Eric Frattini - El Laberinto de Agua
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Su eminencia se refería al sastre como el «Armani de la Santa Ma dre Iglesia» y puede que estuviese en lo cierto. Aquel apodo le gustaba. Alimentaba el ego del sastre y, con ello, reducía la factura.
Entre telas de terciopelo, sedas púrpuras y rojas, algodón y lana, un alto miembro de la curia podía enterarse de los últimos rumores y cotilleos que circulaban por los corredores del Palacio Apostólico. La sastrería Falcinelli era, para los altos miembros de la curia, como una peluquería de barrio para las mujeres de un patio de vecinos de Nápoles. Allí, monseñores, nuncios, eminencias y funcionarios vaticanos soltaban sus lenguas con el fin de darse importancia ante el sastre. Desde hacía años, su comercio era una verdadera fuente de información tanto para la Entidad como para el Sodalitium Pianum, el contraespionaje papal, y la Secretaría de Estado.
– Eminencia, no se mueva ahora -pidió el sastre, intentando medir los bajos del hábito.
– ¡Ah, fiel Falcinelli, sus hábitos son los mejores de Roma, pero también los más caros!
– Eminencia, mi casa sigue cobrándole lo mismo que cuando usted llegó a la Santa Sede, ¿hace ya cuánto tiempo?
– Querido Falcinelli, calle, calle, por favor. Si sigue usted hablando, tendré que intentar acordarme de cuando yo era un humilde sacerdote con mucha inocencia y poca fe. Fíjese en lo que nos hemos convertido ahora. Yo, en un príncipe de la Iglesia con poca inocencia pero con mucha fe, y usted ha pasado de ser un modesto aprendiz junto a su padre a convertirse en un hábil y rico sastre al servicio de los servidores de Dios y de Su Santidad.
– ¿Cuántos hábitos va a necesitar, eminencia?
– Necesitaré cuatro fajines; tres hábitos purpurados, uno para diario y dos para ceremonia. También me llevaré ocho pares de calcetines rojos, dos solideos y necesitaré una orla roja… y recuerde la esclavina -dijo Lienart.
– Déjeme calcular… Cada hábito le costará el precio de siempre, unos siete millones y medio de liras cada uno. Y por ser usted tan buen cliente, le haré un descuento importante en los hábitos de ceremonia, incluidos los calcetines rojos, la sotana, el fajín de lana fría de color rojo, los treinta y tres botones forrados de seda roja, como quiere usted siempre, la manteleta y la muceta rojas y el solideo.
– De acuerdo. Trato hecho. Mi secretario, el padre Mahoney, se pondrá en contacto con usted para arreglar el pago y recogerlo todo -asintió Lienart mientras daba un sorbo a su café macchiato -. Y ahora que hemos arreglado la cuestión de los negocios, dígame, ¿qué se comenta en la Santa Sede?
– Estuvo aquí hace una semana el cardenal Ngange, prefecto para la Congregación para las Iglesias Orientales.
– ¿Y qué comentó el bueno de Ngange?
– Dijo en voz muy baja que había amplios sectores cercanos al Santo Padre que no estaban de acuerdo con la política seguida por la Secretaría de Estado y, en particular, por su secretario de Estado.
– Mi buen y fiel Falcinelli, eso ha ocurrido desde los tiempos del cardenal Fabio Chigi, el primer secretario de Estado vaticano, en el siglo XVII. Chigi tenía grandes e importantes enemigos cuando él era uno de los principales consejeros del papa Inocencio X, pero al fallecer el Santo Padre, Chigi se convirtió en el papa Alejandro VII. De un solo golpe acabó con esos enemigos. Ab uno disce omnes, por uno se aprende a conocer a todos. Hay que tener cuidado de que esos tiempos no vuelvan…
– Se dice también que esos rumores provienen del sector a favor del cardenal alemán Kronauer -dijo Falcinelli.
– Mi querido cardenal Ulrich Kronauer… A fructibus cognoscitur arbor, por sus frutos conocemos al árbol -sentenció el poderoso cardenal, dirigiéndose ya a la salida.
