Justo Navarro - Finalmusik

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Seguimos al narrador de esta espléndida novela durante su última semana en Italia antes de regresar a su Granada natal y reencontrarse con su padre. Se despide de algunos de los personajes que han configurado su experiencia italiana: la limpiadora Francesca, con quien el último mes ha mantenido una aventura; el marido de ésta, Fulvio, ex boxeador; monseñor Wolff-Wapowski, polaco-alemán, encargado de la casa papalina en la que el narrador se aloja; Stefania Rossi-Quarantotti, profesora boloñesa de semiótica y antigua maestra y amiga, traumatizada por la relación que mantiene su marido con una chiquilla romana; el marido de la profesora, Franco Mazotti, prestigioso e íntegro economista de un gobierno corrupto, temeroso de que salga a la luz esa relación; o Carlo Trenti, el exitoso escritor de la novela cuya traducción el narrador está a punto de terminar a la vez que su estancia en Roma. De momento el narrador deberá regresar a Granada y cortar por fin el cordón umbilical que le une a su padre viudo. La consagración definitiva de uno de los escritores españoles más imprescindibles.

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Se había ido iluminando WW, piel blanca, papel blanco ante una lámpara. Estoy desmoralizado, dijo. Permítame que se lo confiese, estoy desmoralizado. Se lo confieso a usted porque no me conoce y no hablará de mí. Le ruego que no hable de mí. Pero, en la desmoralización, ¿no nos acercamos a la verdad? ¿No vemos entonces más verdaderamente las cosas? Así está escrito, dijo Monseñor en su desmoralización radiante. ¿Sabe usted lo que hizo Augusto? Le cortó las piernas a su secretario porque vendió una carta por 500 denarios. ¿Qué le parece? No me querían los polacos porque mi padre era alemán, los alemanes me desprecian porque mi madre era polaca, ni alemanes ni polacos se han fiado nunca de mí, es decir, nadie se ha fiado nunca de mí, ni siquiera mi padre, ni mi madre, que murió en una iglesia. Pero yo también he sentido deseo de paraíso, sin ese deseo seríamos incapaces de hablar sin mentir. Y, a pesar de mis buenos deseos, he mentido. ¿Usted no? Le voy a decir algo que nunca le habré dicho cuando termine de decírselo. Permítame un poco de vanidad: he trabajado para cuatro papas, sin puesto reconocido ni mención en ningún directorio. He sido un soldado de la Iglesia. He sido feliz, dijo resplandeciendo de serenidad. Y entonces se abrió la puerta y entró un personaje de la historia que me estaba contando: un limpio, carnoso, rosa y palpitante príncipe de la Iglesia polaca. Le tendió las manos a Monseñor, lanzó grandes voces en polaco mientras se apretaban y se besaban las manos mutuamente, rio, o lloró, y desapareció. Ya se lo he dicho, no les gusto a los polacos. Vea a monseñor Ziemnicki, que una vez fue mi joven discípulo, ahora tan envejecido: ¡Ziemnicki vuelve a la juventud en su extraordinaria euforia de este momento, ríe y llora de emoción en mi despedida fulminante, juzga despia-dadamente y me condena a envejecer y morir solo, a dejar esta casa hoy mismo! Eso da miedo. Cuando uno se aleja, las cosas se ven más claras. Y entonces es como si se acercaran para hacernos daño. ¿No es así?

