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Robert Silverberg: Muero por dentro

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Robert Silverberg Muero por dentro

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Muero por dentro es un clásico de referencia y una de las más inspiradas historias de su autor: en ella aborda un tema tan clásico como es la telepatía de manera sutil, ahondando en el lado oscuro del ser humano, rebosa soledad, devastación interior y sensibilidad. Nombrado para el premio Nebula a la mejor novela en 1972. Nombrado para el premio Hugo a la mejor novela en 1973. Nombrado para el premio Locus en 1973.

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Subo los escalones y me siento a unos cinco metros a la izquierda de la estatua de bronce del Alma Mater. Ésta es mi oficina, tanto si hace buen tiempo como si no. Los estudiantes saben dónde buscarme, y cuando estoy allí rápidamente se corre la voz. Hay otras cinco o seis personas que, como yo, prestan sus servicios —en su mayoría son graduados sin dinero y en apuros—, pero yo soy el más rápido y el más digno de confianza, y tengo un séquito de entusiastas. Sin embargo, hoy el negocio no comienza muy bien. Durante veinte minutos permanezco sentado, inquieto, con la vista fija en Beckett, observando al Alma Mater. Unos años atrás un lanzador de bombas radical abrió un boquete en el costado de la estatua, pero ya no hay indicios de ello. Recuerdo que la noticia me escandalizó, y que luego me escandalicé por haberme escandalizado: ¿por qué diablos tenía que importarme una estúpida estatua, símbolo de una estúpida universidad? Supongo que eso fue en 1969, allá por el neolítico.

—¿Señor Selig?

Un enorme y musculoso atleta aparece ante mí. Anchas espaldas, rostro regordete e inocente. Está profundamente avergonzado. Estudia Literatura Comparada 18 y necesita urgentemente entregar un trabajo sobre las novelas de Kafka, que no ha leído. (Estamos en la temporada de rugby; es el medio zaguero y está muy, muy ocupado.) Estipulo los términos y acepta de inmediato. Mientras permanece allí de pie, disimuladamente leo en él, captando su grado de inteligencia, su probable vocabulario, su estilo. Es más listo de lo que parece. La mayoría de ellos lo son. Podrían escribir perfectamente ellos mismos sus propios trabajos, pero les falta tiempo para hacerlo. Tomo notas, apuntando mis rápidas impresiones sobre él y se marcha contento. Después de eso, el negocio se activa: éste envía a un compañero de hermandad, el compañero envía a un amigo, el amigo envía a uno de su hermandad, una hermandad distinta, y la cadena se alarga hasta que, en las primeras horas de la tarde, advierto que ya tengo todo el trabajo que puedo realizar. Sé cuál es mi rendimiento máximo, así que todo está bien. Podré comer regularmente durante dos o tres semanas sin tener que recurrir a la generosidad renuente de mi hermana. A Judith le agradará no tener noticias mías durante un tiempo. Así que ahora a casa, a comenzar con mi trabajo. Soy bueno —elocuente, serio, profundo, de un modo convincentemente inmaduro— y puedo variar mis estilos. Soy experto en literatura, psicología, antropología, filosofía y todas las demás materias humanísticas. Gracias a Dios conservé mis propios trabajos; incluso al cabo de veintitantos años constituyen una buena fuente de información. Cobro 3,50 dólares por hoja mecanografiada; si mis sondeos indican que el cliente tiene dinero, a veces cobro más. Garantizo una calificación mínima de 7 o no hay honorarios. Nunca he tenido que devolver dinero.

