Justo Navarro - Finalmusik

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Seguimos al narrador de esta espléndida novela durante su última semana en Italia antes de regresar a su Granada natal y reencontrarse con su padre. Se despide de algunos de los personajes que han configurado su experiencia italiana: la limpiadora Francesca, con quien el último mes ha mantenido una aventura; el marido de ésta, Fulvio, ex boxeador; monseñor Wolff-Wapowski, polaco-alemán, encargado de la casa papalina en la que el narrador se aloja; Stefania Rossi-Quarantotti, profesora boloñesa de semiótica y antigua maestra y amiga, traumatizada por la relación que mantiene su marido con una chiquilla romana; el marido de la profesora, Franco Mazotti, prestigioso e íntegro economista de un gobierno corrupto, temeroso de que salga a la luz esa relación; o Carlo Trenti, el exitoso escritor de la novela cuya traducción el narrador está a punto de terminar a la vez que su estancia en Roma. De momento el narrador deberá regresar a Granada y cortar por fin el cordón umbilical que le une a su padre viudo. La consagración definitiva de uno de los escritores españoles más imprescindibles.

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Guardo una colección de imágenes sagradas sumergidas en burbujas de cristal o plástico en las que, en caso de ser agitadas, se desencadenan breves y luminosas tormentas de nieve sobre la torre de Pisa y la Torre Eiffel y la estatua de la Libertad y la Virgen de las Angustias de Granada. No nieva todavía sobre la casa blanca de via Appia Antica, en la explanada del banquete, donde me encuentro con el obispo americano, un viajero, saludable a pesar de una corpulencia natural heredada de su padre o de su madre. Para asegurarse de que recordaba correctamente no se interrogó a sí mismo: me sometió a un interrogatorio. ¿Con qué profesores estudié en Chicago? ¿Dónde viví? ¿Qué bibliotecas visité? ¿Qué bibliotecarios me atendieron? ¿La exiliada chilena que jugaba al ping-pong? ¿Qué trayectos recorría habitualmente? Era el americano un hombre inquisitivo, entrenado para el confesionario. En el ejercicio de su profesión había desarrollado una saludable cautela frente a extranjeros, peregrinos, presuntos fieles católicos que se acercan a la diócesis haciéndose pasar por lo que no son y llevan en el pecho la insignia de alguna congregación piadosa. Tanto interés sacerdotal por el prójimo bordeaba la incorrección policial, la imprudencia absoluta. Pero yo no situaba al obispo entre mis souvenirs de Chicago. Yo no lo recordaba de Chicago, hace años, sino de los días en Roma, aunque lo busqué por el Chicago que conocí una vez, una iglesia, tres bibliotecas, cafés, calles, incluso la consulta de un dentista. Casi lo encontré al final de una conferencia en la American Catholic Historical Association. Allí, bebiendo limonada, me habló de su padre, interventor de banco, fuera del seno de la Santa Madre Iglesia. Yo me convertí al catolicismo por un desengaño amoroso, me dijo el obispo. I was trying to desinterest myself from myself. El catolicismo no es una convicción individual, no es una experiencia privada. Existe por encima del ser subjetivo, del individuo, que en el catolicismo aprende a desinteresarse de sí mismo, es decir, de la persona que lo sacó de sí mismo y su verdadero ser para hundirlo en sí mismo, dijo aquel sacerdote de Chicago antes de salir al mundo para encontrarse y fundirse con el obispo que andaba en Roma a pasos como mazas, sobre mi cabeza, y al que yo le había inventado una historia de amores en los muelles de Annapolis. Ahora me daba cuenta de que cierto sacerdote de Chicago que me habló vehementemente de sí mismo para olvidarse de sí mismo no era absolutamente distinto del hombre que me es-taba hablando ahora en via Appia: los dos eran increíblemente el mismo individuo. Debajo del aspecto del obispo apareció el antiguo conocido de Chicago, aunque tampoco fuera improbable que mi antiguo conocido de Chicago estuviera esta noche en otro sitio, muy lejos, o muerto, y no se pareciera en absoluto a mi obispo americano en Roma, ansioso de establecer relaciones con el pasado, pobre pastor sin arraigo, obispo flotante, sin diócesis, desterrado, como un embajador de la antigua Roma en el banquete de una corte oriental bajo la amenaza de tribus remotas. América es la Roma de hoy, me dijo en Chicago el hijo del interventor del banco, Nueva Jerusalén terrena, ciudad de Dios en la Tierra, la Roma donde Cristo es hoy romano, americano, quiero decir. Tenemos la misión histórica de realizar el reino de Dios en la Tierra. Puede usted ser feliz, me dijo ahora, en Roma, casi diez años después, extendidas ante nosotros las riquezas agotadas del mundo, manteles exhaustos, una Torre de Babel de crema, bizcocho y merengue, en destrucción, arrasada, geométricamente despedazada, desmoronada pieza maestra de la pastelería. Puede usted ser feliz. Se han cumplido sus deseos sobre su joven amigo romano, il signore Fulvio, dijo el obispo. Parece muy probable que tenga su puesto en Montecitorio, su barbería, como usted quiso y me indicó monseñor Wolff-Wapowski, amigo de mi padre en Verona. Le regaló un sombrero y unos zapatos mi padre a Monseñor, hace ahora exactamente cuarenta años, dijo el obispo. Y así el padre del obispo dejó de ser instantáneamente interventor de banco para transformarse en amigo de WW, agente secreto, espía en Italia, o eso decía Carlo Trenti.