III. CONFESIÓN EN BOLONIA

Entonces me fui en avión a Bolonia. Huí de la mañana que ante mí se abría interminable, otra vez en ansia de viajar, ansia de no estar exactamente donde estoy. Tengo invertido el instinto común de poseer un espacio y una casa y una identidad fija. Llego a un sitio y ya me estoy yendo o ya estoy pensando en el momento de irme. Así que llamé a Bolonia, a la professoressa X, que me enseñó semiótica y análisis de fenómenos semiósicos en 1999, hacía cinco años. La professoressa estudia asuntos esenciales: la tipología de los cuellos de camisa femeninos y masculinos en el siglo XX como signo de los modos de vivir, o la presencia de simios en pintura de los siglos XVI y XVII, el mono de Lord Rochester, por ejemplo, en el retrato de John Wilmot, segundo conde de Rochester. Yo lo recuerdo porque este Rochester se parece mucho a una foto juvenil de mi padre, y el mono de Rochester tiene un libro en la mano, como mi padre en la primera foto que se hizo con la negra toga de abogado en ejercicio, antes de que encargara togas que parecieran ya usadas muchos años antes y heredadas de su padre, que no fue abogado, sino sacristán en una parroquia. Rochester, tan igual físicamente a mi padre joven, fue un genio, cortesano y poeta vicioso, un disoluto al servicio de un rey de Inglaterra pobre, alegre y vendido a los franceses. Tenía Rochester debilidad por el placer, que en el fondo le fastidiaba como un agente secreto infiltrado en su interior para sembrar división. Se arrepintió de sus corrupciones. Se entregó a Dios a la hora de morir, muy pronto, a mi edad de ahora, para disfrutar de la vida eterna después de haber celebrado los placeres de la vida breve, o así lo contaba un obispo hijo de abogado, como yo. Man differs more from man than man from beast: esto es de Rochester.

Pienso en el mono de Lord Rochester mientras espero oír por fin, al teléfono, la misma voz de hace cinco años, no la voz de la professoressa, sino la de su asistente alemana, germánica señora de compañía o secretaria-guardaespaldas con acento de Baviera y ori-ficios irritados (ojos, nariz y boca), enrojecidos siempre, rojeces que me recuerdan el color de las casas de Munich y parecen signo de un ataque de alergia perpetua en los párpados, las aletas de la nariz y el filo de los labios. Soy yo, el traductor español en viaje de trabajo, y quisiera hablar con la professoressa X. La señora Kürnberger repite mi nombre en voz alta, dos veces, con acento de Munich. Estoy viendo la habitación mentalmente, tal como la vi en otro tiempo. Estoy viendo en su sillón verde a X, que oye el nombre del que llama, y niega con la cabeza, No estoy. Yo la he visto hacerlo así alguna vez. Yo he dormido con la professoressa dos veces, exactamente, únicamente dos veces, en otro tiempo. Entonces me parece oír la voz de la professoressa. Un momento, dice Kürnberger. Sí, un momento, le habla.

Pasaré el día en Bolonia, digo, tengo que ver al escritor Trenti, el Hombre-Éxito, medio millón de ejemplares vendidos de la trilogía Gialla Neve , crímenes italianos en la guerra de Rusia de 1941 y 1942, que yo traduzco para España y América, le plantearé algunas dudas de traductor esta tarde. Y la professoressa dice: Estaba pensando en usted esta mañana y usted ha llamado, un caso de telepatía, fenómeno comprobado estadísticamente. Creía que me trasladaba al pasado, cinco años atrás, pero estaba adivinando el futuro con una hora de anticipación, dice X. Venga a verme a las dos y media, después de la comida, si a esa hora no está usted con su famoso escritor de crímenes.

