Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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– No tenía que traer nada, Rendón -me dijo la madre-. Además, en nuestras circunstancias, no necesitamos cosas como ésas. Pero no le voy a negar que ha sido un detalle muy fino y de muy buen gusto.

Carmen asentía, ruborizada. Parecía feliz de estar allí, con sus padres y conmigo, conscientes de que a los ojos de los demás éramos ya una pareja de prometidos que contaban con las bendiciones familiares. Durante el almuerzo apenas habló, y comió como un pajarito, pero cuando su padre levantó la copa para brindar por ella y por mí, se emocionó tanto que me dio lástima. A partir de entonces fui convidado a almorzar en su casa todos los domingos, y a cenar un jueves de cada dos. No me preguntes el porqué de esa secuencia de invitaciones: los Orenes eran así. Carmen y yo salíamos juntos casi todos los días, y a veces ella se cogía de mi brazo para cruzar la calle, mientras me miraba arrobada con aquella sonrisa suya que yo intentaba corresponder al tiempo que hacía lo posible por apartar de mi cabeza el recuerdo de Hannah.

En consecuencia, y tal como yo preveía, mis relaciones con Salvador Orenes adquirieron una cómoda fluidez. Tomábamos café juntos, y me presentó a algunos altos cargos del ministerio que hasta entonces ni siquiera sabían de mi existencia. Una tarde coincidí en su despacho con Manuel Valera, cuyo nombre estaba también en la lista de simpatizantes nazis que me había entregado David Jusseu.

– Así que es Silvio Rendón… aquí su futuro suegro me ha hablado muy bien de usted. Me alegro de conocerle.

– ¿Quiere venir a tomar una copa con nosotros dentro de un rato? Carmen me ha dicho que van a ir al cine, pero creo que le dará tiempo a acompañarnos antes de ir a recogerla.

Tuve un instante de inspiración.

– Me gustaría mucho, pero tengo clase de alemán desde las seis hasta las siete y media.

Habría que ser ciego para no darse cuenta de la mirada que intercambiaron Valera y Orenes.

– ¿Estudia alemán? Qué curioso… ¿cómo le dio por ahí?

– Bueno, estuve en Berlín cuando era joven y me interesé por la cultura del país. Empecé a recibir clases entonces y las he retomado hace unos meses.

– Qué curioso -repitió Valera-. ¿Y se le da bien?

– Se me podría dar mejor -dije, con modestia-. Y ahora, si me disculpan, no quiero hacer esperar a mi profesor.

Dos días más tarde cené en casa de Carmen. Para mi sorpresa, Valero estaba allí. Mientras nos servían la comida, Orenes me preguntó por mis clases y también por aquel viaje a Berlín que en realidad no había realizado nunca. Agradecí a la suerte el que años atrás Elijah y yo hubiésemos preparado con tanto interés nuestra visita a Alemania, de forma que pude hablar de monumentos, de museos, de edificios emblemáticos y, creo que hábilmente, me las arreglé para lamentar la poca fortuna del destino de los alemanes. Valera y el padre de Carmen volvieron a mirarse. Acababa de pasar mi primer examen.

Volví a tener noticias de ambos sólo veinticuatro horas después. Valera nos invitó a comer en un restaurante cercano al ministerio. Había otros dos hombres en nuestra mesa, situada en un reservado. Cuando hicieron las presentaciones, reconocí uno de los nombres de la lista, el de Antolín Prado, que ocupaba una dirección general en el ministerio. La comida transcurrió en un ambiente extraño, sumida en esa tensión que lo domina todo en una reunión forzada. Aquél no era un almuerzo entre amigos, así que al principio hablé más bien poco y me dediqué a escuchar hasta que se tocó el tema de Alemania.

– El teniente Rendón pasó una temporada en Berlín.

