– Perdóname, lo siento mucho.
Tampoco supe qué contestar a eso. Dejé el guión encima de una silla, me atusé el pelo, recogí la americana que había colgado de una percha al entrar y, cuando lo miré de nuevo, lo encontré a mi lado.
– Lo siento de verdad, perdóname… -Rushinikov me hablaba en un tono desconocido, sobrio y, sin embargo, casi íntimo, tan alejado del vinagre de los rodajes como de la melaza de los desayunos-. Necesito que Eva sepa qué es exactamente lo que espero de ella, qué quiero que haga y cómo quiero que lo haga. Compréndelo, es muy importante que te vea, lo único que yo pretendía…
– ¿Y por qué no le chillas a ella? -protesté, con tanta fiereza que el tono de mi voz llegó a asustarme.
– ¿A ella? -Parecía perplejo- ¡Ah! ¿Pero es que tú crees que se puede hablar con Eva?
– Za Pushkina! -exclamé sonriente, golpeando el tablero de madera con mi vaso y, antes de que la tónica mezclada con el vodka dejara de espumear, lo vacié de un trago.
– ¡Por Cervantes! -contestó él con un acento más que pasable cuando los vasos estaban llenos de nuevo, y todos volvimos a beber alrededor de la mesa.
Creo que fue exactamente en aquel momento, entre Pushkin y Cervantes, cuando me di cuenta de que aquella chica tan alta, embutida en un vestido de noche de terciopelo negro -el pelo recogido hacia arriba en un moño muy elaborado, dos eternas cascadas de pedrería precipitándose en el vacío desde sus orejas, y guantes de raso largos hasta el codo-, que bostezaba aparatosamente contra una columna, no podía ser otra que Eva, y no dejó de asombrarme que al entrar en el bar, un local muy oscuro y con todo el aspecto de haber sido garaje hasta tiempos tan recientes que casi se echaban de menos un par de filas de coches aparcados a ambos lados, no sólo no la hubiera reconocido, sino que, más bien, se me hubiera olvidado que existiera.
En teoría, al salir del estudio, un montón de horas antes, Rushinikov y yo habíamos ido a tomar una copa para trazar su plan de trabajo, pero, en la práctica, él había empezado a hablarme de sus películas, y yo ya las conocía, y él se alegraba mucho, y yo había seguido hablando de Zamiatin, y él ya lo conocía, y yo me alegraba mucho, y luego me había contado su divorcio de una ciudadana norteamericana y yo le había explicado por qué había decidido dejar hacía unos meses a mi novio de toda la vida, y después él había enumerado las ventajas y desventajas de vivir en un país extranjero, y yo había recapitulado los pros y los contras de no moverse jamás de la misma ciudad en la que uno ha nacido, y él confesaba que había sido un niño muy malo, pero yo había sido una niña muy buena, aunque él sacaba muy buenas notas en el colegio, y yo también, y resultó que yo le parecía una mujer muy atractiva, y él a mí también me parecía muy atractivo, no, pero él lo decía en serio, ah… Y ahí me atoré, porque la única imagen del mundo que fui capaz de recuperar tenía el rostro de Eva, y el cuerpo de Eva, y la radiante sonrisa de Eva, y por eso me acordé de la fiesta, pero apenas fui capaz de retener algún dato más, porque la mirada de Andrei trazaba escalas minuciosamente equilibradas entre mis ojos y mi escote, y brillaba con una luz tal vez más intensa que la de la ebriedad, y contagiosa, que teñía mis mejillas de color, y cuando volvió a mirarme, en el interior del taxi, su rostro relucía como si estuviera iluminado desde dentro, reflejando el mío, y hasta llegó a sugerir que nos perdiéramos en cualquier bar, por el camino, para seguir hablando de cine, y de libros, y de niños buenos y malos, pero yo no me atreví a reaccionar, no dije nada, y así llegamos hasta la larga mesa donde todos los rusos de la película brindaban en voz alta antes de golpear la madera con los vasos y vaciarlos de un golpe después, riéndose sin parar, cantando a ratos, y nos unimos a ellos para brindar por Pushkin, y por Cervantes, y hasta entonces no escuchaba la música, pero cuando se apagó el eco del último brindis me puse a bailar yo sola, alrededor de la mesa, y bailé salsa, y cumbia, y hasta una rumba, y todos me aplaudían, me lo estaba pasando tan bien, y Andrei me abrazó cuando empezó a sonar un bolero de Olga Guillot, una canción muy lenta, y apenas nos movíamos, sin despegar los pies del suelo, cuando Eva, tan impecablemente maquillada, peinada, vestida, tan ridícula esta vez, se me acercó para pedirme por favor que la acompañara al hotel porque estaba muy cansada, y harta, y aburrida, y no le gustaba aquel trabajo, ni aquel bar, ni aquella gente, y no comprendía nada, y nadie la comprendía a ella, y ése fue el instante que él eligió para besarme en los labios, y mis labios besaron los suyos, y Eva estalló en sollozos, vámonos, por favor, vámonos, vámonos, por favor te lo pido, vámonos…
Cuando desperté, a la mañana siguiente, me encontraba como si mi cuerpo estuviera flotando en una piscina llena de una gelatina tibia y rosada, acogedora y húmeda, y era una resaca, pero era deliciosa, y me hubiera gustado apurarla del todo mientras la luz se filtraba con pereza entre las rendijas de la persiana, porque me había enamorado otra vez y no quería hacer ninguna cosa, sólo pensar en ello, sentirlo, acostumbrarme lentamente a la naturaleza de los prodigios.
