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Fannie Flagg: Me Muero Por Ir Al Cielo

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Fannie Flagg Me Muero Por Ir Al Cielo

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Fannie Flagg, autora y guionista de la inolvidable Tomates verdes fritos, nos vuelve a llevar a los cálidos paisajes de Misuri para deleitarnos con las sorprendentes y prodigiosas experiencias de una octogenaria llena de vida, que hacen que una ciudad entera cavile sobre la vieja cuestión: ¿Por qué estamos aquí? Elner Shimfissle sabe que no debe hacerlo, pero ha vuelto a subirse a la escalera para coger higos de su árbol. Esta vez es atacada por un enjambre de avispas y cae al suelo, y la siguiente cosa que sabe es que ha emprendido una aventura que jamás habría imaginado, en la que vivirá los encuentros más extraordinarios. Pero las mayores sorpresas las vivirán sus parientes, vecinos y amigos, una panda de personajes tan variopintos como entrañables. A medida que va desplegando esta comedia de enredo, cada una de las personas cercanas a Elner va descubriendo algo maravilloso, y lo mismo le sucede al lector.

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Fannie Flagg Me Muero Por Ir Al Cielo Título original Cant Wait to Get to - фото 1

Fannie Flagg

Me Muero Por Ir Al Cielo

Título original: Can't Wait to Get to Heaven

Traducción: Juan Soler

A mi buena amiga Peggy Hadley

Hay dos formas de vivir la vida.

Una, como si no hubiera milagros.

Otra, como si todo fuera un milagro.

Albert Einstein

Elmwood Springs, Misuri

Lunes, 1 de abril

9h 28m de la mañana, 23 °C, soleado

Lo ultimo que recordaba Elner Shimfissle después de haber tocado sin querer aquel nido de avispas de su higuera, era haber pensado «ay, ay». Lo siguiente que supo fue que estaba tendida de espaldas en la sala de urgencias de un hospital, preguntándose cómo narices había llegado hasta allí. En el ambulatorio del pueblo no se pedía hora ni había sala de urgencias, así que estaría por lo menos en Kansas City. «Dios mío -pensó-, cuántas cosas raras están pasando esta mañana.» Ella sólo quería coger unos cuantos higos y llenar un bote de mermelada para aquella amable mujer que le había llevado un cesto de tomates. Y ahora aquí estaba, con un muchacho que llevaba un gorro verde de ducha y una bata también verde, mirándola desde arriba, muy nervioso, hablando a toda pastilla con otras cinco personas que había en la habitación, también con gorros verdes, batas verdes y unos pequeños botines verdes de papel en los pies. De pronto Elner se preguntó por qué no llevarían nada blanco. ¿Cuándo había cambiado esa norma? No pisaba un hospital desde hacía treinta y cuatro años, cuando su sobrina Norma había dado a luz a Linda; entonces todos iban de blanco. Su vecina Ruby Robinson, una enfermera a la antigua, titulada, todavía vestía de blanco, los zapatos, las medias y la pequeña gorra con orejeras. Elner creía que el blanco era más profesional y propio de sanitarios que esas cosas verdes sueltas y arrugadas que llevaba esa gente; y encima ni siquiera era un verde bonito.

Ella siempre había llevado un uniforme muy pulcro, pero la última ocasión que su sobrina y el marido de ésta la habían llevado al cine, quedó bastante decepcionada al ver que los acomodadores ya no usaban uniforme. De hecho, ni tan siquiera había ya acomodadores; uno mismo tenía que preocuparse encontrar su asiento. «Bueno -pensó-, tendrán sus razones.»

De pronto empezó a preguntarse si había apagado el horno antes de salir al patio a coger los higos; o si ya le había puesto el desayuno a su gato Sonny. También se preguntó de qué estarían hablando ese chico de la horrible gorra verde y los demás, todos inclinados sobre ella y hurgando. Veía sus labios moverse perfectamente bien, pero esa mañana no se había colocado el audífono, y sólo oía un débil pitido, por lo que decidió echar una cabezadita y aguardar a que su sobrina Norma fuera a buscarla. Tenía que volver a casa para ver cómo estaban Sonny y el horno, pero no deseaba especialmente ver a su sobrina, pues sabía que iba a preocuparse mucho. Norma era una persona muy nerviosa, y después de la última caída de Elner le había dicho una y otra vez que no se subiera en la escalera para coger higos. Norma le había hecho prometer que esperaría y dejaría que lo hiciera Macky, el esposo de Norma; y ahora no sólo había incumplido su promesa, sino que ese viaje a la sala de urgencias sin duda le costaría un pico.

