Muero por dentro
Robert Silverberg
Para B y T y C y para mí;
con esfuerzo lo logramos.
De nuevo tengo que ir al centro, a la Universidad, para buscar dólares. No es que necesite mucho para vivir —con 200 dólares al mes me va muy bien— pero estoy en las últimas y no me atrevo a pedirle otra vez dinero prestado a mi hermana. Falta poco para que los estudiantes tengan que preparar sus primeros trabajos del semestre; ése siempre es un negocio seguro. Nuevamente se alquila el cerebro cansado y desgastado de David Selig. Debería conseguir algún trabajo con el que ganarme 75 dólares en esta hermosa y dorada mañana de octubre. El aire es fresco y limpio. Aquí, en la ciudad de Nueva York, la presión atmosférica es elevada, con lo que la niebla se ha disipado y ha disminuido la humedad. Aunque mis poderes ya declinan, en un día como éste florecen. Cuando la mañana invade el cielo, adelante, tú y yo. Vamos a tomar el metro de Broadway-IRT. Por favor, ten preparadas las fichas.
Tú y yo. ¿Con quién hablo? A fin de cuentas, me dirijo solo al centro. Tú y Yo.
No hay duda de que me refiero a mí y a esa criatura que, oculta en su esponjosa guarida y espiando a mortales confinadas, vive dentro de mí. Ese monstruo solapado que hay dentro de mí, ese monstruo enfermo que, más rápidamente que yo, va muriendo. En una ocasión, Yeats escribió un diálogo entre el yo y el alma; entonces ¿por qué no puede Selig, que está, a pesar suyo, dividido de un modo, que el pobre y tonto Yeats no hubiera comprendido jamás, hablar de su don único y perecedero como si fuera algún intruso encerrado en una cápsula alOjada en su cráneo? ¿Por qué no? Así que, vamos, tú y yo. Atravesemos el pasillo. Apretemos el botón. Entremos en el ascensor. Hay un insoportable olor a ajo. Estos campesinos, este enjambre de portorriqueños dejan sus penetrantes olores por todas partes. Mis vecinos. Los amo. Abajo. Abajo.
Son las 10.43 de la mañana, hora de verano del Este. La temperatura actual en Central Park es de 14 ºC. El porcentaje de humedad es del 28 % y el barómetro marca 30.30 y está bajando. El viento, de 18 kilómetros por hora, sopla del sector nordeste. El pronóstico es de tiempo bueno y cielo despejado para hoy, esta noche y mañana, con un ligero descenso de la presión atmosférica. Para hoy, la probabilidad de precipitaciones es de cero, del 10 % para mañana. El nivel de calidad del aire está considerado bueno.
David Selig tiene cuarenta y un años y sigue contando. Su estatura es algo superior a la normal, su cuerpo es delgado, el del típico soltero acostumbrado a hacerse su propia comida. El ceño ligeramente fruncido y un gesto de perplejidad es la habitual expresión de su rostro. Parpadea mucho. Con su chaqueta de dril azul desteñido, sus botas para trabajo pesado y sus pantalones acampanados a rayas moda 1969, tiene un aspecto superficialmente juvenil, al menos de cuello para abajo. De hecho, parece una especie de refugiado de un laboratorio de investigación ilícito donde transplantan desde las calvas y arrugadas cabezas de hombres maduros y angustiados, a los reacios cuerpos de chicos adolescentes. ¿Cómo le ocurrió esto? ¿En qué momento comenzaron a envejecer su rostro y su cuero cabelludo? Mientras desciende de su refugio de dos ambientes, en el duodécimo piso, los cables colgantes del ascensor le lanzan risotadas. Se pregunta si esos oxidados cables podrán ser incluso más viejos que él. Pertenece a la cosecha de 1935. Imagina que este edificio pudo haber sido construido en 1933 o 1934. El Honorable Fiorello H. LaGuardia, alcalde. Cabe la posibilidad de que sea más reciente, construido justo antes de la guerra, por ejemplo. (¿Recuerdas 1940, David? Ése fue el año en que te llevamos a la Feria Mundial. Esto es el trylon, aquello es la periesfera.) Sea como sea, los edificios se están volviendo viejos. ¿Qué es lo que no envejece?
