El pobre Luther estaba en el porche de Elner, aún alteradísimo. Ruby le acababa de llevar un poquito de whisky. Elner, sentada a su lado, le dijo:
– Te he pegado un buen susto, lo siento, cariño.
Él meneaba la cabeza, casi llorando.
– Uf. Creía que estabas muerta y enterrada, y de pronto veo que sales de tu casa como… Vaya…, he tenido un susto de muerte.
Macky se acercó e inspeccionó los daños en ambos patios, y luego dijo a Merle e Irene que por la mañana fueran al Almacén del Hogar, que él les ayudaría en todo lo que pudiera a reponer lo perdido. Acto seguido, fue a la casa de Elner y se sentó en el porche.
Al cabo de un rato, cuando Luther ya se había calmado y era capaz de hablar sin ponerse a llorar, Macky dijo:
– Luther, ¿vamos a dar un paseo?
– Claro, señor Warren.
– Permiso, señoras. -Mientras llevaba a Luther hacia un flanco de la casa, Macky dijo en tono bajo-: Quiero preguntarte algo, Luther. ¿Tú guardabas un arma en casa de Elner?
Luther pareció sorprendido.
– ¿Un arma?
– Sí, un arma. No voy a denunciarte ni nada de eso. Sólo dime si tenías una pistola del calibre 38 en su casa.
– No, señor. Estoy en libertad condicional. No puedo tener ningún arma. Cogí una escopeta de la caravana de mi padre, pero la devolví.
– ¿Lo juras ante Dios?
– Sí, señor. En la vida le haría eso a la señora Elner. Iba a casarme con Bobbie Jo Newberry porque la señora Elner así lo quería. La admiro muchísimo. ¡Nunca le daría un arma cargada!
Macky le creyó. Y si la pistola no era de Luther, ¿de quién era?
8h 3m de la mañana
A la mañana siguiente, cuando Norma se despertó, Macky ya se había ido a trabajar. Bostezó y fue al cuarto de baño, y mientras estaba leyendo el Buenos días, soy Dios se miró en el espejo. «¡Dios mío!» ¡Tenía la nariz llena de puntitos rojos brillantes! Oh, Señor. Bueno, pues ahí estaba. El día había llegado por fin: tenía cáncer de nariz. Se sentó al instante en el suelo para no golpearse la cabeza si se desmayaba. Oh, no, seguramente tendrían que extirparle la nariz entera. Iba a quedar desfigurada. «¿Por qué yo, Dios mío? ¿Por qué mi cara?», pensó Norma. En el instituto, Norma no tuvo jamás ni una pizca de acné, ni un bultito. Ahora recibía el castigo por ello. Se puso en pie y miró otra vez. ¡Todavía estaban ahí! No sólo perdería la nariz, sino que quizá necesitaría quimioterapia. ¡Adiós a todo el pelo! Oh, Dios. «Sé valiente», pensó. En momentos así procuraba acordarse de la pequeña Frieda Pushnick, que había nacido sin brazos ni piernas y durante toda su vida fue llevada a todas partes en una almohada; pero no servía de nada. Aterrada, llamó al dermatólogo, concertó una cita y se dirigió al salón de belleza. Entró de golpe.
– Tot, dame uno de esos Xanax. ¡A lo mejor tienen que extirparme la nariz!
Más tarde, mientras el doctor Steward le examinaba detenidamente la nariz con una lupa, Norma sintió ganas de vomitar.
– Dígame, señora Warren -dijo el médico-, ¿se ruboriza usted fácilmente?
– ¿Qué? Oh, sí.
– Ajá -dijo el médico mientras a ella el corazón le latía con fuerza-. ¿Y sabe si tiene alguna alergia?
– No, aparte quizá de la comida china…, se me pone la cara caliente y colorada, pero…
El médico se volvió para lavarse las manos, y Norma se oyó a sí misma preguntar con voz áspera:
– ¿Es cáncer, doctor?
El médico la miró.
– No, lo que tiene usted es rosácea.
– ¿Qué?
– Rosácea. Es muy común entre los ingleses, los irlandeses y otras personas de piel clara. Ruborizarse con facilidad es uno de los síntomas.
