Almudena Grandes - Modelos De Mujer

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Como insinúa el propio título, Modelos de mujer, estos siete relatos están todos protagonizados por mujeres que, en distintas edades y circunstancias, se enfrentan todas ellas, en algún momento, a hechos extraordinarios. Todos, menos el que da título al libro, están de un modo u otro ligados a la infancia, a la capacidad de desear como motor de la voluntad, de los actos de voluntad que las protagonistas deberán asumir para impedir que la vida las avasalle. En los tres primeros cuentos -«Los ojos rotos», «Malena, una vida hervida» y «Bárbara contra la muerte»-, los personajes femeninos vencen, cada uno a su manera, a la muerte: la pequeña Miguela, la mujer mongólica que se enamora de un fantasma, Malena, que se pasa la vida haciendo régimen por amor, y Bárbara, que acompaña a su abuelo a pescar. En los cuatro últimos -«El vocabulario de los balcones», «Amor de madre», «Modelos de mujer» y «La buena hija»-, las protagonistas tuercen el destino a su favor recurriendo unas al poder de seducción y otras a la fuerza de la razón, y todas con la voluntad que les otorga el firme deseo de no tolerar que la vida se les escape de las manos.

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– El señor tiene que marcharse el jueves, por negocios, y estará fuera cuatro o cinco días como mínimo, y las niñas me acaban de decir que se van el viernes por la tarde a casa de su abuela, a Torrelodones, así que, total, para lo que vamos a ensuciar Berta y yo, si te quieres ir el sábado a ver a tu familia…

En ese momento, yo siempre dudaba entre añadirme, por derecho propio, al grupo de «las niñas» y anunciar que, por mucho que protestaran mis hermanas, yo también me iba a Torrelodones, o esperar al sábado por la mañana para marcharme con Piedad a su pueblo, y siempre escogía el segundo plan, porque mi abuela materna, propietaria de la hermosa casa de campo en la que nadie podía imaginar aún que transcurrirían tantos años de mi vida, era buena y cariñosa, pero sólo le gustaba jugar al Scrabble inventándose palabras todo el rato, y perder con ella era muy aburrido. Además, Piedad se ponía muy contenta cuando, a mediodía, recién peinada y agitando las manos en el aire para que se le secaran pronto las uñas pintadas de rojo oscuro, mi madre, con la cara embadurnada de barro -su mascarilla favorita-, entraba en la cocina, se me quedaba mirando y me decía, con la mueca propia de quien transige en un detalle sumamente doloroso:

– ¿Quieres irte tú también, Berta? Si a Piedad no le importa…

A Piedad solamente le importó una vez, porque sospechaba que yo estaba incubando algún virus infantil, y aunque se ofreció a quedarse conmigo, no obtuvo permiso para hacerlo. A la hora de comer, la piel de mi pecho comenzó a explotar despacio, discretamente, apenas seis o siete pequeñas ampollas translúcidas, pero cuando mi madre se acercó a mi cuarto a media tarde para despertarme de la siesta, la erupción ya se había desbordado, invadiendo mi cara, mis brazos, mi estómago, una varicela de las que hacen época.

– No te rasques -me advirtió, después de instalar un televisor pequeño sobre la cómoda y abandonarme en dirección al salón, donde la esperaban ciertos misteriosos invitados-, y menos en la cara. Aguanta el picor o te quedarán señales para toda la vida. Y no te muevas de la cama, eso sobre todo. Ya vendré yo a verte de vez en cuando…

Pero la varicela tiene una ventaja, no se pasa más que una vez en la vida, y hubo otros fines de semana para salir al campo a coger moras, tardes de río y mallas repletas de cangrejos vivos, noches en las que hacer burla de la nieve al amparo de un fuego de leña, muchas procesiones y muchas romerías, muchas mañanas de sol para subir al monte con la comida de Roque, y comer con él encima de una peña. Mientras tanto, mi amor por Piedad perdía poco a poco el carácter de una vocación para convertirse en un ingrediente esencial, natural, absolutamente indisociable de mi propia vida.

– ¡Berta! -La misma mañana de su boda, Cristina irrumpió en el salón sin avisar, con la maquinilla que usaba para afeitarse las piernas en una mano y cada uno de los nervios de su cuerpo concentrado alrededor de su boca, que se desencajaba en cada chillido-. ¿Dónde has metido el taburete del baño?

Todos -mis padres, mis hermanos, mis abuelos, los amigos íntimos que se habían reunido en casa para acompañarnos a la iglesia- me miraron a la vez, suplicando con los ojos una respuesta rápida y eficaz, porque la histeria de la novia rebasaba ya, con creces, la paciencia de un santo.