Yo ni siquiera había llamado aún al novelista, sólo padecía un ansia insuperable de alejarme de Roma. Sin llamarlo me acercaría a su casa, porque daba por supuesto que Trenti no estaría en Bolonia en agosto, pero prefería comprobarlo en la misma Bolonia, para que me fuera absolutamente imposible suspender el viaje. No fui a Bolonia para ver a Trenti, sino para dejar de no ver a Francesca en todas partes, inmediatamente después de intuir que nunca aparecería si la buscaba yo. A Trenti me lo imaginaba nadando en el Adriático, o en las islas griegas, o en las Baleares, de vacaciones. Es agente de seguros en la Mutua Reale, con oficinas en el Palazzo del Gas, via Marconi, probablemente millonario por sus novelas, sus tres primeras novelas, Gialla Neve I, II, III , que ahora serán una película para cine y televisión. Si está en Bolonia, tengo pensado verlo, por supuesto. Ya conozco su casa en via Stalingrado, bajo el puente de Stalingrado, y Trenti es acogedor, como Bolonia, como su querida esposa ferrarense, sin hijos, aunque Trenti tiene un hijo de treinta años, como tú, me dice Trenti, muchacho perdido en Turín en misteriosos trabajos electrónicos, científicos, un auténtico extraño, dice Trenti, lo que permite la comunicación entre nosotros, padre e hijo, algo muy distinto de cuando nos veíamos con frecuencia y prácticamente no hablábamos porque cuanto se dijera podía ser utilizado contra él o contra mí, dijo Trenti. En los desconocidos, en los completamente extraños es fácil confiar, me dice, y, cuando uno necesita hablar con alguien, tiene suerte si encuentra al desconocido adecuado. Uno puede revelar lo más íntimo a un extranjero, me dice Trenti, porque se irá y se borrará y no nos verá más. No influye en nuestro mundo, no es de nuestro mundo. No existe. Y así ahora veo a mi hijo y le hablo con mucha confianza, toda la que un extraño merece, dijo Trenti.

No llegué a via Stalingrado, sino a via Zamboni 9, a la casa roja de columnas en el pórtico y monstruos entre el follaje de piedra de los capiteles, humanoides animalescos en relieve, no mirados por nadie, olvidados, polvorientos en agosto y ocultos bajo la nieve en enero, ensimismados como esa gente que se aparta, se sube a una columna y se enquista en sí misma. Me espera en su apartamento del piso más alto la professoressa X, eminencia mundial en semiótica, estudiosa de la publicidad en cajas de fósforos a lo largo de la historia, la triple armonía entre los tipos de asesinato en las novelas de Agatha Christie y los pasteles de carne ingleses y la evolución del sufragio en Gran Bretaña, Simenon y el catolicismo, Maigret y los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, el arte y los monos. La obra magna de X explica en 1.726 páginas una sola línea de Dante, Infierno XXXI, verso número 67, Raphel may amech zabi almi, cinco palabras sin idioma conocido, hebreo desfigurado por la soberbia y la confusión de las lenguas en la Torre de Babel, culpa de Nemrod, hijo de Kus, hijo de Cam, hijo de Noé el Navegante Ebrio. Entonces todo el mundo era de un mismo lenguaje, todos maniáticamente de acuerdo en fabricar ladrillos y edificar una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos. Hagámonos famosos, un solo pueblo, una sola lengua. Nada nos será imposible. Bajaron entonces a la tierra agentes provocadores, espías, la Quinta Columna de Dios, confundieron la lengua de los que trabajaban. Nadie se entendía con nadie. Inoperantes, divididos, dejaron de edificar la ciudad. Se desperdigaron por toda la tierra. El pecado no fue la soberbia de levantar una torre hasta el cielo, sino el entendimiento entre todos, el trabajo, la organización, la unidad, decía la professoressa X, bebedora meditabunda o eufórica de gin-tonic, ginebra y unas gotas de agua especial, sacramento, vino y agua, de educación católica. Poseía una capacidad superheroica de saltar del año 1300 al 2020, de Babel a Roma y a Washington, del rey Nemrod a Brennan, jefe en Italia del espionaje americano en 1946, cuando se imprimió el Manuale di Intelligence per la propaganda occulta o arte de producir falsos incidentes para transformar la opinión y la realidad, pretextos para una intervención diplomática y, en casos extremos, para desencadenar una guerra. La professoressa, además de ser dueña de un raro ejemplar del Manuale , dominaba la estrategia de la conversación sin fin o suspendida momentáneamente en la cama, dos veces. Nos acostamos dos veces, me acuerdo bien. «Ven», me dijo, una sola palabra tan enigmática como la más enigmática línea de Dante, Raphel may amech zabi almi, palabras tan sin significado que pueden contener los significados más hondos, sin fondo.

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