Justo Navarro - Finalmusik
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Era un palacio de viejos jardines, blanco y sin ornamentación, de los años fascistas. Vi los focos de luz verde y las candelas rojas, y no supe dónde ocurría exactamente lo que veíamos en las pantallas que duplicaban la fiesta: focos verdes y candelas rojas, y los invitados, que no eran los mismos invitados que me rodeaban, aunque también eran felices y numerosos, cada vez más numerosos, en las pantallas y en la realidad, mientras dos orquestas tocaban al unísono, en alto, sobre dos piscinas, y la multitud bailaba. Era la fiesta de agosto, Ferragosto en via Appia, las Ferias de Augusto, el que le cortó las piernas a su secretario por traición. Me lo contó monseñor Wolff-Wapowski.
Recibí una llamada telefónica inesperada, y toda llamada telefónica tiene algo de esa brutalidad del molestar y ser molestado, por mucho que nos alegre la llamada, y sobre todo cuando no es la llamada que más nos alegraría. No era Francesca. No era todavía la invitación a la fiesta en via Appia, entre desconocidos. Era mi padre. Quería saber si todo se había arreglado, es decir, si yo seguiría en Roma hasta el invierno y la primavera y el verano futuro. Todo está arreglado, dije, pero volveré pasado mañana, el domingo, si funcionan los aeropuertos, existe un ultimátum islámico contra Italia. Volveré por el momento a Granada, a un hotel, tengo una proposición que haceros, digo. Cojo un lápiz, escribo la cifra de 100.000 euros en el margen de la página de Gialla Neve donde se inicia la batalla de Nikoláievka para romper el cerco soviético. Me gustaría venderte mi parte de la casa, he reservado habitación en un hotel, continúo, e inmediatamente me arrepiento de mentir: no he reservado ninguna habitación. Corrijo. Sustituyo un 0 por un 2. 120.000 euros. Es como si me hubieras adivinado el pensamiento, dice mi padre, yo iba a proponerte algo parecido.
Me sometí a la rotunda eficacia controladora del Comité de Recepción, cuatro señoras rubias, tenistas o nadadoras o presentadoras televisivas o torturadoras, de espléndidos brazos y muñecas y dedos y clavículas y traje negro sin mangas. Animales masculinos perfectos vigilaban la entrada al palacete donde una cadena de televisión productora de películas organizaba la fiesta. No era el pavor del ultimátum islámico, que se cumplía a medianoche, la desconfianza hacia los conciudadanos, aunque vayan en ropa de gala y se apeen de coches que abren chóferes o guardaespaldas, ni la desconfianza hacia uno mismo (yo, por ejemplo, nunca sé cómo reaccionará un detector de metales a mi paso. ¿Zumbará?). Era la garantía de que en la fiesta sólo entraban invitados, el rosa y carnoso príncipe de la Iglesia polaca, por ejemplo, que me mira, A usted lo he visto en otra parte, piensa, y sospecha la presencia de un perseguidor profesional, yo. No me acaba de reconocer, no recuerda haberme visto en el despacho de Monseñor. O no me vio. Un joven lo acompaña ahora, en smoking, renqueante, con bastón. Parece detenerse el joven, lo rozo con la mano, toco su brazo, el espléndido tejido de la americana negra, y se vuelve hacia mí, gafas negras en el anochecer azul, entre los árboles. Yo a usted lo conozco, dice el joven en smoking, y el príncipe de la Iglesia polaca, Ziemnicki, me mira con doble intensidad. Yo a usted lo conozco de via delle Botteghe Obscure, lo he reconocido en cuanto me ha tocado, tartamudea el joven, pero es un tartamudeo culto, distinguido, un signo de reflexión, de maquinaria mental en funcionamiento. Levanta el bastón blanco, como un cetro, rey de la oscuridad. Sí, nos encontramos hace tres o cuatro días ante la iglesia de San Estanislao de los Polacos, crucé con él la calle, y ahora está aquí, transformado por los focos de la fiesta, el smoking, la proximidad del palpitante príncipe de