Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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– Feliz año, señorita Cecilia.

– Feliz año, Lucinda. ¿Qué tal han pasado las fiestas?

La asistenta se encogió de hombros.

– Pues por aquí, el señor Silvio y yo. El 24 cené con mis hijos y con mi nuera, pero la mañana del 25 me vine aunque tenía el día libre. Me daba pena el viejito, todo el día solo en esta casa tan grande. Ande a verle, que estaba deseando que regresara usted.

Entré en el salón. Me estaba esperando de pie, con la caja de fotos ya preparada encima de la mesa.

– Feliz año nuevo, Cecilia. Me alegro de que hayas vuelto.

Me senté a su lado.

– ¿Te acuerdas de dónde nos quedamos la última vez?

– Claro. Usted quería trasladarse a Nueva York para estar cerca de Hannah Bilak, y cambió de idea a última hora. ¿Sabe que le he dado muchas vueltas a lo que me contó? ¿Nunca pensó en seguir adelante, en hablar con Zachary West y explicarle que no quería volver a España?

Me contestó sin apartar la vista de la caja de fotos.

– No podía hacer eso. Zachary contaba conmigo, y ya le había decepcionado una vez. Cuando pensaba en quedarme en América, ni siquiera recordaba mi compromiso, ni pensaba en la Organización, ni siquiera en el pobre Ithzak.

– Pero ¿por qué lo hizo exactamente? ¿Fue por Zachary, por los Sezsmann…?

– Fue por todos… o, más bien, fue por mí. Necesitaba saldar cuentas con mi propia actitud en el pasado. Por eso ingresé en la Organización. Para poder perdonarme a mí mismo.

– Y eso le cambió la vida…

– Pues sí. Pero no sabes hasta qué punto. No, no puedes imaginarte lo que pasó después…

Hannah regresó a Baltimore a la mañana siguiente de la boda de Elijah. Nos despedimos en la estación de tren de Grand Central, y creo que los dos recordamos aquella otra separación que había tenido lugar mucho tiempo atrás, en Varsovia, cuando el mundo y nosotros éramos tan distintos.

– Espero que esta vez no pasen once años hasta que volvamos a vernos -me dijo, risueña. No parecía triste ante la perspectiva de decirme adiós. Recuerdo que se había puesto un sencillo traje de dos piezas y una blusa blanca, y que llevaba el pelo suelto a la espalda. Parecía más joven que la noche anterior, y cuando entró sola en el vagón se me antojó también más indefensa y más frágil. Habría querido abrazarla, pero no me atreví. Le estreché la mano, y ella mantuvo la mía agarrada unos segundos.

– Que tengas un buen viaje de regreso.

– Tú también. Saluda a tu madre de mi parte. Te escribiré desde España.

Esperé en el andén hasta que el tren se puso en marcha. Ella permaneció asomada a la ventana, sonriendo, agitando la mano en un gesto de despedida que me pareció casi infantil. Me quedé allí hasta que el tren se perdió de vista, y luego volví sobre mis pasos diciéndome que jamás sabría qué estaba pensando Hannah Bilak en aquel instante, mientras las circunstancias volvían a separarnos, como ella tampoco sabría lo que estaba pensando yo: que aquella joven que se alejaba en un tren con destino en Baltimore era la única mujer con la que hubiera querido compartir mi destino. Y que nunca, en toda mi vida, me había sentido tan triste como en aquel momento.

Volví a España dos días después. Ni siquiera recuerdo cómo fue el vuelo: la nostalgia, y la autocompasión tienen mucho más peso que el miedo a volar, así que no hice otra cosa que pensar en Hannah Bilak: en sólo cuatro días había conocido y perdido a la mujer de mi vida, y refocilarme en aquella certeza impidió que me angustiase por las turbulencias.

