Almudena Grandes - Modelos De Mujer

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Como insinúa el propio título, Modelos de mujer, estos siete relatos están todos protagonizados por mujeres que, en distintas edades y circunstancias, se enfrentan todas ellas, en algún momento, a hechos extraordinarios. Todos, menos el que da título al libro, están de un modo u otro ligados a la infancia, a la capacidad de desear como motor de la voluntad, de los actos de voluntad que las protagonistas deberán asumir para impedir que la vida las avasalle. En los tres primeros cuentos -«Los ojos rotos», «Malena, una vida hervida» y «Bárbara contra la muerte»-, los personajes femeninos vencen, cada uno a su manera, a la muerte: la pequeña Miguela, la mujer mongólica que se enamora de un fantasma, Malena, que se pasa la vida haciendo régimen por amor, y Bárbara, que acompaña a su abuelo a pescar. En los cuatro últimos -«El vocabulario de los balcones», «Amor de madre», «Modelos de mujer» y «La buena hija»-, las protagonistas tuercen el destino a su favor recurriendo unas al poder de seducción y otras a la fuerza de la razón, y todas con la voluntad que les otorga el firme deseo de no tolerar que la vida se les escape de las manos.

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– ¿Y por qué tenían que masticar cincuenta veces?

– En teoría para digerir bien la comida. En la práctica, para advertir a la gente que el Estado tenía derecho a controlar incluso lo que ocurría dentro de su cuerpo, a regular hasta el funcionamiento de sus vísceras. Es sobrecogedor, ¿no?

– Yo mastico treinta veces cada bocado -respondió-. Para no engordar. Y otra cosa… ¿tú comes siempre así?

– ¿A qué te refieres?

– A la cantidad.

– Pues… no siempre. A veces tomo dos platos. Y hasta postre, si estoy contenta.

– Ya -hizo una pausa, como si necesitara buscar las palabras para seguir, y me resigné a aceptar que, si es que había entendido algo, la historia que le acababa de contar no la había impresionado en lo más mínimo-. Vale, pues entonces, si no te importa, preferiría que no comiéramos juntas.

– ¿Qué pasa, te doy envidia?

No me quiso contestar, y entonces, por primera vez, me compadecí de ella.

No volví a ver a Eva hasta que nos encontramos en la terminal internacional del aeropuerto de Barajas, unos veinte días más tarde. Eso significa que, durante veinte mañanas seguidas, el primer propósito que formulaba al levantarme consistía en llamarla, quedar, ir a verla, lo lógico habría sido mantener un contacto frecuente antes de partir, preparar bien el viaje, pero nunca llegué a descolgar el teléfono. Por un lado, ella no había mostrado ningún interés en que nuestro encuentro se repitiera, y por otro, yo era más que consciente de que teníamos por delante siete horas de vuelo hacia Nueva York, una larga escala en una zona de tránsitos, y otro vuelo interminable hasta llegar a Los Angeles, tiempo suficiente para agotar el repertorio del más brillante de los conversadores, que tampoco era precisamente el caso…