2

Cuando tenía siete años y medio y estaba en tercer grado, causaba grandes dificultades a su maestra, así que enviaron al pequeño David al psiquiatra de la escuela, el doctor Hittner, para que lo examinara. La escuela era un costoso establecimiento privado ubicado en una tranquila calle poblada de árboles en un sector de Brooklyn llamado Park Slope. La orientación de la escuela era socialista-progresista, con una hipócrita base pedagógica de marxismo, freudianismo y John Deweyismo recalentados. El psiquiatra, un especialista en perturbaciones de niños de clase media, todos los miércoles por la tarde acudía a la escuela para escudriñar el alma de los pequeños que constituían un problema. Ahora le tocaba el turno a David. Por supuesto, sus padres dieron su consentimiento. Su conducta les tenía muy preocupados. Todos estaban de acuerdo en que era un chico brillante, era extraordinariamente precoz, con un elevado nivel de comprensión de los textos que correspondía a un niño de doce años; para los adultos, su grado de inteligencia les parecía casi alarmante. Pero su comportamiento en clase era incontrolable, camorrero e irrespetuoso; las tareas escolares, irremediablemente elementales para él, le aburrían hasta la desesperación; sus únicos amigos eran los inadaptados de la clase, a quienes acosaba cruelmente. La mayoría de los chicos le odiaban y las maestras le temían dada su imprevisibilidad. Una vez probó el extinguidor de incendios de un pasillo sólo para asegurarse de que esparcía espuma como la gente afirmaba. Pasó lo que tenía que pasar. Llevó culebras a la escuela y las soltó en el salón de actos. Imitaba a sus compañeros de clase e incluso a sus maestros con una perversa exactitud.

—El doctor Hittner desea hablar un rato contigo —le dijo su madre—. Ha oído que eres un chico muy especial y le gustaría conocerte mejor.

David se resistió, armando un gran alboroto con el apellido del psiquiatra.

—¿Hitler? ¿Hitler? ¡No quiero hablar con Hitler!

Era el otoño de 1942 y el juego de palabras infantil era algo inevitable, pero se aferró a él con una irritable obstinación.

—El doctor Hitler quiere verme. El doctor Hitler quiere conocerme.

—No, David —le dijo su madre—, es Hittner, Hittner, con una n.

De todos modos fue. Entró en el consultorio del psiquiatra pavoneándose. Cuando el doctor Hittner le sonrió con afabilidad y le dijo:

—¿Qué tal, David?

David extendió un brazo rígido y dijo con brusquedad:

—¡Heil!

El doctor Hittner soltó una risita.

—Te has equivocado de hombre —dijo—. Soy Hittner, con una n.

Lo más probable es que hubiera tenido que soportar bromas semejantes. Era un hombre enorme con la cara larga como la de un caballo, boca ancha y carnosa y frente alta y curva. Sus ojos celestes pestañeaban detrás de las gafas sin montura en la parte interior. Su piel era suave y rosada, y tenía un penetrante y agradable olor. Estaba haciendo un gran esfuerzo por mostrarse amable, divertido, algo así como un hermano mayor, pero David no pudo evitar captar la impresión de que la fraternidad del doctor Hittner era fingida. Era algo que le pasaba con la mayoría de los adultos: sonreían mucho, pero por dentro estaban pensando cosas como: Qué mocoso inquietante, qué chico desagradable. Incluso su madre y su padre a veces pensaban en cosas como esas. Aunque no comprendía por qué los adultos decían una cosa con sus caras y otra con sus mentes, ya estaba acostumbrado a eso. Era algo que había llegado a esperar y a aceptar.

—¿Qué te parece si jugamos a algo? —le preguntó el doctor Hittner.

Del bolsillo del chaleco de su traje de tweed sacó una pequeña esfera de plástico que pendía de una cadena de metal. Se la enseñó a David; luego tiró de la cadena y la esfera se desarmó en ocho o nueve pedazos de diferentes colores.

—Ahora, observa con atención mientras la vuelvo a armar —dijo el doctor Hittner. Sus dedos gruesos volvieron a armar la esfera con gran destreza. La desarmó de nuevo y, haciendo que rodase sobre la mesa, se la pasó a David—. Es tu turno. ¿Puedes armarla tú también?

David recordaba que el doctor había empezado cogiendo el pedazo blanco con forma de E y había encajado el pedazo azul con forma de D en una de sus ranuras. Luego, el pedazo amarillo, pero David no recordaba qué debía hacer con él; durante un momento permaneció inmóvil, perplejo, hasta que el doctor Hittner le lanzó obsequiosamente una imagen mental de la manipulación correcta. David lo hizo, el resto fue fácil. Aunque se atascó un par de veces, siempre pudo extraer la respuesta de la mente del doctor. ¿Por qué piensa que me está examinando, se preguntó David, si no cesa de darme tantos indicios? ¿Qué está comprobando? Cuando la esfera quedó armada, David se la devolvió.

—¿Te gustaría quedarte con ella? —le preguntó el doctor Hittner.

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