Entonces, Eva abrió con su llave la puerta que comunicaba nuestras habitaciones, encendió la luz sin pedir permiso y taconeó enérgicamente hasta ganar el borde de la cama.
– No me zarandees, por favor, estoy despierta -supliqué con un hilo de voz-. Y apaga esa luz, ¿quieres? Hoy es sábado, no tenemos nada que hacer, no me pienso levantar…
– Tengo que hablar contigo, Lola -me interrumpió, y sólo entonces me devolvió a las adorables tinieblas que su irrupción había desvirtuado para siempre-. Quiero decirte que no me gustó nada lo de anoche. No deberías beber tanto. El alcohol es muy malo, ¿sabes? Apaga la piel y engorda. Cuando me preguntan qué hago para cuidarme, yo siempre contesto lo mismo. Dormir muchas horas, hacer una vida muy regular, no trasnochar, beber mucha agua…
– ¿Por qué me vienes ahora con todo esto, Eva? Yo no soy modelo, ni actriz, ni nada. Puedo permitirme perfectamente cualquier irregularidad.
– Es que… -y su aplomo se deshizo en un puchero-, me siento muy mal, de verdad, estoy muy sola, yo… Me he equivocado aceptando este papel, no me gusta este sitio y Rushinikov se porta fatal conmigo, es un bestia, yo no sé…
Escuché infinitas variaciones del mismo discurso a lo largo del fin de semana, pero no llegué a impacientarme en ningún momento, porque la novedad estaba en mí misma. La compasión me había abandonado como suelen abandonar los amantes, las edades, los viejos amigos de la infancia: bruscamente y para siempre. Descubrí que mi repentina impasibilidad hacía mucho más fáciles todas las cosas, y el lunes por la mañana, mientras esperábamos al coche de producción en el vestíbulo del hotel, el espejo me devolvió una imagen inesperada, estrictamente opuesta a la que había obtenido hasta entonces, porque por primera vez, desde nuestra llegada, Eva no tenía muy buen aspecto. Yo resplandecía.
Sin embargo, durante toda la semana, Andrei siguió tratándola igual que antes, la misma dulzura, los mismos mimos, la misma paciencia infinita, el ligero e indefinible coqueteo que no llegaba a mejorar su humor, pero castigaba el mío como si cada palabra, y aún más, cada silencio, fuera un lento, oblicuo golpe de sable. A cambio, en los ensayos nos entendíamos muchísimo mejor, aunque no volvimos a hablar a solas, porque aquellos días coincidieron con los escogidos por la productora para abrir el rodaje a los medios de comunicación y cada noche teníamos un compromiso distinto, él en el punto de mira de todos los objetivos, yo sentada entre Eva y cualquier periodista en un sofá apartado, un cóctel para el equipo de televisión que estaba haciendo un reportaje, otro para los enviados de los diarios nacionales, otro para los corresponsales de la prensa especializada… Para el jueves por la noche, la organización no había previsto nada y yo tampoco, pero cuando ya estaba recogiendo mis cosas, a punto de marcharme, me detuvo una voz que hablaba en inglés, la suya.
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