Tengo cincuenta y cinco años, me dice hoy, martes 10 de agosto de 2004, mi professoressa. La última vez que la vi, hace cinco años, tenía, según la secta de sus seguidores y biógrafos oficiales, cuarenta y cinco. Había envejecido diez años en cinco, cinco años intensísimos. Le había crecido mucho el pelo a la ayudante alemana, ahora de larga melena ceniza, dama medieval resfriada por un frío de galerías y mazmorras góticas o aire acondicionado a 20 grados centígrados fijos, humo y polvo y el aborrecible olor a tabaco rubio automáticamente fumado, libros inundando los corredores y en el suelo periódicos en once lenguas diferentes. Qui ebbe la sua prima sede l'Accademia di Letteratura e di Storia Polacca e Slava Adam Mickiewicz. Fondata in Bolonia nel 1879, dice una placa en el portal de la casa. En este mismo edificio hay un Studio Legale, un Studio Dentistico, una misteriosa sociedad llamada (Lacrime di) Coccodrillo y una Casa Editrice especializada en publicaciones químicas, médicas y matemáticas. Nadie vigila el portal, ni la calle, mundo en paz, muy lejos de las milicias que patrullan el aeropuerto Fiumicino de Roma y el Guiglielmo Marconi de Bolonia, perro y metralleta, dedo en el gatillo, chaleco antiproyectiles en kevlar, pistola 9 mm Glock 17, botas de asalto, perros de magnífico pelaje alimentados con productos energéticos para atletas de élite. Yo me refugio en la caverna del pasado, en la casa blindada de sabiduría de la professoressa X, papel, polvo y humo.
Pase, pase, oí su voz, llamándome desde un remoto abril de 1999. El pelo seguía teniendo el mismo color, pero, vista de espaldas, X me pareció más pequeña que en la memoria, como si se hubiera alejado, aunque yo me acercaba. Seguía en su sillón de trabajo, como la última vez que la vi, dándome la espalda, dándole la espalda a la puerta y al exterior, con el cigarro en la mano, Sénior Service era la marca de tabaco en 1999 y seguía siéndolo cinco años después. Allí seguía el paquete de tabaco, blanco, sobre la mesa, entre papeles, un compás, unas llaves, un monedero, unas pinzas, un inhalador para el asma. No se levantó X, me saludó con la mano que sostenía el cigarrillo, la derecha. Alargó la mano izquierda y apretó mi mano derecha y cerró los ojos, como para dar la mano al individuo que tenía dentro de la cabeza, en la memoria. Era a quien conocía, con quien había tenido relación, el recordado. En cinco años yo podía haber llegado a ser mucho más extraño de lo que fui entonces. Aproveché que tuviera los ojos cerrados para mirarla bien, profundamente, y abrió los ojos, y me dijo, telepáticamente, sin palabras: Me importa una mierda cómo me veas, sí, estoy hecha polvo, descuidada y corroída y carcomida. Movió la mano del humo, seguramente un gesto repetido desde el primer cigarrillo, igual que la manera de arrugar, torcer y empequeñecer la boca como aguantando la risa. No me mires mucho, quería decir aquel movimiento, no me importa lo que veas, pero no me faltes al respeto. La gran professoressa, que convertía a sus alumnos en secta internacional, era ahora un viejo fantasma adolescente, inmaduro. Los hombros, muy anchos y altivos en otro tiempo, ahora parecían, como si una invisible pluma de pavo real de cinco kilos de peso los hubiera tocado, elegantemente vencidos. La ropa se mantenía en su esplendor, bien elegida, bien planchada, camisa blanca y aro de oro en la muñeca. Un halo envolvía a la professoressa X e iluminaba el envejecimiento doloroso.