– Ten por cierto, Cristina -contesté, nerviosa, sin escoger mucho las palabras-, que yo no he ocultado el escabel.

– ¡Qué barbaridad! -dijo el mejor amigo de mi padre, al que llamábamos tío Armando aunque no formara parte de la familia-. ¡Pero qué bien habla esta niña!

– Sí -contestó mamá, sin darse importancia-, es que es muy estudiosa…

Eso era verdad, pero yo no había aprendido en ningún libro a hablar el castellano característico de la zona rural frontera entre las provincias de Burgos y Segovia ni, desde luego, era capaz de utilizarlo a mi antojo. Aquélla era, simplemente, mi lengua materna, la lengua de Piedad, que distinguía perfectamente entre la pronunciación de poyo y la de pollo, y bromeaba afirmando que en mi casa, todos los jueves, se comía banco de piedra estofado.

Nadie advirtió la verdad, quizá porque en la época en la que se casaron mis hermanas, hacía ya más de dos años que sólo íbamos al pueblo en verano, dos años desde que Piedad y yo no nos sentábamos juntas, ni siquiera en la misma fila, cuando íbamos al cine.

2

Al verla salir del baño, frotándose las manos con una insistencia que aplicaba un barniz de desesperación sobre un gesto tan trivial, apenas reparé en la desaforada dosis de crema Atrix que embadurnaba sus dedos, sus palmas, sus muñecas, aunque hacía ya varias tardes que asistía, perpleja, a la repetición constante de aquella escena, Piedad combatiendo la aspereza escarlata de su piel -no podía fregar con guantes porque los platos y los vasos se le escurrían para estrellarse contra la pila sin que sus yemas llegaran a echarlos de menos- con un tarro de tamaño familiar que, de seguir así las cosas, no le iba a durar ni dos semanas. El espectáculo de su rostro, mucho más extraordinario, atrajo instantáneamente mi atención, en cambio.

– No me pongas esa cara -murmuró ella cuando se dio cuenta, sin dejar de frotarse nunca las manos-. No me apaño muy bien, ya lo sé, como no tengo costumbre…

– Pero ¿qué dices, Piedad? -protesté-, ¡si estás guapísima! Nunca has estado tan guapa como ahora.

Y era sincera. Hasta entonces, siempre había pensado que Piedad no se pintaba porque no lo necesitaba. Que mis hermanas, pese a ser más jóvenes que ella, nunca salieran de casa con menos de tres tonos distintos en cada párpado, no tenía mucho misterio, porque todas nosotras, incluyendo a mi madre -cuyo principal objetivo en esta vida consistía en aparentar diez años menos de la edad que tuviera en cada momento-, siempre hemos sido más feas que Piedad. La elegancia, el estilo, la clase, la calidad de la ropa, el corte de pelo mejor elegido, la destreza para andar con gracia sobre unos tacones, tenían poco que hacer frente a la intensa dulzura de aquellos ojos verdes de un brillo casi líquido, salpicados de motitas doradas que retenían la luz para despedirla después a su antojo, resplandeciendo en un óvalo de proporciones perfectas, la nariz recta y pequeña, los labios carnosos, de contornos tan limpiamente definidos que parecían obra de un lápiz, y esa barbilla impecable, una curva aguda, pero no afilada, donde se lee la marca de la belleza genuina. Piedad no necesitaba pintarse, pero estaba más guapa pintada, sobre todo aquella tarde de estreno, mientras una luz incierta, que yo no podía interpretar, sembraba de sombras el reluciente espejo de su rostro.

Nunca, tampoco, la había visto tan nerviosa, de eso estaba segura.

– Y tienes que prometerme que te vas a portar bien -me dijo en el ascensor-, que no protestarás aunque te aburra la película, que no pedirás más que una cosa, patatas o palomitas, ve pensándotelo… He quedado con un amigo mío, ¿sabes? Vendrá con nosotras al cine. Quiero que seas muy simpática con él, Berta, pero sin llegar a aturdirle, ya sabes. Me cae muy bien, y… en fin, me encantaría que no metiéramos la pata.

Cualquier otro día habría reparado en la generosidad de Piedad, que solía hablar en primera persona del plural para prevenirme de un riesgo inminente, pero le vi a través de la cristalera del portal cuando aún no había tenido tiempo de prometer nada, y le reconocí a pesar del abrigo gris, largo hasta los pies, que acortaba su estatura a cambio de hacerle parecer más fuerte, porque ni queriendo habría podido olvidar su pelo, abundante y tieso, cortado a cepillo, o la perenne expresión de tristeza que habitaba en su boca.

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