Pensando en aquel viejo abrigo, pensando en mi madre, el alma fue liberándose de la amargura, como si soltara un pesado lastre. La bicicleta avanzaba lanzando de vez en cuando algún gemido seco, y el esfuerzo de las pedaleadas me aligeraba la conciencia. Pensé en todos los que no habían querido estar con nosotros aquellas Navidades, y me dije que posiblemente su comportamiento no tenía nada que ver con la falta de amor, sino con una suerte de cobardía que les hizo trazar un particular camino para huir a su vez de las asechanzas del dolor. Ellos también añoraban a mi madre, también habrían notado su ausencia durante aquellas fiestas, y seguramente no fueron capaces de acercarse al lugar donde esa ausencia se haría más evidente, y por ello más dolorosa. No pensaron en nosotros, pero seguro que sí pensaban en mi madre, y la habrían recordado aquella Navidad con una plegaria, con una lágrima, con un lamento que no quisieron compartir con nadie, menos aún con nosotros. Quizá pensaron que su presencia en la casa sólo iba a servir para hacer más profunda nuestra herida. Se equivocaron, pero ¿quién no lo hace? ¿No me equivoqué yo al pedir a mi madre que tirase aquel abrigo?
Había anochecido cuando volví de mi paseo. Traía la cara helada por el aire de diciembre, y el alma algo apaciguada por el ejercicio y la paz del paisaje. También por los recuerdos de aquel paseo que había dado con mi madre por los campos nevados, muchos años atrás. Dentro me esperaban los míos. La chimenea estaba encendida, como todas las tardes del invierno, y también las luces del árbol y las de la guirnalda de la entrada.
– ¿Dónde estabas?
– Dando una vuelta en bici.
– ¿Con este frío?
Ni siquiera contesté. Me dirigí al armario de la entrada para colgar el anorak que llevaba puesto, y entonces, cuando buscaba una percha, vi que el viejo abrigo de mi madre seguía estando allí, medio oculto por cazadoras y chubasqueros, como queriendo esconderse de algo o de alguien, como intentando escapar de la expulsión definitiva. O, quizá, con la intención de desafiar todas las cosas que estaban en su contra, su vejez incontestable, su corte anticuado, la piel desgastada a la altura de los codos y del cuello. Mi madre no había querido tirar aquel abrigo. Aunque -al menos en mi presencia- no se lo había vuelto a poner después de aquella tarde, debió de considerar una deslealtad deshacerse de algo que le había sido útil, que le había dado cobijo y calor durante mucho tiempo, sólo porque ya no estuviese en perfecto estado de revista.
Me acerqué un poco y acaricié el forro, hundí la nariz en el cálido interior de aquella prenda que yo misma había desahuciado, y la presencia de mi madre lo llenó todo, el armario de madera, el vestíbulo de la entrada, el salón, la casa. En aquel preciso momento, su recuerdo se hizo tan vivo que no pude pensar nada más que en ella, y me di cuenta de que, igual que aquel abrigo, mi madre también seguía allí. Tenía lágrimas en los ojos cuando volví al salón, pero nadie me preguntó nada. En aquellos días, intentábamos no interferir en la forma de enfrentar la pena de cada uno de nosotros.
Pasamos el resto de las Navidades en una lucha sin cuartel contra la tristeza y resguardándonos en mi sobrina de la amenaza de las lágrimas. Aquel bebé largamente deseado por su abuela era ya una personita de un año y medio, que corría por la casa descubriendo que, al llegar determinadas fechas, el mundo cambia para volverse luminoso y distinto. Ella nos ayudó a sobrellevar la desdicha. La memoria de las Navidades pasadas y perdidas estaba allí, pero la niña simbolizaba las Navidades presentes y todas las Navidades futuras. Sin decirlo, todos estuvimos de acuerdo en que ella tenía derecho a ser feliz, a no crecer consumida por la pesadumbre ajena. A recordar, dentro de mucho tiempo, una Navidad radiante, sin sombras que la nublasen. Una Navidad como la que, junto a mi madre, habíamos vivido mis hermanos y yo. Fue precioso verla descubrir de nuestra mano las luces titilantes del árbol de Navidad, ser testigos de su sorpresa ante el aluvión de regalos de la mañana del 25 de diciembre, contarle de forma sencilla la historia del nacimiento de Jesús y la adoración de los Magos. No sé qué hubiésemos hecho esta Navidad de no estar ella con nosotros, reclamando nuestra atención, exigiendo nuestras sonrisas y nuestra alegría, contagiándonos de su inocencia, de su curiosidad y recordando que teníamos un motivo para plantar cara a nuestra pena. Mi madre decía siempre: «En Navidad, debería ser obligatorio tener un niño en casa.» Ahora que ella no está, nosotros tenemos a nuestra niña recordándonos nuestro deber de seguir viviendo y celebrando la misma Navidad que mi madre adoraba y que siempre intentó que fuese para sus tres hijos lo más feliz posible.