Cuando llega al séptimo piso, el ascensor se detiene haciendo un chirrido. Incluso antes de que se abra la puerta cubierta de cicatrices, detecto rápidamente una vibración mental de vitalidad femenina hispánica bailando al otro lado de las vigas. Desde luego, son enormes las probabilidades de que la que llama el ascensor sea una joven esposa portorriqueña —el edificio está lleno de ellas; a esta hora del día sus maridos están trabajando— pero, de todos modos, tengo la casi plena seguridad de que estoy leyendo sus emanaciones psíquicas, de que no se trata de una simple corazonada. No cabe ninguna duda. Es baja morena, posiblemente de unos veintitrés años y en un avanzado estado de gravidez. Puedo recibir con toda claridad la doble emisión nerviosa: el vuelo rápido de su simple y sensual mente y el golpeteo borroso e indistinto del feto, de unos seis meses encerrado dentro de su firme y abultado cuerpo. Su cara es chata y sus caderas anchas, tiene ojos pequeños y brillantes y una boca de finos y apretados labios. Una segunda criatura, una niña sucia de unos dos años, agarra con fuerza el pulgar de su madre. Cuando entran en el ascensor la niña me dedica una risita, la mujer una breve y recelosa sonrisa.
Se sitúan dándome la espalda. Silencio profundo. Buenos días, señora. Bonito día, ¿no le parece señora? ¡Qué niña más bonita! Pero permanezco callado. Aunque no la conozco, se parece a todas las otras que viven es este edificio, incluso su emisión cerebral es material común, sin individualidad, indistinguible. Vagos pensamientos sobre plátanos y arroz, los resultados de la lotería de esta semana y los programas que esta noche pasan en televisión. Es una hembra tonta, pero es humana y la amo. ¿Cómo se llama? Quizás es la señora Altagracia Morales. La señora Amantina Figueroa. La señora Filomena Mercado. Me fascinan esos nombres. Poesía pura. Crecí entre chicas fuertes y regordetas llamadas Sondra Wiener, Beverly Schwartz, Sheila Weisbard. Señora, ¿es posible que sea la señora Inocencia Fernández? ¿La señora Clodomira Espinosa? ¿La señora Bonifacia Colón? Quizá la señora Esperanza Domínguez. Esperanza. Esperanza. Te amo, Esperanza. Esperanza que brota siempre del corazón humano. (Estuve allí la Navidad pasada para asistir a las corridas de toros. Esperanza Springs, Nuevo México; me hospedé en el Holiday Inn. No estoy bromeando.) Planta baja. Con agilidad, me adelanto para sostener la puerta abierta. La chiquita embarazada, hermosa e imperturbable, no me sonríe al salir.
Con paso ligero, voy camino del metro, hay unas cuantas travesías. Por estos barrios residenciales las calles son todavía empinadas. Subo a toda velocidad la escalera agrietada y descascarada y llego al nivel de la estación respirando casi con normalidad. Supongo que como resultado de una vida sana, una dieta simple, no fumo, no bebo mucho, nada de ácido o mescalina, nada de drogas estimulantes. A esta hora, la estación está prácticamente desierta. Pero no tardo en oír el sonido de ruedas que avanzan a toda velocidad, metal contra metal, y simultáneamente recibo el fulminante impacto de una súbita avalancha de mentes que arremeten juntas contra mí desde el norte, apiñadas dentro de los cinco o seis vagones del tren que se acerca. Las almas comprimidas de esos pasajeros forman una sola masa desordenada que avanza obstinadamente contra mí. Vibran como trémulo y gelatinoso plancton comprimido brutalmente en la red de algún oceanógrafo, creando un organismo complejo en el que las identidades individuales desaparecen. Cuando al fin el tren entra en la estación, logro percibir barboteos y chillidos aislados de individualidades distintas: un violento aguijonazo de deseo, un graznido de odio, una punzada de remordimiento, un repentino refunfuño interior. Se elevan desde la confusa totalidad, del mismo modo que pequeños y extraños fragmentos de melodía surgen desde la oscura mancha orquestal de una sinfonía de Mahler.
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