Tendrá il signore Fulvio su barbería, como el padre de usted, dijo el obispo, que definitivamente no era el sacerdote que me habló en Chicago, con el que yo acababa de confundirlo, como yo no era el estudiante que se cruzó con el obispo en la American Catholic Historical Association, puesto que aquel estudiante era hijo de un barbero. Salí de quien había sido hacía unos segundos, me alejé de ese chico católico hijo de barbero, mi entrañable yo transitorio de Chicago, y volví a la fiesta romana. Tocaban los músicos. Cada pantalla se dividía en cientos de micropantallas e imitaba el panel de fotos de bebedores de muchas noches que miré diez noches en el bar de un hotel de Manchester donde pasé diez días del año 2000. Los jardines se habían llenado de bebedores y sombras, criaturas encantadas en el bosque, y quieta, ante un ciprés, como una salamandra en el muro, mientras el cigarro Sénior Service se consumía en su mano sin ser llevado a los labios y el hielo se disolvía en el vaso, encontré a mi professoressa de Bolonia, la especialista en semiótica más alabada y comentada de su generación. La siguen un inmenso número de imitadores. Fui a rendirle homenaje, sorprendido de verla en la fiesta romana, pero me espantó su horrible belleza desaforada: mi professoressa ha perdido el control sobre la propia expresión. Está pensando en alguien que la ha sacado de sí misma para hundirla en sí misma, como dijo el sacerdote de Chicago desengañado del amor, vestida de negro, de una oscuridad radiante. Había anunciado una línea de lámparas la cosmopolita semióloga boloñesa de éxitos mundiales. Había anunciado un coche sueco. Había anunciado los ideales pluripatrióticos de la nueva Europa. Aparecía en revistas especializadas en vida esplendente: salones y bibelots opulentos, fortuna y buen gusto, interiores protegidos y luminosos, coches armadura fabricados por consorcios que cuentan con división armamentística, una patria rica en historias y aventuras y obras de arte, Europa. Resplandeciente, más que bellísima, un poco envejecida, mi professoressa me recordó una moneda de los tiempos de Vespasiano y la caída de Jerusalén y la destrucción del templo, la efigie de Judea cautiva: una mujer al pie de una palmera, la mano pesarosamente en la sien, o en el oído, sujetando el teléfono móvil, arrebatada de pronto la professoressa X, en pleno idilio inalámbrico, telefónico. Ahora es Porcia, la esposa del traidor Bruto, que levanta el punzón para herirse a sí misma, pintada por Elisabetta Sirani. He visto una reproducción en el gran éxito editorial de la professoressa X, Donne Demone .

Sufre mi professoressa X una amorosa transfiguración en el jardín, tronchada la cabeza como la pantalla torcida de una lámpara. La luz de un farol proyecta en los setos su sombra, moneda de oro negro sobre las hojas, Porcia en el momento de hundirse el punzón en el muslo. El conspirador contra César se angustia en citas secretas a la busca de cómplices y vuelve a su casa mudo y escondido en sí mismo: que nadie lea en su cara el futuro crimen. No duerme, ajusta el plan, reconstruye los pasos dados, retrocede y avanza, imagina los pasos del día siguiente, en la cama, con su compañera de cama, que nota cómo Bruto resuelve en su alma algún proyecto peligroso y difícil, impronunciable. La professoressa, atenta al teléfono, en vilo espera las palabras de su Bruto, el economista X, Mazotti, y empuña el teléfono como Porcia empuñó una cuchilla de esas que los barberos romanos usaban para cortar las uñas. Al fondo se agitan las criadas de Porcia, los bailarines de via Appia, y Porcia, X, se hace en el muslo un corte hondo, y sangra en un escalofrío de fiebre y dolor, el teléfono en el oído. Comparto tu cama, y ni siquiera compartes conmigo tus pensamientos secretos, ya he demostrado que resisto el dolor. En la tortura soy invencible, dice Porcia con labios temblorosos, temblando, estremecida por la voz en el teléfono, boca abierta, ojos cerrados. Se abrieron los ojos. X me vio, mirándola. Está con la ragazza, dijo, y volvió a su cúpula del placer, pintada en 1664 por Elisabetta Sirani, que murió un año más tarde, a los veintisiete años, la misma edad en que murió mi madre. Porzia che si ferisce alla coscia , se titula el cuadro, inolvidable pierna desnuda. Me alejé. Dejé a la professoressa X, oída y grabada por policías públicos y privados desde los aparcamientos oficiales de la fiesta y los aparcamientos de las catacumbas de San Calisto, grabado, transcrito, multicopiado, difundido el diálogo amoroso del economista X y la professoressa X, circulando en decenas, centenas, miles de ejemplares, nueva Lolita, Light of my Life, my sin, my soul, mi sol, mi ser, luz de mi lar. Está con la ragazza, repitió la professoressa en su gripe de amor, en su tramo misteriosamente vacío del jardín. De noche, cuando las flores son negras, vuelven aquellos que una vez pasearon por aquí. Pesan como el aire. Ni los nota mi professoressa.

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