Justo Navarro - Finalmusik

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Seguimos al narrador de esta espléndida novela durante su última semana en Italia antes de regresar a su Granada natal y reencontrarse con su padre. Se despide de algunos de los personajes que han configurado su experiencia italiana: la limpiadora Francesca, con quien el último mes ha mantenido una aventura; el marido de ésta, Fulvio, ex boxeador; monseñor Wolff-Wapowski, polaco-alemán, encargado de la casa papalina en la que el narrador se aloja; Stefania Rossi-Quarantotti, profesora boloñesa de semiótica y antigua maestra y amiga, traumatizada por la relación que mantiene su marido con una chiquilla romana; el marido de la profesora, Franco Mazotti, prestigioso e íntegro economista de un gobierno corrupto, temeroso de que salga a la luz esa relación; o Carlo Trenti, el exitoso escritor de la novela cuya traducción el narrador está a punto de terminar a la vez que su estancia en Roma. De momento el narrador deberá regresar a Granada y cortar por fin el cordón umbilical que le une a su padre viudo. La consagración definitiva de uno de los escritores españoles más imprescindibles.

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El día azul se vuelve amarillo. Va a estallar el penúltimo día de julio una tormenta de agosto. Caen cortinas de agua. Camiones y remolques patinan y se hunden en el barrizal, los mulos se clavan al camino como estatuas temblorosas, chorreantes. Un soldado, Naldini, quiere ver a Albanese, que sale inmediatamente a su encuentro y, avanzando, enfangándose, resbalando, avanzando, piensa ya en una confesión en el infierno. Naldini debería esperarlo fuera de la formación, a la altura de las ambulancias, pero Albanese no lo ve. La formación se ha roto, no hay formación, aunque quiere recomponerse para romperse otra vez, todos cegados bajo el aguacero, en el fango, miles de ciegos en los campos de Besaravia. Ahí está Naldini, sobre el talud, impasible, borrado por la lluvia, como un vigilante. Albanese se acerca, pero Naldini se mueve, se aparta, se aleja, como huyendo súbitamente del diluvio. Las ruedas giran en el barro, los motores aceleran entre gritos, y entonces el soldado Naldini se vuelve, en lo más alto del talud, y le tiende la mano a Albanese, que resbala, cae, se hunde en la cuneta, en el barro y el agua. Hay una explosión. Ha estallado el soldado Naldini. Albanese ve una pierna arrancada en el fango.

Aplaudimos en via Appia Antica. Ahora vemos a Albanese en una isba y, a través de la ventana, la cámara toma la nieve inmensa, inacabable. Novo Gorlovka, 13 de diciembre de 1941. El capitán Albanese tiene mal aspecto, ojos de fiebre. Todavía no ha entendido la explosión de Naldini en Botosani, probable asesino suicida. Quería matarme, dice Albanese. O pisó una mina, dice el ingeniero Barile. No sé cómo ha llegado Barile a Novo Gorlovka: es algo que no he leído en Trenti. No he traducido estas páginas. No sé qué hace en Rusia la mujer de lila. Se cubre Albanese la cara con las manos, sucias las uñas, manos arañadas, rojas por el frío, y las manos de la mujer cubren las manos de Albanese. Los músicos tocan sobre la banda sonora de la película. La cara de Albanese se funde con la cara de otro Albanese, más joven, de pelo largo, más de sesenta años después, el actor que interpreta al capitán Albanese, Aldo Fumagalli. Saluda a los que aplaudimos, besa a la Dama de Lila, iluminadas simultáneamente todas las pantallas de la fiesta en via Appia con Albanese, la Dama de Lila, Cario Trenti y Francesca Olmi, muy seria, testigo de vidas ajenas. Hace siete días que no nos acostamos en la misma cama, pero la veo y tengo la impresión de que esta mañana fue mi domingo radiante. Trenti dice algo al oído de Francesca, leo en los labios lo que dice, y son mías las palabras de Trenti. Mis labios forman las palabras de Trenti, las que imagino: he visto los labios, o lo he imaginado, los labios se han escondido en la oreja de Francesca, lo estoy inventando. Athanasius Kircher tradujo fielmente las inscripciones egipcias de los obeliscos de Roma, y no sabía que sus traducciones eran estrictamente imaginarias y falsas. La historia de amor de Trenti y Francesca es también falsa, imaginaria, mía, pero su felicidad es evidente y verdadera, como el herpes que, bajo el maquillaje, creo ver en el ángulo derecho de la boca de Francesca, un herpes nervioso, de novia en la mañana de la boda. Ahora se unen, para los fotógrafos, el capitán Albanese, la Dama de Lila y Trenti, un zoom aísla a Trenti y a la Dama, y reconozco a la mujer que vi salir del ascensor de via Stalingrado, en Bolonia, hace tres días, y recuerdo las palabras de Trenti sobre los escritores Maiakovski y Pavese, amantes de actrices, Veronika Polonskaia y Constance Dowling. Piero de Pieri tendrá todos los datos, Francesca en los hoteles, la Dama de Lila en Bolonia, todo deja señales, decía De Pieri.