la Iglesia polaca. Veo en un relámpago mental la habitación o sacristía horrible en la que ha quedado abandonada la chaqueta invernal y vieja de hace cuatro días, y el joven ciego acompañante de Ziemnicki me parece más corpulento ahora, como si hubiera ido descalzo el día que cruzamos juntos via delle Botteghe Obscure, y más rubio. La felicidad tartamudeante con que su amigo decía reconocerme alegró la cara del príncipe eclesiástico de Cracovia, monseñor Ziemnicki, rosa, de labios móviles que de pronto anhelan hablar, pero no sonriente, aunque la cara ancha parezca sonreír sostenida por el alzacuello negro, subagente alguna vez del agente secreto Wolff-Wapowski. El obispo me mira con ojos que impondrán mucho a las mujeres que pasen por su confesionario, y se va, vestido de resplandor negro, tragado por el pasadizo de cipreses que conduce a la música, y guiado por el ciego y su bastón insonoro sobre el suelo de tierra. Me dejan solo en la fiesta, probablemente promovida también por alguna oficina cinematográfica vaticana. Le gustaría mucho a mi padre, que ahora mismo estará besando el anillo del arzobispo, en Granada, celebrando nuestra futura transacción inmobiliaria, una especie de difícil y muy diferida operación de separación de siameses monstruosamente padre e hijo.
Tocan las orquestas, y no son de instrumentos exclusivamente electrónicos, replicantes, sino de violines y violas, dos bajos, violonchelos, trompetas y saxofones, clarinetes, un trombón, dos baterías, dos guitarras eléctricas, cuatro coristas, un ukelele, un arpa, dos órganos eléctricos y un piano de cola, dos disc-jockeys en smoking, sobre dos piscinas, reflejados en el agua, como las luces, duplicados, y se oyen risas prodigiosas, en los jardines, muy vacíos todavía. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena. Los invitados se saludan, estrechan manos, retienen algunas manos, o no ven la mano tendida, se abrazan, se besan, pasan sin mirarse, bailan, unas ochenta criaturas ahora mismo, en la música clónica en serie, sombras en las paredes blancas y reverencias operísticas, abrazos y besos, corbatas de los equipos de fútbol Roma y Lazio, Juventus y Milán. Diplomáticos de guardia en su embajada en agosto escuchan el discurso en voz muy baja de un cirujano célebre. Una riente belleza cadavérica deja que le besen la mano los caballeros del jardín. Fulguran las pantallas y no vemos exactamente lo que vivimos en este momento. Hay hombres-cámara entre los invitados, fotografiándonos y grabándonos, y, al fondo de los jardines, dos mesas de cincuenta metros, manteles blancos y manjares verdes, blancos, rosados y rojos, botellas, enfriadores y cubiteras. Circulan camareros orgullosos. Una trama de mosquitos está atrapada en cada luz, y los jardines son una selva verde incandescente, y al pie de un árbol encuentro un cubo de cáscaras de naranja tumefactas y una toalla sucia con un lema: Capri Club. Han llegado doscientas personas más, el mundo bélico-policial-cinematográfico de Gialla Neve , financieros, criaturas de Estado, constructores, el ejército y las sociedades de Antiguos Combatientes, compañías ferroviarias y automovilísticas y aseguradoras, la Cruz Roja, Hollywood y el Vaticano, la embajada rusa, abogados, eminencias académico-televisivas, deportivo-televisivas, eclesial-televisivas, costuril-televisivas, castrense-televisivas, concesionarios de privilegios gubernamentales, los seres de moda, en posiciones provisionales siempre, reuniéndose, apresurándose, chocando, vacilando, tambaleándose de felicidad, arrojados a la música, bailando ante la casa luminosa de ventanas cerradas. No conozco a nadie, pero he creído ver al economista Franco Mazotti, de Banca d'Italia, y a todos me parece haberlos visto alguna vez, y ahora está la foto fija en todas las pantallas del alcalde de Roma, o de un doble del