– ¿Ah, sí? Creía que simplemente era tímida o me azoraba. Y estos bultitos, ¿qué son?
– Le están saliendo granos.
– Pero ¿por qué?
– Puede ser por diversas causas…, el calor, el sol, el estrés. ¿Últimamente ha estado más estresada de lo habitual?
– Sí -contestó Norma-. Mi tía se cayó de un árbol y…, bueno, no entraré en detalles, pero sí.
Mientras se dirigía en coche a la farmacia, Norma se dio cuenta de que la imagen que tenía de sí misma era totalmente errónea. Cada vez que alguien contaba un chiste guarro o se sentía turbada, siempre pensaba que era por su timidez, pero resulta que desde el principio había sido una afección cutánea.
Mientras esperaba junto al mostrador a que le dieran el medicamento prescrito, Norma se fue convenciendo de que la preocupación por su tía le había provocado los sarpullidos de la nariz. A saber qué le pasaría a continuación. En un rincón observó el aparato para tomar la tensión arterial y estuvo en un tris de ir y comprobar si la suya se había disparado en la última semana, pero al final decidió que no. Si le había subido, no quería saberlo. Albergaba la esperanza de morirse de golpe, sin tener que pasar por un calvario de montones de pruebas, ni sufrir antes un trasplante de corazón o acabar en una silla de ruedas. Razón de más para que Elner ingresara en Los acres felices donde una serie de profesionales no le quitarían ojo de encima, y así Norma no tendría que preocuparse por ella hasta el fin de sus días. Esperaría a la Pascua y entonces hablaría seriamente con su tía.
– Aquí tienes, Norma -dijo Hattie Smith, prima del difunto marido de Dorothy Smith, Robert Smith. Aunque, claro, según la tía Elner, ahora Dorothy estaba casada con un hombre llamado Raymond-. Aplícate una capa fina en la nariz, dos veces al día, y ya verás qué bien va.
Cuando Norma se iba con su pomada, entró Irene Goodnight, que extendió las manos y le dijo a Hattie:
– Hattie, mira, ¿qué son, lunares o manchas de la edad?
– Son lunares, cariño.
– Ah, bueno -dijo Irene. Se dio la vuelta y se marchó, más contenta que al entrar.
Hattie había hecho un gran esfuerzo por no venderle nada, pero «qué diablos -pensó-, envejecer ya es bastante duro; lo que Irene no sepa no le hará daño».
6h 47m de la mañana
Macky esperó que pasaran unos días antes de mencionarle a la tía Elner el tema del arma. A la cuarta mañana, ambos estaban sentados en el porche de atrás como de costumbre, observando la salida del sol, tomando café y hablando antes de que él fuera a trabajar.
– Anoche hubo una puesta de sol bellísima, Macky -estaba diciendo Elner-, y ahora cada vez es más tarde. Pronto podremos sentarnos fuera hasta las siete y media. Ayer, cuando entré en casa, eran poco más de las siete.
– Sí, el verano está cerca. -Luego la miró y dijo-: Tía Elner, ¿sabías que en tu cesto de la ropa sucia había un arma?
– ¿Ah, sí? -dijo Elner con una voz de lo más inocente.
– Sí, sabes muy bien que sí, maldita sea.
Elner miró hacia el patio, donde el gato andaba con paso majestuoso.
– Me parece que Sonny está engordando, ¿no te parece? -dijo intentando cambiar de tema-. Míralo, si ya anda como un pato.
– Tía Elner -dijo Macky-, la has pifiado, así que mejor me dices de dónde la sacaste. Luther dice que suya no era. ¿Pertenecía al tío Will?
Ella se quedó en silencio un rato y luego dijo:
– Macky, sólo te digo que no me hagas preguntas, así no te diré mentiras.
– Tía Elner, esto es serio. Escucha, no le dije a Norma que era un arma de verdad, te encubrí.
– Gracias, eres un sol -dijo ella.
– No hay de qué, pero ahora debes ser sincera conmigo. He de saber de dónde salió esa arma.
– Todo lo que puedo decir es que no era de Will. -Alzó la vista al techo-. Tengo que pasar la escoba por estos rincones, mira qué telarañas.
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