Llegué a Madrid unos días antes de que finalizasen mis vacaciones. Tras llamar a mis padres para decirles que estaba de vuelta y contarles por encima los detalles de la boda -a mi madre le decepcionó mucho mi escasa memoria en lo tocante al vestido de la novia-, dormí una especie de siesta de diez horas, al término de la cual dediqué un buen rato a ordenar el equipaje, a ordenar mi casa y, cómo no, a ordenar también mi futuro inmediato. Me dije que lo primero que debía hacer era romper toda relación con Carmen. Si algo tenía claro tras haber reencontrado a Hannah era que de momento no quería tener nada que ver con ninguna otra chica. No hace falta que te cuente que, pese a estar próximo a los treinta años, mi experiencia en relaciones con mujeres, no digamos ya en el protocolo de las rupturas, era completamente nula. ¿Qué debía hacer uno si había tomado la firme decisión de abandonar a una novia a la que ni siquiera consideraba como tal? ¿Sería correcto enviarle una carta? ¿Un recado por medio de alguien? La sola perspectiva de acabar con Carmen durante una de nuestras meriendas en la cafetería, con sus primas dentonas y bisojas vigilándonos desde una mesa vecina, era suficiente para ponerme los pelos de punta. Me dije que quizá Zachary, que era un hombre de mundo, podría darme algún consejo para hacer bien las cosas. De todos modos, tampoco corría prisa. Carmen ni siquiera sabía que había vuelto a Madrid, de forma que podía tomarme unos días antes de abordar la cuestión.

Tal como Zachary West me había advertido, los responsables de la Organización se pusieron en contacto conmigo veinticuatro horas después de mi llegada. Un tal David Jusseu se presentó en mi casa y, sin perder el tiempo en cortesías, tomó asiento y empezó a contarme todo lo que creía que debía saber acerca de la entrada en España de personajes pertenecientes al entorno nazi.

La Operación Puertas Abiertas había empezado a prepararse antes de que se iniciaran los juicios de Nuremberg. Se trataba de acoger en territorio español al mayor número posible de antiguos miembros de las SS para librarles de la persecución de los tribunales internacionales. Los planes, que habían sido diseñados por un grupo de simpatizantes nazis radicados en España y Sudamérica, contaban con la bendición del gobierno de Franco, que había prometido dar apoyo logístico y legal a los recién llegados. En la operación estaban involucrados un buen número de excombatientes de la División Azul, algunos políticos claramente filonazis y unos cuantos hombres de negocios dispuestos a prestar soporte financiero al entramado.

– Hasta ahora eso era todo lo que sabíamos. Pero hace unos días la suerte se puso de nuestro lado: conseguimos detener en Francia a dos antiguos miembros de la Gestapo. Llevaban encima dinero español y dos billetes de tren con destino a Irún. Entre los papeles que se les incautaron había información acerca de los contactos españoles con los que cuentan los nazis. Tenga, le he preparado una copia de parte de los documentos.

Me tendió una carpeta de cartón azul cerrada con gomas, como las que usaban los escolares. No había nada escrito fuera, así que su aspecto era de lo más inofensivo.

– Aquí están los nombres de las personas a las que los detenidos debían acudir en busca de ayuda una vez se encontrasen en territorio español. Algunos son altos funcionarios del ministerio en el que usted trabaja. Debe intentar acercarse a ellos, ganarse su confianza, incluso su amistad. Si conseguimos colocar a uno de los nuestros en su círculo, habremos dado un paso de gigante. La Organización le proporcionará dinero para los gastos que pueda tener, ya sabe, comidas, regalos… En este sobre hay cinco mil pesetas. Le daremos más cuando lo necesite. Le pido que no se preocupe por cuestiones materiales, eso es cosa nuestra. Sí es importante que los papeles que le entrego estén siempre en un lugar seguro. Vive usted solo, ¿verdad? ¿Hay alguien más que tenga llaves de esta casa?

– La portera sube dos veces por semana para hacer la limpieza. Pero no se preocupe por ella, no acostumbra a fisgar.

– Mejor así. El señor West le habrá advertido de que no puede hablar de esto con nadie, así que no insistiré sobre el asunto. En cuanto a sus honorarios…

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