Monseñor Wolff-Wapowski, a quien desde hace setenta y dos horas no veré más en mi vida, sube al cielo por una escalera transparente, por encima de nuestras cabezas, en el aire, iluminado, como los fuegos de artificio que acaban de estallar en la fiesta en via Appia. No está en la fiesta. Se ha ido convirtiendo en agente doble o triple, triste espía ruso, conforme yo me convertía en Carlo Trenti, el novelista, y ahora sube al cielo como el profeta Elías en un carro de llamas e ilumina los trajes de noche, el baile, las conversaciones y los peinados en descomposición de reyes y reinas y herederos de Roma y Cinecittà, las manos rojiazules de los camareros entre hielo y botellas frías. ¿Cuánto tardarán en romperse todos los platos y vasos de la fiesta? Se desmoronará el palacete fascista y se derretirá la Torre de Babel de merengue y bizcocho, vencerá el ultimátum, caerá la mano que levanta la copa, se apagarán los dientes del sonriente, nos dormiremos sin esperanza de despertar, todo se perderá hasta la desaparición, Francesca. Nunca más la veré o no la veré nunca como ahora. Tuve esta sensación que también fue pasajera y se borró rápidamente. Salí del cine y su mundo. Me dirigí al Comité de Recepción y Despedida. Pedí un coche.

Fui a liquidar por 135.000 euros mis habitaciones en Granada. Confié la maleta al check-in del aeropuerto de Fiumicino y, marcada con etiqueta y código de barras, la vi alejarse sobre la cinta transpor-tadora. Un escáner lee el código de barras y dirige el equipaje por el recto camino, hacia la máquina de rayos X, en su viaje automático hasta la bodega del avión. Conoceré pronto el secreto de todos los crímenes de Carlo Trenti, la solución de todos los enigmas, lo menos interesante y lo que más interesa, 48 páginas rutinarias que todavía tendré que traducir para encontrar al responsable de cada maldad y olvidar a Trenti y su nieve rusa negroamarilla. Luego me esperan Zúrich o Florencia, mi futuro. En Zúrich, en diciembre de 1944, el agente americano Moe Berg recibe órdenes de asistir a una conferencia del físico Werner Heisenberg, premio Nobel en 1932, cerebro del programa atómico nacionalsocialista: si Berg deduce de las palabras de Heisenberg que los alemanes se acercan con éxito inminente a la fabricación de bombas atómicas, deberá dispararle desde el público, matarlo en el acto. Heisenberg desarrolla su disertación científica. Berg no entiende prácticamente nada de lo que Heisenberg dice. ¿Tiene que matarlo? En Florencia, en 2002, se viene produciendo una cadena de crímenes sin otra conexión entre sí que su extrema crueldad, perversión y repugnancia. Morir puede ser una cosa bastante desagradable. El filólogo Gian Battista Princi lee cotidianamente el periódico, sigue los asesinatos, que se suceden en un lapso de sesenta y cuatro días, y una mañana advierte que, para elegir a sus víctimas, el criminal va recorriendo los sucesivos cielos del paraíso de Dante: la Luna de los virtuosos forzados a incumplir promesas, el Mercurio de los ansiosos de fama, Venus y sus amantes, el Sol de los sabios, Marte con sus guerreros. Princi llama a la policía y avisa: la próxima víctima será un juez porque el asesino visitará el cielo de los justos, Júpiter. La sexta víctima es, en efecto, una fiscal amiga de Princi. Los policías inmediatamente otorgan al filólogo la categoría de principal sospechoso.

Son 979 páginas, unos setenta y cinco días de traducción, una novela americana, Damnation in Paradise , de Martha Gianalella. La conferencia de Heisenberg en Zúrich ocupa sólo 455 páginas, otra novela americana, Star of Damnation , de Nick Behm, trabajo de algo más de un mes, cientos de miles de muertos. Despegamos. No sé si mi maleta ha viajado con buena suerte hasta la bodega del avión. Ha podido producirse un desprendimiento del código de barras, o un descarrilamiento o choque en la cinta transportadora, o una inesperada revelación explosiva en la máquina de rayos X: van en mi maleta los angustiados instrumentos del asesino psicópata florentino (del punzón y el taladro manual a la pistola) y las bombas atómicas en construcción. No sé si mi equipaje ha sido descargado en el contenedor que corresponde a mi vuelo, ni si ha llegado a pista a tiempo para el embarque. Mi maleta puede estar volando a Moscú con mis dos posibles futuros inmediatos, Star of Damnation y Damnation in Paradise . Pero, aunque todavía quizá estallemos y ardamos eternamente, la vigilancia es pobre, ausente o sonámbula, en las primeras horas del día en que vence el ultimátum de las Brigadas Abu Hafs al Masri. La batalla mundial en Roma se ha evaporado de los noticiarios, no sé si porque ya ha sucedido o porque hoy no sucederá, y la fila exigua de sospechosos en la que paso el control de metales es la entrada a un espectáculo que se desmonta mientras se realiza la última función: el anunciado fin del mundo romano el 15 de agosto de 2004 si Italia no depone al Primer Ministro. Le pediré a mi padre 150.000 euros por mi parte de la casa.

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