Padecía una gripe de agosto, y el resfriado le irritaba los ojos, dijo. La piel se había estropeado alrededor de los ojos, más grises que cuando los miré por última vez, pero el pelo conservaba intacta una negrura química, quebradizo. Apoyaba la mano en la sien, y el pelo, que le olería a tabaco, se quedaba aplastado y la cabeza parecía levemente deforme, deformada, como un efecto especial de película de mujeres vampiro, aunque sólo era la cabeza de una señora griposa, o resacosa, o resacosa y griposa, fumando Sénior Service, tabaco de Virginia fabricado en Italia con licencia británica. En la cartulina blanca del paquete de tabaco un velero de dos palos navega por el mar azul, hacia Occidente. Este olor y ese barco serán mañana el recuerdo de la professoressa X, más que la cama, dos veces. Los dedos que sostienen el cigarrillo ya no son exactamente rectos, las uñas cuidadas tienen algo de concha de animal reptiloide. La mano que fuma vuelve a moverse como si quisiera borrar la línea que ha dividido de pronto la frente de la professoressa. Una idea fulgurante le ha atravesado el cerebro y se le clava en algún lugar doloroso. La marca en la frente es una señal de pánico. Algo ha visto o está viendo mentalmente la professoressa, una traición. Se mira al espejo todas las mañanas. ¿Quién es la más bella del mundo?, pregunta. Eres tú, responde el espejo. Se mira. Desconfía. Esto no durará, piensa sensatamente, pero dura, duran los maravillosos hombros, los maravillosos labios, la maravilla del cuello y la piel y la nariz y los ojos y las sienes y el esqueleto maravilloso. Se adulaba. Se mentía como le mentiría un amante que no es consciente de sus mentiras. ¿Quién es la más bella? Tengo miedo a perder la maravilla. Hoy el espejo le dice que es la más vieja del mundo, o la más bella de la vieja Universidad de Bolonia, la más vieja de Italia, o la más vieja de la casa, una de esas criaturas desgraciadas que ponen toda su esperanza en el pasado: que todo vuelva a ser como fue, como era hace un instante. Cae y se rompe el vaso, cierras los ojos, los abrirás y el vaso estará intacto, sobre la mesa, en el momento inmediatamente anterior al descuido, antes del golpe y la quiebra.
¿Un gin-tonic? Un poco de gin, un poco de tónica, un poco de limón, un poco más de gin, está flojo este gin-tonic. Gin-tonic es una canción de Françoise Hardy. Sesenta años tiene la cantante de viejos adolescentes Françoise Hardy, cinco años más que mi professoressa ahora. Hace cinco años, Françoise Hardy le llevaba diez años. Yo no debería beber gin, evidentemente, por mi trabajo, es decir, por mis vitaminas, que me ayudan a traducir y tienen sus con-traindicaciones, sus incompatibilidades químicas. He pasado la noche en un garaje tonante, jupiterino. Llevo despierto quince horas, si no cuento los treinta y un minutos que he dormido en el vuelo Roma-Bolonia, del despegue al aterrizaje. Sólo un poco de tónica debería beber yo, pero mi professoressa mezcla bien tónica y gin y limón y hielo, con extraordinaria naturalidad, como mezclaba a Santo Tomás de Aquino y a los neopositivistas lógicos para estudiar los disfraces de los superhéroes de tebeo en relación con los pijamas para niños de moda en los años sesenta y la guerra soviético-americana. Bebimos gin, gin-tonic, mi primer trago de alcohol en muchos días, algo agrio y tóxico, que me hace pensar en el placer de pasar del Usted al Tú en el diván que hay frente a la mesa de trabajo, sesión sexual-psicoanalítica, hace cinco años, como si estuviera sucediendo ahora mismo, aunque ahora sólo bebamos gin-tonic y la professoressa me pregunte por mis traducciones, la novela policial del genio boloñés de la novela negra, crímenes italianos. Ya sabe usted lo que decía nuestro Augusto de Angelis, «Italia, tierra de los Borgia y de los Papas, hoy produce novelas policiacas, el fruto rojo de sangre de nuestro tiempo», recita la professoressa X, que sabe de memoria el equivalente a unos mil volúmenes de tamaño medio, mi Madame Memory.
Ha sido un clic y un apagamiento, dice la professoressa X. Dice Clic y el Clic produce el iluminarse de una batería de focos sobre el escenario teatral, iluminada de pronto la professoressa en su ofuscamiento evidente, físico y moral, alcohólico, levemente intoxicado, iluminada por la llama del encendedor que prende un nuevo Sénior Service, sin filtro. La inspiración de humo, dos bocanadas, impulsa una corriente de inspiración intelectual, o inspiración divina, más un nuevo gin-tonic, sin hielo, sólo gin y una sombra de tónica, limón viejo y mojado, arruinado el hielo en la cubitera, de la que escapan los estremecimientos del hielo triturado contra el hielo, derritiéndose. La professoressa hace una pausa, como tantas veces en las aulas de Bolonia, unos segundos de mutismo espectacular. No va a hablarme de la situación bélico- política, la guerra de Oriente, el análisis semiótico del ultimátum emitido por las Brigadas Abu Hafs al Masri para avisar al pueblo italiano de que Italia arderá eternamente si no depone ahora mismo al primer ministro. La professoressa va a invadirme con sus confidencias, no porque yo sea una persona de confianza, diría Trenti, el escritor de novelas de crímenes, sino por todo lo contrario, por ser yo un extraño casi absoluto.
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