alcalde, y, junto al alcalde, está mi viejo amigo de Bolonia, Ga- litzini, o Graziadei, el asesor especialista en obras de arte secretas, Tiepolos y Tizianos que sólo han sido vistos en habitaciones privadas de casas romanas, napolitanas, sienesas, florentinas, ferraresas, venecianas, con sus ojos ansiosos de intimidad impersonal, el historiador que sólo se ocupa del arte que no figura en la historia del arte. Lo conocí en Bolonia. ¿Dónde está exactamente ahora mismo? Lo busco en el jardín mientras me empuja el futbolista triste que teclea en el teléfono móvil, como si llamara a un médico para pedir medicinas que den alegría, y me mira un segundo intentando adivinar si me conoce de algo, si ha tenido alguna relación conmigo, si alguna vez bebió o durmió conmigo o sólo me conoce de esperar ante un cajero automático. No me conocía, nadie me conocía, ni siquiera aquellos que no conocían absolutamente a nadie y buscaban agoniosamente a algún conocido de algún conocido. Allí estaba yo, en el jardín de trescientos invitados, admirando el sentimentalismo enérgico de los que se abrazaban y estrechaban y separaban para abrazarse y estrecharse y separarse después de ser multiplicados por los cámaras que recorrían la fiesta, círculo amplísimo de elegidos, clan de amores y matrimonios cruzados. No me veo en las pantallas cuando pasan las cámaras, como si yo viviera en otro momento, un minuto antes o un minuto después. Me habla una señora que no tiene nada que decirme. Usted espera a Piero, dice, así que puede usted hablar conmigo. Le digo que no espero a Piero, y me dice que debo esperarlo, que vendrá, puesto que así se lo pedí. No le he pedido nada a nadie, a nadie conozco esta noche, le digo. Por eso vendrá Piero, dice la señora, traje granate y en el pecho una mancha de luz roja que atraviesa la copa de vino. Está sola, ha inventado a Piero para tomarme por acompañante. La orquesta toca Splendido, splendente y en la pantalla, sobre los músicos, avanzando hacia la cámara, impetuoso, como si cayera y caminara por el aire a pasos desesperados, veo a De Pieri, Piero de Pieri, el hombre que conocí en el snack-bar del Ministero di Grazia e Giustizia, la misma admirable americana amarilla, la corbata a cuadros, el fulgor de las cosas deportivas y selectas. Ahora me besa en la cara, dos veces, encendido por el resplandor de los focos y por las leyendas que Fulvio difunde sobre el especialista con experiencia en África del Norte y Oriente Medio durante la Guerra Fría y ahora en la guerra afgano-iraquí, la conquista del Este, De Pieri. No me veo yo en la pantalla, aunque me busco, besado por De Pieri. Se alegra mucho de encontrarme, dice, y mira hacia los árboles, quizá en busca de pájaros exploradores, canarios, para la inminente guerra bioquímica. Es muy agradable la noche. Le pregunto si está operando en labores de prevención, y lanza grandes carcajadas el gran De Pieri, agente secreto, masón y neofascista, dice Fulvio, o en misión de propaganda para la SSSS, Società Studi Strategici Sicurezza. Todo va bien, conozco a todo el mundo, toda esta gente es gente estupenda, encantadora, dice De Pieri. Es elemental nuestra función, objetivos interpoliciales, llamémosles así, y yo podría decirte por qué estamos aquí cada uno de nosotros, qué compromisos nos han traído a via Appia esta noche. Usted sabe por qué estoy aquí, digo. Podría saberlo inmediatamente, dice De Pieri. Yo no lo sé, le miento, y mi confesión repentina le produce una nueva convulsión de risas y felicidad, y la música es más rápida, y los que eran doscientos ahora son cuatrocientos. De Pieri, con impulso suavemente intimidatorio, exige que le repita mi nombre, saca del bolsillo derecho de la americana dos teléfonos, elige el aparato marcado con cinta aislante naranja, se separa de mí, marca con mano distraída, caída a lo largo del cuerpo, a