No creo que lo sepa nadie. ¡Fíjese, que fui yo quien le acompañó en el parto! Lo recuerdo perfectamente. Era el día de Nochevieja y todo el mundo andaba como loco por eso del efecto dos mil, parecía que se iba a acabar el mundo. Lola me hizo un comentario muy raro, dijo: «Si se borran todos los ordenadores esta noche, ¡mejor!».

—¿Tenía un diario?

—No. Si lo tenía, nunca me lo contó.

—¿Lola tenía problemas económicos?

La pregunta pareció sorprenderle.

—No, claro que no. No nadaba en la abundancia, pero con la tienda iba tirando. Tampoco creo que tuviera grandes gastos.

—¿Sabe usted si era adicta a alguna sustancia?

—¡No! ¡Por supuesto que no! ¿Pero qué clase de persona piensa que era? —dijo Ana molesta—. Lola se dedicaba a trabajar en su tienda y a cuidar de su hijo como cualquier madre. No era ninguna irresponsable. Lo más importante para ella era su niño, le quería con toda su alma y se desvivía por él. Antes, mientras estaba en la tienda se dedicaba a pintar, pero, desde que nació, no hacía más que leer libros de psicología infantil y esas cosas.

—¿Y sabe si tenía enemigos o alguien que quisiera hacerle daño?

—En absoluto. Era buena gente y nunca hizo mal a nadie. Sé que en el pueblo tenía fama de comehombres —dijo, haciendo con las manos el gesto de comillas—, pero eso es mentira. Tuvo algunos novios, pero ella nunca hizo daño a nadie. Más bien, al contrario.

—Explíquese.

—Bueno, no era fácil para ella saber que todos se volvían locos en cuanto la veían porque enseguida se hacía ilusiones y, cuando se enamoraba, era de verdad. O sea, que se llevó varios desengaños y lo pasó muy mal. Y es que con los tíos, a la hora de la verdad, no se puede contar.

Inmaculada tuvo la impresión de que esos pensamientos pertenecían más a la propia Ana que a Lola, así que cambió de tema.

—¿Qué hizo usted ayer por la noche?

—Fui a la feria, como todo el mundo. Estuve con Lola y con Sarah, que es otra amiga que se marchó pronto.

Ana rompió a llorar otra vez y la jueza volvió a esperar unos instantes para seguir preguntándole:

—¿Con quién concretamente?

—No podría decirle todos los nombres. Estaba allí todo el pueblo. Vas saludando a unos y a otros: María, de la farmacia y su marido; Sole, la mujer del médico, y Chus, que estaba con unos amigos de Barcelona. También estaba Marina con su panda y un montón de gente más. Bailamos un ratito y luego estuvimos en la barra charlando y tomando unas copas. Cuando nos íbamos coincidimos con Álvaro, que se ofreció a acercarnos a casa en coche.

—¿A qué hora se marcharon?

—No lo sé seguro, bastante tarde, serían las tres o las cuatro.

—¿Y él las dejó a cada una en su casa?

—Sí, señoría. Bueno, a mí me dejó primero y se marchó con Lola para llevarla a ella.

La jueza y el secretario se miraron subrepticiamente: el caballero de impecables modales había mentido en su declaración.

Despidieron a Ana, que volvía a llorar sin consuelo, y redactaron de inmediato la orden para registrar el coche de Álvaro. Julián avisó a Ramírez, que subió enseguida y al recibir las instrucciones dijo:

—Doña Inmaculada, don Álvaro tiene dos coches. Son dos Mercedes: un todoterreno y uno pequeño, que conduce su mujer. ¿Nos traemos los dos?

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