La verdad es que existía una causa más, un motivo residual y sin embargo determinante, aunque de una naturaleza tan vergonzosa que ni yo misma me atrevía a admitirlo, y es que cuando más predispuesta estaba a la bondad y la comprensión, a la compasión y la solidaridad que sólo se alcanza mientras un sandwich de tres pisos esmaltado con espuma de cerveza viaja libre y feliz a lo largo y ancho del organismo, un pequeño incidente del tamaño de la catedral de Burgos me precipitó de golpe en la más injusta y rencorosa de las arbitrariedades. Eva me pidió que la acompañara a recoger un vestido, y yo la seguí sin sospechar lo que me jugaba en aquel breve viaje. Al pasar por delante del escaparate, reparé en que se trataba exactamente del tipo de tienda en el que las mujeres como yo nunca se atreven a entrar, pero entré, y asistí impasible a la procesión de una cofradía de oligofrénicas desnutridas, que se acercaban con gesto reverencial al probador cada vez que ella aparecía, siempre igualmente deslumbrante, con un modelo nuevo, que como el anterior, y como el inmediatamente sucesivo, parecían cortados exactamente a la medida de su cuerpo. Llegué indemne a lo que parecía el final de aquella escena. Disuelto el coro de dependientas -¡qué mono te queda!, ¡te queda ideal!, de verdad, de verdad, ¡qué mono te queda!, la verdad es que te queda ideal, ¿eh?, de verdad, ¡es que te queda monísimo!, ideal, te queda ideal, ¿eh?, de verdad, de verdad…-, se hizo el silencio, y Eva se acercó a la caja con la intención de pagar, pero entonces, en un quiebro imprevisto, sospechoso, se acercó a un expositor repleto de perchas, escogió una, y se dirigió a mí, éste te sentaría muy bien, me dijo, es precioso, ¿no te parece? Debí de haber sido capaz de reaccionar, pero lo cierto es que el vestido era precioso -de verdad, de verdad-, y yo rica por primera vez en muchos años. Por eso no resistí la tentación de cogerlo, ponérmelo por encima y mirarme en un espejo, y no me fijé en la talla porque ni siquiera pensaba en comprármelo, no lo había escogido yo, aquello parecía simplemente un juego, hasta que escuché su voz, alta, rotunda, lo malo es que no tendréis talla para ella, claro, y un coro de risas del que se elevó un sonido agudo y sombrío a la vez, como el graznido de una corneja, pues es difícil desde luego, mejor que mire en otra tienda… Era su respuesta, su venganza, el exacto precio de su hambre, y procuré encajarla bien, sin consolarme a mí misma, sin alentar ningún rencor, pero presentí que aquel episodio establecía la dinámica que regularía definitivamente nuestras relaciones. Ella utilizaba su cuerpo como escudo frente a cualquier ofensa, y lo lanzaba al aire como una jabalina envenenada cuando pretendía ser la ofensora. Yo dejé de luchar contra mis prejuicios acerca de las modelos, y me propuse no ceder nunca más a la compasión. Para conquistar el primero de estos propósitos apenas tuve que vencer obstáculo alguno -aunque a veces ni yo misma me lo creía del todo, Eva encarnaba meticulosamente el resultado de lo que parecía-, pero en el segundo fracasé casi de inmediato, porque su aplomo no sobrevivía más allá de los estudios fotográficos y los talleres de los modistos, y nadie habría podido reconocer a una top model internacional camino del estrellato definitivo, en el pajarito miedoso, encogido y asustado que se me pegó a los talones al bajar del avión en Nueva York, y no me dejó sola un instante ni para ir al baño.

– Es que me da cosa que alguien me diga algo -me explicó-, como no les entiendo…

– Pues no contestes.

– Bueno, sí, pero prefiero que no me dejes sola.

El cansancio acumulado durante las horas de vuelo, la tensión y la impaciencia que acaban estallando antes o después en el curso de un viaje semejante, habían atacado con saña su maquillaje, cada vez más apagado en la superficie pero de una consistencia progresivamente blanda al contacto con la piel, y cuando llegamos a Los Angeles, los exactos límites de la máscara que recubría su rostro eran tan visibles como las incipientes patas de gallo, los granitos y las marcas de expresión que no existían por la mañana. Su cara se había descolgado, y se descolgaba su cuerpo, sus hombros, cansados de estirarse para disimular una tripita minúscula, y por ello quizá más llamativa en un cuerpo tan delgado, mientras sus tobillos protestaban hinchándose, igual que los míos. No era más que un ser humano, una mujer sola en un país extraño cuya lengua no entendía, una criatura derrotada por el cansancio y abocada a superar una prueba muy difícil antes de disponer del tiempo suficiente para recuperarse del todo, eso me parecía, y me propuse cooperar en todo lo posible para que triunfara, cubrirle las espaldas, ayudarla, aconsejarla, vendérsela a Rushinikov como la actriz de su vida…

Sin embargo, cuando abrí la puerta de mi bungalow unas pocas horas más tarde, la única que seguía teniendo un aspecto horrible era yo. Ella resplandecía, y su expresión no mudó un ápice ni siquiera al bajar del coche de producción, a una distancia considerable de la puerta del plató pero más que suficiente para escuchar los gritos de un energúmeno que estaba jurando sobre todo lo que es posible jurar en lengua rusa. A modo de despedida, el chófer nos dedicó una mirada incierta, hecha a medias de temor y desaliento, a la que yo correspondí puntualmente, pero Eva, la más perfecta de sus sonrisas radiantes tan bien asegurada que parecía cosida sobre sus labios rojos, me miró como si estuviera sorda, y empezó a caminar hacia su destino con esa especie de prisa serena que sólo está al alcance de quienes ya se saben propietarios de una parcela en el Paraíso.

Identifiqué a Andrei Rushinikov sin necesidad de preguntar a nadie. De pie en el centro del plató, con unos vaqueros desgastados y una camisa roja de algodón que parecía tener vida propia, tan violentamente gesticulaba con los brazos mientras chillaba, era lo más parecido a un oso enloquecido de furia que he visto en mi vida. Mientras me acercaba, reconocí en su rostro los rasgos de un eslavo típico, de esos que se aprenden en las ilustraciones de los libros, un cosaco de toda la vida, el pelo negro, los ojos claros, la piel blanquísima, cejas muy pobladas y una mandíbula imponente, casi cuadrada, Taras Bulba, Miguel Strogoff, Pedro el Grande, recordé, Dios nos coja confesados, me dije mientras me acercaba.

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