ciegas, petulantemente, mientras cuatrocientas voces me rodean, devorándose y desintegrándose unas a otras. Todos miramos al cielo de pronto, igual que De Pieri, esperando algo, las luces de un avión que vuela hacia el sur, y la casa blanca es una nave en la negrura espacial, y en las pantallas aparece el príncipe de la Iglesia polaca con su uniforme negro nocturno, como un comandante de las guerras interastrales, y su ciego rubio en smoking. De Pieri vuelve, despidiéndose a carcajadas de algún amigo telefónico. Ha sido besado con carmín muy cerca de los labios: ahora tiene dos bocas. Has sido invitado tres veces, dice, o tres personas han pedido que seas invitado. Te doy los nombres: Trenti, monseñor Franz María Wolff-Wapowski y Francesca Olmi. Tú sabrás por qué te invita la Olmi, si por Fulvio o por ella misma, y por qué te quieren aquí Trenti y Wapowski, anunció De Pieri. Yo quisiera saber por qué tenía poder sobre la fiesta la amiga que me había abandonado, mi Invisible, pero sólo pensar u oír su nombre producía en mí cambios orgánicos, detenimiento y aceleración del pulso, pérdida de lenguaje. Amor, amor, catástrofe, hundimiento del mundo. Te ha dejado, ¿no?, dijo De Pieri. Me obliga De Pieri a mirar hacia las pantallas, en primer plano los tics y rictus de la alegría, un pendiente de diamantes, unos labios y una dentadura. De cualquiera de éstos puedo decirte lo que quieras, dice De Pieri. Y entonces Francesca, vestida de blanco, cruza la pantalla principal y todas las pantallas, y reconozco el túnel de cipreses que conduce a los jardines y las piscinas y la explanada del baile, yo acabo de recorrerlo detrás de un ciego y un obispo polaco. La orquesta toca Angeli e Pianeti . El nombre de Francesca ilumina las pantallas, Francesca Olmi, intermitente, sobre caras de magnates televisivos, promotores deportivos, millonarios criminales, el círculo que adivinó Carlo Trenti, el círculo del killer Varotti. Puedo informarte de cualquier asunto que afecte a cualquiera de los invitados a esta fiesta, repite De Pieri, en infatigable vigilancia. Saca del bolsillo tres teléfonos, como aquel demonio que sacaba de una cartera tesoros, telescopios, misiles nucleares, un rubí, un palacio de hierro, un caza, la columna de Trajano, y ofrecía la bolsa inagotable, la riqueza infinita y la condenación, a quien quisiera vender su sombra. Yo podría pedirle a De Pieri que me contara todos los pasos de Francesca en las doce horas antes de que mataran a Varotti, su probable amante, según la hipótesis de Trenti. Pasó la noche con Varotti en un hotel, cerca de Stazione Termini, barato, nada extraordinario ni espectacular, dijo Trenti. ¿Cuánto ha cobrado Francesca por traicionar al pistolero? Puedo preguntar: ¿En qué hotel pasó la noche Francesca Olmi el viernes 6 de agosto, con quién? Es lo que me está ofreciendo De Pieri, el dueño de la bolsa prodigiosa que contiene las inagotables maravillas del mundo. Te doy la bolsa a cambio de tu sombra, dice, y recoge mi sombra del suelo, la enrolla como una alfombra y se la guarda en el bolsillo. Pero no compra: vende sombras. Pasan camareros con bandejas. Comienza el flujo hacia las mesas del banquete. Voy a pedirle a De Pieri el don maldito de que Francesca no tenga sombra para mí, el don de saberlo todo de Francesca, y uno de los teléfonos vibra y zumba silenciosamente en su mano, iluminándola de verde, y De Pieri se aparta, ladrón y traficante de sombras. Va dando voces entre los que dan voces. Siente un inmenso júbilo de hablar con quien habla, aunque un informador de la policía no debería ser tan ruidoso. Yo siento algo que podría confundirse con una vergüenza nocturna y solitaria, sin público, culpa o resentimiento de traidor, a pesar de que todavía no he llegado a traicionar a Francesca con De Pieri.
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