Justo Navarro - Finalmusik

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Seguimos al narrador de esta espléndida novela durante su última semana en Italia antes de regresar a su Granada natal y reencontrarse con su padre. Se despide de algunos de los personajes que han configurado su experiencia italiana: la limpiadora Francesca, con quien el último mes ha mantenido una aventura; el marido de ésta, Fulvio, ex boxeador; monseñor Wolff-Wapowski, polaco-alemán, encargado de la casa papalina en la que el narrador se aloja; Stefania Rossi-Quarantotti, profesora boloñesa de semiótica y antigua maestra y amiga, traumatizada por la relación que mantiene su marido con una chiquilla romana; el marido de la profesora, Franco Mazotti, prestigioso e íntegro economista de un gobierno corrupto, temeroso de que salga a la luz esa relación; o Carlo Trenti, el exitoso escritor de la novela cuya traducción el narrador está a punto de terminar a la vez que su estancia en Roma. De momento el narrador deberá regresar a Granada y cortar por fin el cordón umbilical que le une a su padre viudo. La consagración definitiva de uno de los escritores españoles más imprescindibles.

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Necesito hablar, y es más fácil hablar con personas lejanas, desconocidas, extranjeros que oyen nuestras más hondas intimidades y desaparecen, inexistentes en realidad, se irán, no volverán más, no nos verán más, no influirán sobre nuestro mundo porque no son de nuestro mundo, me entiende usted, decía la professoressa X, aunque no hablaba, cerraba los ojos para aspirar el humo a mayor profundidad pulmonar, su soplo divino. La muestra de confianza que iba a hacerme la professoressa era demostración de lo remoto que me sentía, en el pasado y en el futuro. Pensó que el auditorio podría necesitar una dosis de anestesia, y vertió mezquinamente gin en mi vaso y generosa tónica, y metió en los restos de hielo derritiéndose los dedos envejecidos, reumáticos exploradores polares, y extrajo unos cuantos cristales leves, gotas que le caían de las uñas, y los derramó en mi vaso. Usted no conoce a mi marido, no quiero hablarle de mi marido, sino de mí, naturalmente, dijo. No le hablo de perder a mi marido, sino de perderme yo. Nunca hemos sido exclusivos mi marido y yo, mi marido es más joven, nueve o diez años más joven, usted lo conoce, por otra parte. Siempre nos hemos tenido un amor matrimonial, distanciado, por así decirlo. Trabaja en Roma, Banca d'Italia, un verdadero jerarca de la economía italiana, puedo hablarle con total confianza porque usted no lo conoce en realidad, lo ha visto una vez, no nos conoce, ni siquiera recordará el nombre de mi marido, que para mí ahora es una pérdida, y no me refiero a mi marido cuando hablo de pérdida, sino a mí misma, a mi personalidad, por decirlo así.

Le pongo un ejemplo, eso que llamamos semiótica, mi vida, me aburre profundamente, óigalo bien, lo único que no me aburre ahora mismo son las llamadas telefónicas de mi marido, lo que más me ha aburrido en mi vida, se lo confieso. He llegado a dormirme de desesperación oyendo la voz de mi marido por teléfono, y no una hora después de empezar a oírla, sino dos minutos después de descolgar. Pero ahora me cuenta que me traiciona, que se acuesta con una chica romana, ¿sabe usted? Es decir, no me traiciona exactamente, me lo cuenta con pormenores, incluso, esta misma mañana, poquísimo antes de que usted llamara por teléfono, la chica le ha abierto el pantalón a mi marido, le ha cogido el uccello y se lo ha metido en la boca, o así me lo ha contado mi marido, con precisión.

Vivimos una situación de catástrofe probable. Las células fundamentalistas musulmanas podrían haber derribado mi avión por proyectil exterior o explosivo interno. Podrían haber comprado o islamizado al mozo de vuelo o a la azafata o a los pilotos, secretos conversos suicidas, o asaltarnos con misiles o cazas. Miles de escondrijos para microbombas sólidas y líquidas caben en treinta o cuarenta equipajes, si no existen telas explosivas impregnadas de sustancias radiactivas, monturas de gafas y suelas de zapatos de material plástico explosivo, detonantes en forma de joyas tropicales, periódicos impregnados de nitroglicerina, desayunos escuálidos de pan sintético y prosciutto & formaggio flamígeros, todos los increíbles adelantos de la ciencia del mal. Las Brigadas Abu Hafs al Masri anuncian la ignición total de Italia, o eso dicen los periódicos que he leído en el aeropuerto, y pueden empezar por el Airbus Isola di Monza, Roma-Bolonia, de las once de la mañana. La policía por mi propia seguridad podría detenerme, desnudarme, examinarme con rayos X mientras soy olido por dos perros lobos especialmente adiestrados para no morder a su presa, sólo aterrorizarla, humillado por mi bien y por el bien de Italia. Nada ocurre. Atravesé todos los controles, volé meditando sobre la volatilidad de la vida, dormido, humillado y aterrorizado, no fui detenido por el conserje invisible de via Zamboni 9. Superé la mirada de los monstruos de los capiteles. La gorgona gótica de una sola cabeza y larga cabellera casi albina, la señora Kürnberger, me franqueó la entrada y me guió hasta mi professoressa catastrófica, enferma.

