Eric Frattini - El Laberinto de Agua
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– ¿Y cuál es la moraleja de la historia? -preguntó Max-. A los italianos os encantan las moralejas.
– ¡Sí, tienes razón! Pues la moraleja es que no preguntes de qué están hechas nuestras polpettine di carne que vas a comer. Después os daré un buen plato de bavette al nero di seppia -dijo Mirella entre grandes risotadas.
Tras una pausa, y mientras levantaba su vaso de vino, hizo callar a todos los comensales del restaurante y brindó al estilo veneciano del siglo XV:
Quien bebe bien, duerme bien; quien duerme bien, nunca piensa; quien nunca piensa, no hace mal; quien no hace mal, va al para í so; as í que bebed bien, que al para í so ir é is.
– ¡Salud! -corearon todos los presentes.
Durante la comida, Afdera reveló a Maximilian Kronauer el secreto del libro que había entregado a la Fundación Helsing de Berna y su importancia para el origen del cristianismo y, por supuesto, de la Iglesia católica romana.
– Mi abuela me dejó encomendada en herencia la misión de lavar el nombre de Judas Iscariote.
– Ten por seguro que si alguien descubre que tienes en tu poder ese libro, irá a por él y, posiblemente, también a por ti. Deberías tener cuidado y no contárselo a nadie.
– Mañana por la mañana me marcho a Egipto para intentar saber cómo llegó el evangelio a manos de mi abuela. Mi primera cita será en Alejandría… ¿por qué no vienes conmigo? Me vendría bien un experto en el origen del cristianismo.
– No puedo en estos momentos, pero, de cualquier forma, gracias por la invitación. Tengo que ir a Roma por asuntos familiares -se disculpó Max.
– Que sepas que estoy muy ofendida por no querer acompañarme y cuando regrese te verás obligado a invitarme a cenar.
– Será un placer -respondió.
Afdera no sabía qué motivo le había impulsado a contar a Max la misión encomendada por su abuela ni por qué le había invitado a ir con ella a Egipto. Al fin y al cabo, apenas le conocía, pero confiaba en Max. Tal vez necesitaba confiar en él, necesitaba confiar en alguien.
A poca distancia de allí, varios hombres comenzaban a partir del Casino degli Spiriti en dirección a la basílica de Santa Maria della Salute. Cruzaron el Campo San Filippo e Giacomo y los siete hombres entraron en la pequeña calle que conducía a la Corte del Rosario, donde, escondido a la vuelta de la esquina y encima de una puerta, había un misterioso dragón del siglo XV. Cada uno de los miembros del Círculo Octogonus apoyó su mano en el muro y murmuró una pequeña oración. Seguidamente, un vaporetto los condujo desde una orilla del Gran Canal a la otra. Allí, en la Punta della Dogana, se alzaba majestuosa la iglesia de Santa María della Salute, uno de los máximos símbolos del poder del Círculo Octogonus en la ciudad de los canales desde el siglo XVII.
Se cree que el arquitecto Baldassare Longhena se inspiró para el diseño de la iglesia en la imagen del templo de Venus Physizoa, reflejado en el Hypnerotomachia Poliph ü i, cuyo ejemplar se guardaba en el rincón más recóndito de la Biblioteca Marciana.
Tras el fin de la epidemia de peste de 1631, la Serenísima decidió levantar una gran iglesia en honor de la Virgen de la Salud, protectora de la ciudad. La construcción tardó casi medio siglo en terminarse debido a su complicado diseño. Muchos expertos declaraban que el templo hacía referencia al humanismo renacentista como unión sincrética entre la madre pagana y la cristiana, en una especie de unión de protocristianismo ideal.
El cardenal August Lienart conocía el gran secreto que se ocultaba tras esta extraordinaria construcción. Midiendo el total con el pie veneciano, 35,09 centímetros, aparecía con asombrosa constancia el número ocho. Los propios octógonos que conformaban su base simbolizaban el renacer. El número ocho en simbología cristiana significa la resurrección y la vida eterna, algo que ocurría con el poderoso Círculo Octogonus, que había sido capaz de sobrevivir al paso de los siglos como guardián secreto de la fe.
