Fannie Flagg - Me Muero Por Ir Al Cielo

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Fannie Flagg, autora y guionista de la inolvidable Tomates verdes fritos, nos vuelve a llevar a los cálidos paisajes de Misuri para deleitarnos con las sorprendentes y prodigiosas experiencias de una octogenaria llena de vida, que hacen que una ciudad entera cavile sobre la vieja cuestión: ¿Por qué estamos aquí?
Elner Shimfissle sabe que no debe hacerlo, pero ha vuelto a subirse a la escalera para coger higos de su árbol. Esta vez es atacada por un enjambre de avispas y cae al suelo, y la siguiente cosa que sabe es que ha emprendido una aventura que jamás habría imaginado, en la que vivirá los encuentros más extraordinarios. Pero las mayores sorpresas las vivirán sus parientes, vecinos y amigos, una panda de personajes tan variopintos como entrañables. A medida que va desplegando esta comedia de enredo, cada una de las personas cercanas a Elner va descubriendo algo maravilloso, y lo mismo le sucede al lector.

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– ¿Por qué quería saber eso?

– Ni idea. Sólo sé que puede formular más preguntas en un día que la mayoría de la gente en un año.

– Sí, es verdad.

– Y espera, que en cuanto tenga en marcha lo de Adán y Eva va a estar llamándome todo el día.

Tal como estaba previsto, alrededor de las diez de la mañana, justo cuando Norma había acabado de aplicarse su especial máscara facial Merle Norman para pieles secas sensibles, sonó el teléfono por cuarta vez.

– Norma, si Adán y Eva eran las dos únicas personas que habitaban en la Tierra, ¿dónde conocieron Caín y Abel a sus esposas?

– Oh, no lo sé, tía Elner… ¿Quizás el club Med? No me preguntes. Ni siquiera sé por qué el pollo cruzó la carretera.

– ¿No? ¡Pues yo sí! -soltó la tía Elner-. ¿Quieres que te lo diga?

Norma se dio por vencida y se sentó.

– Pues claro -dijo-. Me muero de ganas.

– Para demostrarle a la comadreja que se puede hacer.

– Tía Elner, ¿quién te cuenta estas bobadas?

– Bud y Jay. ¿Sabías que el escarabajo de la patata también se conoce como saltamontes de Jerusalén?

– No.

– ¿Sabías que el cuerpo humano tiene cuarenta y siete billones de células?

– No, no lo sabía.

– Sí, ésta era la respuesta correcta de ayer. Alguien ganó un cuchillo eléctrico.

Norma colgó. Se dirigía al cuarto de baño cuando volvió a sonar el teléfono.

– Eh, Norma, ¿te imaginas cuánto tiempo se pasaron contando todas esas células?

Creer o no creer

8h 49m de la mañana

Norma conducía lo más rápido que podía, y por un segundo perdió el siguiente semáforo y tuvo que pegar un frenazo, por lo que los papeles del seguro de la tía Elner se desparramaron por el suelo del coche. Para entonces estaba ya muy alterada y rezaba para tranquilizarse, pero sabía que tenía que rezar o conducir con cuidado; no podía hacer las dos cosas, así que decidió prestar atención a la carretera.

Además de no querer sufrir un accidente, Norma tampoco estaba totalmente segura de que rezar sirviera de mucho. Había forcejeado con la fe durante toda su vida, y se preguntaba por qué no le había resultado fácil creer, como el inglés o la pronunciación en el instituto. Había sacado sobresalientes en ambas asignaturas; todo el mundo decía que tenía una voz clara y bonita, y aún era capaz de conjugar una frase. Pero ella, más que nadie, necesitaba tener fe en algo. Macky no era de ninguna ayuda, pues, contrariamente a lo que pensaba Verbena, estaba tan seguro de que ahí fuera no había nada como la tía Elner de que sí lo había. Esta la había llamado la semana anterior para decirle: «Norma, desde que veo estos programas científicos, mi opinión del Creador ha mejorado muchísimo; sabía que era fabuloso, pero no hasta qué punto; se me escapa cómo alguien pudo pensar en crear tantas cosas, vamos, que sólo las diferentes especies de peces tropicales ya son un milagro.»

La tía Elner no tenía ninguna duda, pero Norma estaba atascada, fluctuando de un lado a otro. Un día creía, y el otro ya no sabía. Norma deseaba hablar con alguien sobre ello, pero no confiaba en su pastor, demasiado inexperto, y necesitaba todo el aliento posible. Pero aunque no estaba segura de a quién o qué rezar, a menudo suplicaba ayuda para superar los defectos de su carácter: no darse cuenta de cuándo la gente pone la botella de ketchup en la mesa, o tener el garaje lleno de trastos y dejar las puertas abiertas de par en par, no retroceder al ver los asientos de roble macizo del váter de Verbena; pero fracasaba lamentablemente, sintiendo decepción de sí misma una y otra vez.

