Eric Frattini - El Laberinto de Agua
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- Название:El Laberinto de Agua
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Mientras el dolor se hacía cada vez más insoportable, el guía alargó su mano para intentar alcanzar el mosquetón que sujetaba a Sampson a la cuerda de seguridad y soltarle.
El padre Demetrius Ferrell continuaba aprisionando la mano del abogado mientras Sampson luchaba con el padre Osmund. Si el asesino del Octogonus deseaba liberarle del mosquetón iba a tener antes que soltarse él mismo de su seguridad.
Sampson notaba ya cómo la sangre procedente de sus dedos rotos comenzaba a correrle por las muñecas, pero Ferrell no estaba dispuesto a soltar su presa. En un momento, el abogado pudo ver cómo Osmund, el segundo asesino, se soltaba de su mosquetón de seguridad.
Con un rápido movimiento y con la mano que mantenía aún libre, agarró por la cazadora a Osmund y tiró de él hacia sí. El padre Osmund quedó con los pies colgando en el vacío, a quinientos metros de altura.
– Si quieres que tu amigo sobreviva, ayúdame a subir -gritó Sampson a Ferrell, sin darse cuenta de que Osmund había comenzado a recitar algo en latín.
– De duobus malis minus est semper eligendum, siempre es mejor escoger el menor de los males.
Al finalizar la frase, el padre Osmund dio un fuerte tirón para soltarse de la mano de Sampson y dejarse caer al vacío. Los dos hombres vieron cómo el cuerpo de Osmund caía sin remedio, golpeando y rebotando en los salientes de la roca hasta estrellarse en el fondo.
Sólo sujeto por la bota del padre Ferrell, el abogado sintió que las fuerzas le abandonaban. Había llegado su hora y sin duda aceptó su destino. Desesperanzado, intentó alcanzar con la mano libre un saliente de la roca húmeda. Cuando su vida había comenzado a pasar ante sus ojos, incluido el rostro de su querida Assal, un sonido seco procedente del fondo del valle rompió el profundo silencio.
Sampson notó cómo el pie de Demetrius Ferrell reducía su presión sobre los dedos rotos de su mano y su cuerpo caía justo al borde del precipicio con un orificio en el cráneo. Alguien le había disparado con un rifle de caza.
Poco tiempo después, un helicóptero del Servicio de Rescate de Montaña evacuaba hacia el Aspen Valley Hospital a un Sampson inconsciente. Por la noche, el abogado, aún bajo los efectos de la anestesia, comenzó a recuperar la consciencia.
– Hola, sheriff.
– Hola, abogado -respondió Garrison.
– Le debo la vida. Si usted no hubiese disparado a aquel tipo, ahora estaría en el fondo del valle.
– Dele las gracias a mi puntería, a mi Winchester y a la lata que me daba mi padre para que aprendiese a disparar. Esas tres cosas le han salvado la vida.
– Muchas gracias, sheriff -dijo Sampson antes de volver a quedarse dormido por efecto de la anestesia.
El informe final del Departamento del Sheriff del condado de Pitkin demostraba que los dos hombres muertos en Clark Peak habían intentado asesinar al abogado.
El forense del Departamento de Policía de Aspen no consiguió extraer huellas de ninguno de los dos cadáveres. Ambos tenían cicatrices en los dedos, como si hubieran querido arrancarse las yemas. Se pidió colaboración al FBI en Washington para su identificación, sin resultado positivo. Los cadáveres de los padres Demetrius Ferrell y Lazarus Osmund permanecieron en el depósito de cadáveres de Aspen a la espera de que alguien los reclamase.
Ciudad del Vaticano
Sobre Roma soplaba un viento sahariano que daba al cielo un aspecto de neblina. Aquel viento confirmaba la creencia de los italianos de que ese fenómeno volvía loca a la gente y solía acarrear desgracias. Aun así, miles de personas seguían llegando poco a poco a la plaza de San Pedro, para poder ver de cerca al Sumo Pontífice. Unos cincuenta mil creyentes iban congregándose junto a las vallas de seguridad dejando oír su voz. Ése era el día elegido por el Santo Padre para acercarse a sus fieles. Ese día, un turco llamado Ali Agca destacaría entre todos aquellos visitantes.