Cuando éramos pequeños, mis padres organizaban un verdadero espectáculo para entregarnos los regalos de Navidad. Solíamos hacerlo en la mañana del 6 de enero, cuando, tras una noche inquieta, avanzábamos con los ojos cerrados hacia el salón de la casa donde sus majestades de Oriente habían dejado los presentes de cada año, condicionados siempre por nuestro buen comportamiento. Recuerdo a mi madre, fingiendo sorpresa cuando entraba en el salón y encontraba las dádivas regias cuidadosamente colocadas sobre la mesa, sobre los sillones, en el suelo. En ocasiones, los Reyes se tomaban incluso la molestia de esconder alguna parte del botín, que no aparecía hasta que pasaban unas horas, incluso unos días. Una vez, un Scalextric permaneció casi una semana oculto tras el sillón grande del salón, hacia donde tuvo que guiarnos mi madre para que el juguete no se quedase allí hasta las Navidades siguientes. Mis hermanos y yo nos reímos al recordar la historia. Fue algo que hicimos constantemente: rememorar las fiestas pasadas con una nostalgia amable, como aquella vez que un pequeño terremoto sacudió la comarca en la tarde del día 24 y por alguna razón misteriosa nuestro árbol de Navidad quedó inclinado, como una torre de Pisa doméstica. O aquella vez que, en contra del consenso general, mi padre -que se encargaba de la luminotecnia del nacimiento- se empeñó en poner una luz roja parpadeante dentro del castillo de Herodes, y yo coloqué un cartel en la torre convirtiendo la fortaleza del rey en un puti-club de carretera. Se lo enseñé a toda la casa menos a mi padre, culpable del efecto lumínico y creador del escenario de la broma. Cuando mi madre vio el cartel, se rió tanto que se le saltaron las lágrimas.
También nos acordamos de una Nochebuena en que se fundieron los plomos justo cuando íbamos a empezar a cenar, y tuvimos que hacerlo completamente a oscuras, iluminados sólo por la luz de las velas. Y otra en que pensamos que se había quemado el asado. Estuvimos a punto de tirarlo, pero cuando lo probamos resultó que estaba más rico que nunca. Aunque a veces nos temblaba la voz, aunque a veces se nos humedecían los ojos, nos dábamos cuenta de que aquellas conversaciones nos sentaban bien: hablar alegremente de todas aquellas cosas era también una forma de hacer presente a mi madre.
De todos los recuerdos de los que echamos mano durante aquellos días, uno de mis preferidos tiene que ver con la madrugada del día de Año Nuevo. Sucedió hará ocho o nueve años. Mi hermana y yo regresábamos de una fiesta, con los zapatos de tacón en la mano y los trajes largos salpicados de papeluchos, y antes de acostarnos tomamos un bocado en el salón. Recordamos que una cadena de televisión había programado para aquella hora Qué bello es vivir, y decidimos ver alguna escena antes de acostarnos. Estaba casi al principio, cuando el pequeño George Bailey salva a un niño de morir envenenado y a su anciano patrón de la ruina y la cárcel. Mi madre entró sin que nos diésemos cuenta, y se sentó con nosotras a ver el resto de la película. Las tres conocíamos de sobra cada secuencia, cada diálogo, y eso nos permitía anticiparnos a lo que iba a pasar a continuación. Vimos las tres juntas todo el film de Capra, emocionándonos y riendo a la vez. Con la última escena, cuando el ángel que ha conseguido sus alas hace sonar las campanillas del árbol de Navidad, y los Bailey se abrazan mientras alguien toca al piano el Vals de las Velas, a las tres se nos saltaron las lágrimas mientras el sol del invierno empezaba a iluminar nuestro salón con las primeras luces del año nuevo.
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