Longhena, con la numerología inscrita en las medidas de la construcción, quiso cifrar un mensaje concreto: la Iglesia surgía como agradecimiento por el final de la peste y debía renacer sobre el símbolo mágico del ocho. Para el poderoso cardenal secretario de Estado, aquel templo tenía una mayor representatividad para el Octogonus que para la gloria de Dios.
Los siete miembros del Círculo Octogonus llegaron al templo. Toda la edificación estaba rodeada de un friso de esvásticas (la palabra sánscrita sv á stica significa 'salud'). Algunos se conocían porque ya habían coincidido en alguna otra misión encomendada por el gran maestre del Círculo.
Una vez dentro, justo debajo de la cúpula central, estaba colocada una silla en cada lado del octógono. Sobre la corona de rosas con la inscripción Unde origo indi salus situada en el centro de la nave había otra silla, el lugar elegido para el gran maestre del Círculo Octogonus.
Los padres Carlos Reyes, Septimus Alvarado, Eugenio Cornelius y Demetrius Ferrell ocuparon sus lugares. Los padres Marcus Lauretta, Spiridon Pontius y Lazarus Osmund, los nuevos miembros del Círculo, permanecieron en pie. Dos sillas estaban aún vacías: la del padre Emery Mahoney, octavo miembro del Círculo, y la del gran maestre, el cardenal August Lienart. Ambos se encontraban conversando en la sacristía bajo el hermoso tapiz del siglo XV de Tintoretto que representaba las bodas de Canáan.
– Es la hora -anunció Lienart-. Hemos de reunimos con nuestros hermanos del Círculo Octogonus.
Los dos hombres salieron de la sacristía y se reunieron con el resto del grupo.
– Fructum pro fructo -dijo Lienart.
– Silentium pro silentio -respondieron al unísono los ocho hombres que se congregaban a su alrededor.
A continuación, cinco de ellos se sentaron y los otros tres permanecieron de pie.
– Antes de comenzar nuestro consejo secreto, debemos dar la bienvenida a los tres nuevos hermanos del Círculo y tomarles juramento -ordenó Lienart.
Lauretta, Pontius y Osmund se situaron frente al gran maestre. Tal y como siglos antes hicieran otros ocho religiosos arrodillados ante la tumba del primer Papa, san Pedro, el candidato debía jurar «lealtad y honor, por la verdadera fe» en el templo del Octogonus, frente al cardenal Lienart.
El postulante se arrodillaba ante tres cirios encendidos, en representación de cada uno de los nuevos miembros del Círculo, y juraba guardar silencio sobre las decisiones adoptadas por el gran maestre del Círculo, acatar todas las decisiones del Círculo Octogonus sin poner en duda la fe en Cristo Nuestro Señor, proteger al Sumo Pontífice reinante de las decisiones adoptadas en los consejos del Círculo Octogonus y morir, si fuera necesario, para salvaguardar la identidad del gran maestre, del resto de hermanos miembros del Círculo, sus decisiones u objetivos. Al final de la ceremonia, el nuevo miembro se levantaba tras pronunciar las palabras: «Que Dios y nuestros santos me ayuden en esta labor, juro», y de un soplido apagaba uno de los cirios. Seguidamente se dirigía hacia una de las sillas vacías y se sentaba. Los padres Lauretta, Pontius y Osmund siguieron el rito tal y como estaba establecido desde hacía siglos.
El Círculo Octogonus se remontaba al siglo XVII, tal vez antes. Incluso se llegó a decir que algunos de sus miembros habían acompañado a Philippe y Hugo de Fratens a la séptima cruzada, durante el siglo XI, bajo el pontificado de Urbano II. Algunas leyendas que acompañaron a muchos caballeros a su regreso de Tierra Santa explicaban que unos oscuros miembros de una secta secreta llamada el Círculo del 8 se habían convertido en auténticos expertos en llevar a cabo lo que ellos definían como «malicidio» y que no era otra cosa que la muerte del mal a través del asesinato indiscriminado de musulmanes. Muchos caballeros cruzados aseguraban que estos hombres religiosos, miembros de una hermandad secreta, reconocidos porque portaban siempre un octógono de tela, eran verdaderos expertos en el arte del «malicidio».
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