Esto es una especie de infección, dijo, y tenía la voz rara, no sólo de alcohol y tabaco, faringítica, sino desposeída de algo, mutante. Mi marido me está dejando, o me ha dejado ya, dijo, pero nada ha cambiado, porque todo nos lo hemos contado siempre y nos lo seguimos contando, con quién nos hemos acostado, por ejemplo. Hemos sido felices contándonos estas cosas, nos hemos reído mucho y hemos llorado también, y ahora mi marido me cuenta el caso de la chica de Roma, pero no nos reímos, ni lloramos, no lloro, entiéndame usted. Se ha vuelto reticente mi marido, y brutal, no me contaba nada de la chica porque ni siquiera tenía importancia, dice, la chica era un aburrimiento, en la cama y fuera de la cama, idiota, lo normal a su edad, diecisiete o dieciocho años, un inaguantable aburrimiento, como ahora la semiótica para mí, y luego empezó a ser importantísima, vital, la chica, digo, así que tampoco podía contarme nada mi marido, Franco, usted cenó con nosotros un día.

Así fue. Éste es el alumno del que te cuento, diría a su marido la professoressa, remitiéndose a nuestra expedición al sofá. Reirían o llorarían, alegres o desdichados, o alegres y desdichados. El exceso de dolor genera cierta modalidad de risa y la plenitud de alegría produce lágrimas.

No era únicamente mi condición de desconocido de paso, extranjero, fantasma, a punto de desvanecerme en impalpabilidad a través de la ausencia, lo que interesaba a mi professoressa X. Había valorado mi presencia en Roma, mi probable asiduidad a cafés y bares, mi capacidad de desaparecer permaneciendo en mi sitio, mi tendencia evidente a la invisibilidad, que tiene su atractivo, dijo la professoressa con percepción semiótica, fisiognómica. ¿Conoce usted el Caffè Boiardo, en via Boiardo? Allí está la chica. La primera vez que oí hablar de la chica tuve una impresión de cosa insignificante, escuálida, indiferente, un aburrimiento, pero ya sabe usted, también existe el gusto por lo visto y oído muchas veces, el placer de la repetición pornográfica, no me desagradaba del todo volver a oír hablar de la chica, y luego la repetición se transformó en irritación, en repugnante desprecio por la puttana romana lolitesca, lo diré así, espía de la policía, confidente, puta. Muchas cajeras de bares se llevan a los viejos a apartamentos próximos al local para un polvo rápido, una scopata sparata, creo que precisó exactamente la professoressa, principessa de la semiótica. Estas chicas son recolectoras de información policial, spie esperte in pompini, soplonas especialistas en mamadas, y yo sentí hacia la chica un desprecio absoluto, y me di cuenta de que el desprecio era fundamentalmente un modo de envidia, un tipo de envidia superior, superlativa, dijo la professoressa. He alcanzado una plusmarca mundial de envidia, resentimiento y rabia y odio, es decir, una plusmarca de profunda vergüenza. No la ha visto nadie, a la chica, es impresentable. Amigos y amigas comunes me han hablado de otras aventuras de Franco con presentadoras o heroínas de reality show, e incluso con la diputada de Alleanza Nazionale que mordía la medalla con la efigie del Duce cuando se corría, y con dos astronautas rusas, pero a la cajera del Caffè Boiardo la rodea un silencio rotundo. Y también calla Franco. No quiere mentir, pero tampoco quiere decir la verdad. Yo diría que le falta franqueza, Offenherzigkeit, pues no suelta toda la verdad que conoce, pero no sinceridad, Wahrhaftigkeit, siempre en términos kantianos, para entendernos. Creo que dice con verdad todo lo que dice.