Era evidente que había llegado mi turno. Recordé fingiendo nostalgia mi falso viaje por tierras germanas. Hablé de los paisajes, de la belleza de la capital y, sobre todo, del admirable carácter de sus gentes, expresando mi total convicción de que el pueblo alemán sería capaz, también esta vez, de resurgir de sus cenizas. Aproveché para condenar la extrema dureza de los bombardeos aliados sobre ciudades emblemáticas como Berlín o Dresde, y las muchas bajas civiles que habían provocado.

– Nadie habla de esos muertos -gruñó Valera.

– En cambio -dijo Antolín Prado- en el extranjero no dejan de dar la lata con lo que dicen que les ocurrió a los malditos judíos.

– Silvio acaba de regresar de Estados Unidos -intervino Orenes-. ¿Qué se cuenta por allí sobre ese asunto?

No había previsto una pregunta de ese tipo. Esbocé una media sonrisa.

– Bueno… no había judíos en los círculos en los que yo me moví durante mi estancia en América, y me temo que mis amigos americanos no se dejan inquietar por esa cuestión. Digamos que la suerte de los judíos no está entre sus preocupaciones principales.

Hubo una carcajada general, una carcajada espontánea y despreocupada que hizo que se me encogiera el estómago. Eran hombres como los que se sentaban ante aquella mesa los que habían condenado al horror a Ithzak, a Hannah, a Amos, a cientos de miles de personas que murieron en los guetos y en los campos. Y allí estaba yo, riendo sus bromas, aportando mis chistes, compadeciendo al mismo pueblo que había sido responsable directo de la peor masacre de la historia moderna mientras fijaba en mi rostro la expresión de estúpida complacencia que dibuja el que ha encontrado en el camino a gente de su misma calaña, a bestias pertenecientes a su misma especie. La idea de que pudieran considerarme uno de ellos me estremecía, pero también despertaba en mí una excitante sensación de triunfo.

Mientras tomábamos el café saqué una caja de puros canarios que fueron muy bien recibidos por mis compañeros de almuerzo.

– Todo un detalle, Rendón. -Valera encendió el suyo.

– ¿No les había dicho que este muchacho es una joya? -El padre de Carmen me palmeaba la espalda-. Jóvenes así son los que nos hacen falta en España.

– Rendón -era Antolín Prado quien hablaba-: Orenes me ha contado que recibe usted lecciones de alemán. Tal vez podría practicar lo que ha aprendido. Tengo algunos amigos alemanes a los que creo que le gustaría conocer.

– Será un placer -dije, simulando un interés sólo relativo.

Zachary West regresó de Nueva York al día siguiente y me llamó al ministerio para citarme en su casa a la hora de cenar. Llevábamos casi dos meses sin vernos, y le encontré cansado pero contento. Traía buenas noticias, me dijo. Había estado recaudando fondos para la Organización, y la respuesta de los judíos americanos había sido tan positiva que en lo tocante a reservas monetarias no habría motivos de preocupación. Me contó que Elijah y Mary Jo habían vuelto de su viaje de novios y que ya estaban instalados en la casa de Central Park que había sido el regalo de bodas del Rey de las mediasuelas. Querría haberle preguntado por Hannah Bilak, pero no lo hice. Me bastaba pensar en ella para seguir sintiendo un dolor agudo en alguna parte, así que prefería no tener noticias suyas.

– Bueno, cuéntame tú. Sé que estás metido en faena. Me dijeron que te habían enviado a Jusseu. Es un tipo raro, ya te habrás dado cuenta, pero no te preocupes por él. A partir de ahora despacharás conmigo. ¿Hay novedades?

– Yo diría que sí. Ayer comí con tres personas que están en la lista de colaboradores que me entregó Jusseu, y creo que ninguno pone en duda mis simpatías por Alemania. De hecho, uno de ellos, Antolín Prado, quiere que conozca a unos amigos de allí que están de visita en España.

– Esto se te da mucho mejor de lo que pensaba.

Le miré con una media sonrisa y decidí ser sincero.

– La verdad es que lo tuve fácil. Uno de los nombres de la lista, Salvador Orenes, es el padre de mi novia.

– De tu ¿qué? Silvio, ni siquiera sabía que tuvieses novia…

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