Norma estaba convencida de que su incapacidad para no sentirse ofendida por la gente con mal gusto o modales groseros, o por los que utilizaban la gramática incorrectamente y decían «fue» en vez de «ha ido», estuviera relacionada directamente con la inestabilidad de su fe. Esperaba algún día ver una señal, algún tipo de revelación, como prueba de que había algo ahí fuera. Verbena decía que siempre estaba alerta por si veía «signos, maravillas y milagros», y en la situación presente Norma daría por buena cualquier cosa, pero hasta el momento no había visto nada.

Si ahora mismo muriera en un accidente mientras iba a ver a su tía, en su lápida debería leerse este epitafio:

«Aquí yace Norma Warren,

Muerta, pero todavía confusa.»

La mujer de la revista

8h 50m de la mañana

En el mismo instante en que Cathy Calvert oyó la fuerte sirena de la ambulancia que pasaba frente a su oficina del centro, supo que tendría una historia que escribir. Cathy, una mujer alta y delgada de cuarenta y pocos años, con el pelo castaño oscuro, era la propietaria y editora de una modesta revista semanal. Ella misma hacía la mayoría de los reportajes, y sabía por experiencia que siempre que mandaban llamar a Elmwood Springs a un vehículo de urgencias era por algo trascendente: un accidente o alguna clase de contratiempo. Salió a la calle para ver si era un coche de bomberos o una ambulancia, pero no alcanzó a verlo y se sorprendió de que la escandalosa sirena se callara tan cerca. Por lo general, los coches de bomberos o las ambulancias se dirigían al cruce del nuevo cuarto cinturón, donde la gente no paraba de tener accidentes, o si no al centro comercial. Desde que las «Personas que cuidan la línea» se habían trasladado junto al Granero de Cerámica, los que intentaban quitarse kilos antes de tenerlos, a veces se pasaban y sufrían ataques cardíacos.

Cathy regresó a la oficina, cogió la cámara y el bloc, y se apresuró al lugar donde pensaba que la sirena había dejado de sonar. Tras doblar la Primera Avenida Norte, vio que era una ambulancia, aparcada justo delante de la casa de Elner Shimfissle. «Oh, no -pensó-, se ha caído otra vez de la escalera.» Cuando llegó al lugar, Tot estaba en la acera, con aspecto afligido, y corrió hacia ella.

– Esta vez se la ha pegado buena. Ha caído limpiamente y ha quedado sin conocimiento; y Norma va a tener un ataque. Macky la acaba de llamar para que venga.

De repente, Cathy se olvidó de la historia que iba a escribir y se convirtió en otra amiga de Elner que andaba por allí sintiéndose impotente. Al cabo de un rato, cuando se habían congregado ya muchos vecinos y no había nada que ella pudiera hacer, se sintió mal con la cámara a cuestas. No quería que nadie pensara que había acudido como periodista, así que pidió a Tot que la llamara y la tuviera al corriente del estado de la señora Shimfissle, y acto seguido regresó al despacho. Estaba preocupada pero tampoco demasiado, pues Elner Shimfissle era una vieja campechana que se había caído ya de muchos sitios y siempre vivía para contarlo. Cathy sabía de primera mano que Elner era dura y resistente en más de un sentido.

Unos años antes, después de licenciarse, Cathy había dado clases de historia oral en la escuela de la comunidad, a las que Elner Shimfissle asistió con su amiga Irene Goodnight. Ambas fueron excelentes alumnas que contaron historias interesantes. En esas clases, Cathy aprendió que las apariencias pueden ser engañosas. Por ejemplo, a primera vista, uno jamás sospecharía que Irene Goodnight, una abuela tranquila, de aspecto sencillo, con seis nietos, había sido conocida en otro tiempo como «Goodnight Irene» y que con la compañera de equipo «Tot, la terrible e implacable lanzadora zurda» había ganado tres veces seguidas el Campeonato de Damas Lanzadoras del Estado de Misuri. Y si un desconocido viera por primera vez a Elner, nunca adivinaría que, pese a aquella fachada de anciana venerable, seguía siendo fuerte como un roble.

Mientras analizaba la historia de Elner con ella, Cathy se enteró de que, durante la Depresión, cuando Will, el marido de Elner, quedó postrado en cama durante dos años con tuberculosis, Elner se estuvo levantando cada día a las cuatro de la mañana y, provista tan sólo de una mula y un arado, mantuvo en funcionamiento la granja sin ayuda de nadie. De algún modo había logrado sobrevivir a una de las peores inundaciones de la historia de Misuri así como a tres tornados, había cuidado de su marido y había cosechado suficiente para alimentar a su familia y a la mitad de los vecinos. Lo que más asombró a Cathy fue que a la señora Shimfissle jamás se le ocurrió pensar que aquello hubiera sido algo extraordinario. «Alguien tenía que hacerlo», decía.

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