Allí le esperaban dos agentes de la Entidad encargados de su protección. En cuanto pisó la calle, algunos transeúntes se acercaron al secretario de Estado al reconocerlo y, tras varias reverencias, le besaron el anillo del dragón alado. Aquel corto paseo desde la puerta de Santa Ana hasta la sastrería Falcinelli era para Lienart su único contacto con el mundo.
En la puerta de su despacho del Palacio Apostólico estaba el padre Mahoney con unos documentos en la mano para despacharlos con él.
– Pase usted, padre Mahoney -le invitó a entrar Lienart.
– Buenos días, eminencia.
– Cuénteme, ¿qué sabe de nuestros hermanos del Círculo?
– Los siete sobres fueron entregados tal y como usted ordenó, eminencia. Sé que ayer por la tarde estaban ya instalados en el Casino degli Spiriti a la espera de órdenes de su eminencia.
El Casino degli Spiriti había sido construido en el siglo XVI por orden de la familia Contarini. Allí se reunían artistas, políticos y literatos. Durante algún tiempo permaneció abandonado y los venecianos le habían dado su siniestro nombre debido a los ecos provocados por la resaca de las aguas de la laguna, que inspiraban la fantasía popular. Se decía incluso que se había convertido en refugio de maleantes y asesinos. También se decía que durante la primera mitad del siglo XVIII las buenas familias de la Serenísima prohibían a sus jóvenes hijas acercarse por los alrededores debido a que se rumoreaba que el genial Casanova corría desnudo por sus estancias persiguiendo a jovencitas y efebos. Otra leyenda sobre el Casino degli Spiriti hablaba de siete brujas que partían desde aquí en dirección a Alejandría en busca de los arcanos.
A principios de los años treinta, René Lienart, el padre del cardenal, importante y rico empresario, amigo personal del mariscal Pétain y un hombre muy cercano a los regímenes de Mussolini y Hitler, había adquirido la propiedad y ordenado su cuidada restauración. Tras el fin de la guerra, decidió ceder la propiedad temporalmente al padre Krunoslav Draganovic y a su organización de San Girolamo. Draganovic, profesor en un seminario croata, había llegado a Roma con el pretexto de colaborar con la Cruz Roja. Se convirtió en el vértice principal del llamado Pasillo Vaticano.
Desde San Girolamo y otros pisos franco, como la residencia de los Lienart en Venecia, la organización Odessa ayudó a huir hacia Argentina, Bolivia, Paraguay, Chile y Brasil a criminales de guerra nazis como Josef Mengele, el médico de Auschwitz; Klaus Barbie, el carnicero de Lyon y antiguo jefe de la Gestapo en esa ciudad; Ante Pavelic, el dictador croata; el capitán de la SS, Erich Priebke; el general de la SS, Hans Fischbock; Herbert Cukurs, el verdugo de Riga, o Franz Stangl, comandante del campo de concentración de Treblinka.
El cardenal Lienart aún recordaba cuando, una tarde de primavera, en el jardín del Casino degli Spiriti, a principios de los años cincuenta, su padre le presentó a un invitado muy especial. Aquel hombre era todo un caballero: educado, amante del arte y la música, conocedor de la filosofía de Platón y Aristóteles y, sobre todo, buen conversador. Años más tarde, el cardenal recordaba cómo el invitado de su padre había sido secuestrado por los israelíes y ejecutado en la horca. Su nombre era Adolf Eichmann, uno de los máximos responsables de la Solución Final. Para muchos, la colaboración de la familia Lienart con el final del régimen nazi y la huida de sus líderes hacia Sudamérica era una leyenda más, como la de Casanova, y el poderoso cardenal secretario de Estado prefería que así continuase siendo.
Desde entonces, la residencia de Venecia permaneció bajo la atención de la fiel señora Müller, así como Villa Mondragone, la residencia de la familia Lienart en Frascati, a las afueras de Roma.
– ¿Sabemos algo del libro? -preguntó Mahoney interesado.
– Está en Berna y se ha comenzado a restaurar. Debemos darnos prisa. No podemos permitir que nadie llegue a conocer su contenido.
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