A poca distancia de allí se desarrollaba una conversación telefónica.
– Fructum pro fructo -dijo el padre Pontius.
– Silentium pro silentio -respondió Mahoney.
– Le llamo, monseñor, para informarle de que los hermanos Osmund y Ferrell no han llamado para comunicarme mi próxima misión después de Chicago.
– Es extraño. ¿Está seguro de que ninguno de los dos ha telefoneado a la misión de San Jorge?
– Estoy en la misión de San Jorge, en Chicago, desde hace tres días y no he tenido noticias de ellos. Quizá les ha pasado algo y no han podido llevar a cabo la misión encomendada.
– Debemos tranquilizarnos y tener paciencia. El padre Ferrell es un hermano muy disciplinado y tal vez todavía no ha llevado a buen término su misión.
– ¿Quiere que viaje a Aspen para saber qué ha ocurrido? -propuso el padre Pontius.
– No. No haga nada de eso. Permanezca en Chicago y cumpla usted con su misión como se le ha ordenado. Accesorium non ducit, sed sequitur iun principale, lo accesorio sigue la suerte de lo principal.
El tono de voz de monseñor Mahoney se tornó preocupado. El hermano Ferrell era un soldado muy metódico, como había demostrado en innumerables ocasiones; era el perfecto monje capuchino, entregado a Dios y a la causa del Círculo Octogonus.
– Espere instrucciones mías directamente. Me ocuparé de llamarle a San Jorge para darle las órdenes pertinentes. Mientras tanto, rece a Dios Nuestro Señor por el destino de los hermanos Ferrell y Osmund.
– Bien, monseñor, así lo haré -respondió Pontius justo antes de colgar.
Mahoney no pudo evitar pensar en lo peor. El padre Ferrell era demasiado disciplinado como para dejar de comunicarle el resultado de su misión. El secretario del cardenal Lienart estaba seguro de que algo había salido mal. Era necesario informar a su eminencia el cardenal August Lienart.
Mahoney utilizó el teléfono rojo de su mesa para comunicarse con el Secretario de Estado de la Santa Sede.
– ¿Eminencia? Soy monseñor Mahoney.
– Dígame, querido Mahoney. ¿Qué le hace utilizar el teléfono rojo para comunicarse conmigo? -preguntó Lienart.
– Necesito que me reciba cuanto antes. Creo que hemos perdido a dos hermanos en Aspen.
– No hable por teléfono. Venga usted inmediatamente a mi despacho. Haré que sor Ernestina no me pase ninguna llamada ni visita alguna. Preséntese ante mí en diez minutos.
justo diez minutos después, Mahoney tocaba con los nudillos la puerta del despacho del poderoso Lienart. Al otro lado podía oírse la obertura de Caballer í a ligera de Suppé.
– Adelante, adelante. Pase, monseñor Mahoney, y cierre la puerta -ordenó el secretario de Estado sin dejar de observar a los miles de personas que se reunían en el exterior.
Al entrar, Mahoney vio al cardenal Lienart de espaldas a la puerta fumando uno de sus famosos cigarros.
– ¿Y bien? ¿Cuál es el problema?
– Eminencia, creo que hemos perdido a dos de nuestros hermanos en la misión de Aspen.
– ¿Está comprobado?
– Aún no, pero el hermano Pontius ha llamado desde Chicago para informar que ni Osmund ni Ferrell se han puesto en contacto con él.
– Tal vez aún no han alcanzado su objetivo.
– Lo dudo. El hermano Ferrell tenía previsto llevar a cabo la misión hace unos días y me llamó justo el día antes para informarme de ello. Tal vez debiéramos preguntar a las autoridades para saber si les ha ocurrido algo a nuestros hermanos.
En ese momento Lienart se giró lanzando una mirada de furia a su secretario.
– No. De esa forma podríamos poner a la policía tras nuestro rastro. ¿Es que piensa llamarles para preguntarles si tienen en su depósito a dos miembros de nuestro Círculo? En estos momentos debemos mantener la calma y no cometer ningún error. Podríamos haber perdido a los hermanos Ferrell, Osmund y Lauretta, y no podemos continuar por ese camino. Tal vez tendría que haber dejado el Círculo bajo la dirección del padre Alvarado…
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