Unos años antes, su vecina Tot Whooten se clavó en la pierna una espina de cazón y acabó en la sala de urgencias, y contaba que le habían cobrado un dineral. Madurándolo bien, ahora Elner se daba cuenta de que quizá debía haber llamado a Norma; había pensado en llamarla, pero no había querido molestar al pobre Macky por unos cuantos higos. Además ¿cómo iba a saber que en el árbol había un nido de avispas? Si no hubiera sido por ellas, habría subido y bajado la escalera con los higos, ahora ya tendría hecha la mermelada, y Norma ni se habría enterado. Era culpa de las avispas, que de entrada no tenían por qué estar allí. Pero en ese momento supo que a Norma no le valdría ninguna de esas excusas. «Estoy en un apuro -pensó antes de quedarse dormida-. Tal vez acabo de perder de por vida mis privilegios de escalera.»

La sobrina nerviosa

8h 11m de la mañana

Aquella mañana, más temprano, Norma Warren, una morena todavía bonita de sesenta y tantos estaba en casa hojeando un catálogo de ropa de cama a buen precio, intentando decidir si compraba la colcha de felpilla amarilla estampada de flores tono sobre tono o el excelente edredón cien por cien algodón lleno de arrugas en verde espuma de mar con franjas contra un fondo blanco inmaculado, cuando la vecina de su tía, y esteticista de Norma, Tot Whooten la llamó y le informó de que la tía Elner se había vuelto a caer de la escalera. Norma colgó el teléfono y se precipitó sobre el fregadero de la cocina para echarse agua fría en la cara y así evitar el desmayo. Cuando se sentía alterada, tenía tendencia a perder el conocimiento. Acto seguido, cogió el teléfono de pared y marcó el número del móvil de Macky, su marido.

Macky, gerente del departamento de ferretería del Almacén del Hogar, en el centro comercial, vio en la pantallita el número que llamaba y respondió.

– Hola, ¿qué hay?

– ¡La tía Elner ha vuelto a caerse de la escalera! -soltó Norma, desesperada-. Has de ir allí ahora mismo. Quién sabe qué se habrá roto. A lo peor está tendida en el jardín, y… muerta. ¡Te dije que te llevaras aquella escalera!

Macky, que llevaba casado con Norma cuarenta y tres años y estaba acostumbrado a sus ataques de histeria, sobre todo si la tía Elner tenía algo que ver, dijo:

– De acuerdo, Norma, tranquilízate, estoy seguro de que está bien. Aún no se ha matado, ¿verdad?

– Le dije que no se subiera otra vez a esa escalera, pero ni caso.

Macky echó a andar hacia la puerta, pasando junto a suministros de fontanería, y mientras salía se dirigió a un hombre.

– Eh, Jake, ocupa mi puesto. Vuelvo enseguida.

Norma seguía hablándole al oído sin parar.

– Macky, llámame en cuanto llegues, y me informas, pero si está muerta, no me lo digas, pues ahora una tragedia me destrozaría… Oh, la mataría. Sabía que iba a pasar algo así.

– Norma, cuelga y trata de calmarte, siéntate en el salón. Te llamaré dentro de unos minutos.

– Eso es, hoy mismo le quitaré la escalera. La sola idea de una anciana como ella…

– Cuelga, Norma.

– Se podía haber roto todos los huesos.

– Te llamaré -dijo él, y colgó.

Macky se dirigió al aparcamiento trasero, subió a su Ford SUV y puso rumbo a la casa de Elner. Había aprendido a base de cometer errores; cada vez que pasaba algo con la tía Elner, la presencia de Norma sólo complicaba las cosas, por lo que ahora ésta se quedaría en casa hasta que él hubiese evaluado la situación.

Después de que Macky hubo colgado, Norma corrió al salón, como él le había dicho que hiciera; pero sabía que no lograría tranquilizarse, ni siquiera sentarse, hasta que su esposo la llamara para decirle que no pasaba nada. «Juro por Dios -pensó- que si esta vez no se ha matado, le quito la escalera, iré y yo misma talaré esa maldita higuera de una vez por todas.» Mientras daba vueltas por el salón, retorciéndose las manos, recordó de pronto que debía practicar los ejercicios de autodiálogo que había aprendido recientemente en un curso que estaba haciendo, pensado para ayudar a las personas que, como ella, sufrían ataques de pánico y ansiedad. Su hija Linda lo había visto anunciado en la televisión y se lo había regalado el día de su cumpleaños. Había terminado el paso noveno, «Poner fin al pensamiento “¿Y si…?”», y ahora estaba en el décimo, «Cómo detener las ideas obsesivas, terroríficas». También intentó respirar hondo con una técnica de biofeedback que una mujer le había enseñado en su clase de yoga. Mientras caminaba de un lado a otro, respiraba profundamente y repetía para sí misma una lista de afirmaciones positivas: «No hay nada de qué preocuparse», o «ya se ha caído dos veces del árbol y nunca ha pasado nada», o «ella estará bien», o «es sólo un pensamiento catastrofista, no es real», o «después te reirás de esto», y «no hay por qué tener miedo», o «el noventa y nueve por ciento de las cosas que te preocupan no suceden nunca»; para no olvidar «no vas a sufrir un ataque cardíaco», o «es sólo ansiedad, no te va a hacer daño».

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