Había cambiado poco el despacho de X en cinco años, aunque algo había cambiado el color de las torres de libros recibidos todos los días desde todos los continentes con encuadernaciones y portadas que ahora van del amarillo pálido al anaranjado, según las modas editoriales, en sustitución de los verdes y azules de 1999, si la memoria no es daltónica siempre. Los libros llegados en las últimas semanas, en el último año, aún no habían asaltado los anaqueles de la biblioteca para ser perpetuamente escoltados, atrapados, ocultados u obstaculizados por un ejército de tazas, estatuillas de animales y homúnculos, un martillo, una balanza, tres jeringas, dos inhaladores para el asma, trofeos y souvenirs turísticos y académicos. Toda esta turba polvorienta de tazas y trofeos había caído en una especie de invisibilidad visible después de ser vista muchos días durante muchas horas inconsciente e inevitablemente. Sólo yo veía ahora, como cinco años antes, la postal de Lord Rochester y su mono, junto a la radiografía enmarcada del interior de una maleta con, entre ropa y utensilios de baño, un revólver de aspecto cinematográfico, Serie Negra o Serie B, en un color verde enfermizo, mucho más enfermizo que la última vez que lo vi. Sólo yo veía mi foto junto a X y aquel joven experto en obras de arte desconocidas, Casadei o Graziadei o Galitzini, conocedor de pinturas secretas, escondidas en palacios, descubiertas en un garaje después de una guerra, el perro repugnante de una princesa de Borbón pintado por Tiepolo, o la nieta de Tiziano pintada por un Ti- ziano tembloroso, o la naturaleza muerta de un ignoto bodegonista holandés que pasó por Palermo. Fue mi amigo aquel Galitzini, de ojos que parecían buscar siempre en un plato suculento, especialista de la intimidad impersonal. Sólo yo veía los portarretratos con las superheroínas de la factoría Marvel, vigilantes de los libros, miles de libros, del suelo al techo, una acumulación descomunal de palabras momificadas que circularía vertiginosamente por el sistema neuronal de la professoressa X. Sólo yo veía la maqueta del avión de Lufthansa y el ennegrecido tapón de botella con forma de chimenea de central nuclear u hongo de explosión atómica, un tapón de botella que golpeó su frente en un lejano cotillón de fin de año en Sils María, y, detrás de la escalera de mano que sirve para alcanzar los anaqueles más altos, la reproducción reducidísima, en una caja de cristal y madera, del dormitorio donde Holofernes perdió la cabeza, incluyendo cortinones y tapices miniatura bordados a mano en oro, sábanas blancas manchadas de sangre, la mesa, la vajilla y los candelabros, además del cuerpo decapitado de Holofernes, y Judit vestida de princesa y acompañada por una sierva vestida de sierva, la espada en la mano derecha de Judit y en la izquierda la cabeza cortada de Holofernes, general de Nabucodonosor, rey de toda la tierra. El paso del tiempo, cinco años, ha disipado el pegamento y ahora la cabeza está en el suelo. El pelo de la cabeza caída es pelo real, no masculino probablemente. Una monja se lo cortaría a sí misma, y se pincharía en un dedo con un alfiler para empapar de sangre las sábanas y las alfombras. Esta pieza es obra de monjas en un convento de Nápoles: el aburrimiento infinito produce estos efectos virtuosos. Donne Demone (Arnaldo Mondadori Editore S.p.A., Milano, 1996) es el mayor éxito de la professoressa X, un estudio sobre la representación en la iconografía occidental de Judit la decapitadora, y Dalila, que cortó la cabellera de Sansón, y Yael, que taladró con un clavo la sien del capitán Sisara, y Porcia, que se atacó a sí misma con un punzón, y Cleopatra, la de la culebra venenosa de cuello extensible, y las superheroínas Mary Marvel, Black Widow, Man-Killer, Invisible Girl, Phoenix, Ultragirl, Valkyrie, Tundra, Cat, Gamora, Mantis, Mujeres Demonio. Sólo yo veía ahora las fotos de la professoressa X en estrados de prestigio internacional y en compañía de los auténticos superhéroes mundiales, sabios y estadistas y magnates. Y ahora mismo la veía, real, rodeada por su maquinaria de poder, tras la mesa de despacho y sus millones de papeles, en su sillón de cuero verde, desde mi silla, al otro lado de la mesa, siguiendo los movimientos de la mano envuelta en una soñadora columna de humo.

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