Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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En tiempo de prodigios: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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Luego nosotros crecimos, y nos fuimos para volver en Navidades. Mi madre y mi padre aprendieron a ir solos a buscar el musgo, y solos también preparaban el tablero del nacimiento que, sin el concurso impertinente de tres pequeños desmanotados, fue ganando en buen gusto y complicándose con nuevos elementos en el paisaje de Belén. En los últimos años, mi madre había asumido la dirección del proyecto, y cada Navidad se retaba a sí misma para levantar un nacimiento mejor y más perfecto que el del año anterior. De forma sumisa, mi padre se convirtió en un simple peón aplicado a las órdenes de su mujer, que era la responsable última de aquel precioso tinglado de montañas, cascadas y grutas misteriosas, caminos de arena y riscos escarpados. Cada año, durante las pascuas, eran muchos los que se acercaban a nuestro hogar para ver el nacimiento que instalaba mi madre. Ahora, dentro de aquella casa, me esperaban los restos de la Navidad, pues ella se había llevado consigo una parte importante del material con el que estaban hechas aquellas fiestas.

Me recibió mi hermano, que intentaba parecer alegre. Es el más joven de los tres, y desde que mi madre no está, se ha echado sobre los hombros la tarea de proteger a mi padre de las sombras de la pena. No se lo he dicho nunca, pero creo que lo que hace tiene un valor extraordinario. De los tres hermanos, él es el menos afortunado: por haber nacido el último vivió con mi madre cinco años menos que yo, de forma que la perdió cinco años antes. A cambio, ella le protegió a él mucho más que a nosotras. A veces pienso que también le quiso un poco más. Y no me importa. Me sentí suficientemente amada por ella como para aceptar que el peso de su amor era más grande con respecto al menor de sus tres hijos.

En el salón, mi padre había instalado un nacimiento sólo relativamente chapucero, y un árbol cubierto de luces cuyos cables intentaba ocultar colgando entre las ramas figuritas de madera y lazos de fieltro rojo. Colocó las guirnaldas de falso acebo que había comprado mi madre años atrás, el tapete con dibujos de casitas nevadas que había confeccionado y los cojines con motivos pascuales que ella misma había cosido. Puedo imaginar lo dolorosa que tuvo que resultarle aquella tarea y su pena al revolver entre tantos objetos cargados de sentido, puedo imaginar lo denso de su soledad en el momento en que hacía sin mi madre las mismas cosas que llevaba casi cuarenta años haciendo con ella. Por eso, cuando entré en la casa y vi las figuras descascarilladas del belén, las luces del abeto y las velas rojas de los candelabros, pensé en cuánto había amado mi padre a mi madre y cómo ahora intentaba conservar ese amor a través de las cosas que habían sido de ambos. Mi padre se negaba a renunciar a ese amor, como tampoco renunciaba a decorar la casa y a celebrar la Navidad incluso sin su esposa.

No hablé de eso con mi padre. Hay cosas que uno prefiere no sacar de adentro. Le abracé, y en silencio le ayudé a rematar su trabajo mientras el recuerdo de mi madre pasaba suavemente sobre el árbol adornado y el musgo húmedo del nacimiento.

Cuando mi madre enfermó y cambió la vida de todos, la vida de mi padre también cambió. Él, que llevaba treinta y tantos años dejándose cuidar por una persona, descubría de golpe que las tornas habían cambiado y que era él quien tenía que cuidarla a ella. Mis hermanos y yo estábamos preocupados por eso. ¿Cómo iba a reaccionar mi padre a la necesidad irrevocable de poner del revés toda su rutina? Para nuestro desconcierto, respondió sorprendentemente bien. Aquel hombre fruto de una educación anticuada y machista, que era incapaz de lavar una taza, prepararse una infusión o freír un huevo sin organizar un zafarrancho monumental en la cocina, se convirtió de la noche a la mañana en un perfecto ejemplo de mayordomo eficiente. Aprendió a poner lavadoras, a seleccionar las prendas que hay que lavar a mano, a hacer la compra diaria y a distinguir los productos de limpieza. Mi madre le enseñó a guisar: se sentaba en el banco de la cocina y le daba instrucciones precisas para ejecutar esta o aquella receta. Demostró ser un buen alumno, y en unos meses fue capaz de preparar un buen número de platos con una habilidad notable.

Mi padre nunca se quejó por esa parte de carga que había tenido que asumir. Los efectos colaterales de la enfermedad de mi madre que le afectaban directamente a él parecían traerle sin cuidado. Le ponía el desayuno por las mañanas, recogía la mesa, planchaba la ropa. Parecía contento de poder hacerlo. Pidió incluso una reducción de su jornada en el trabajo para poder dedicar todo el tiempo posible a cuidar de su esposa. No pudo sacar demasiado partido a aquella situación: mi madre murió sólo cuatro meses después de que concediesen a mi padre una especie de jubilación anticipada. Pero imagino que aquellas semanas de entrega, de tierno cuidado a quien fue su mujer durante treinta y siete años, tienen por fuerza que haberse convertido en otra preciosa fuente de recuerdos.

Durante aquellos días llamé a Silvio, y escuché su voz familiar deseándome unas felices fiestas y un buen año Nuevo. No fueron charlas largas: Silvio detestaba el teléfono, a pesar de lo cual sabía resultar afectuoso, cálido incluso, en sus frases cortas y sus lacónicas respuestas. Me di cuenta de que le añoraba, de la misma forma que todas las Navidades añoro a un puñado de amigos especialmente queridos que están lejos por una u otra razón. Cuando somos niños, el mundo es perfectamente compacto. Todo está cerca, porque en realidad nuestra nómina de verdaderos afectos es mucho más limitada y se reduce a la familia. Pero luego, al madurar, aparecen personas que entran en nuestras vidas para aumentar la lista de añoranzas, y en determinados momentos es imposible no echar de menos a alguien en concreto, a alguien a quien queremos, a quien necesitamos. A alguien que está lejos. O, peor aún, a alguien que ya no está.

La tarde del 26 hablé con Elena, que vivía en Nueva York sus particulares Navidades blancas. Me dijo que llevaba tres días nevando sin parar.

– La ciudad debe de estar preciosa…

– No seas cursi. Cuando nieva, Nueva York es una sucursal del purgatorio. El tráfico se pone imposible y desplazarse es una aventura. Mi madre resbaló hoy en una placa de hielo y se ha hecho un esguince.

– Vaya por Dios.

– Entre nosotras, yo creo que lo que tiene es cuento, pero no voy a discutir. La tengo en el sofá, con la pata chula, atracándose de bombones. Le va a subir el azúcar, pero paso de decirle nada.

– Oye, ¿y Sergio? -Era el hermano mayor de Elena. Vivía en Roma con su mujer y su hija, y dos hijos de un matrimonio anterior de ella.

– Ésa es otra. Dijo que iba a venir, lo cual hubiese sido un detalle teniendo en cuenta que lleva meses sin ver a mis padres. Dos días antes de Nochebuena me llamó para contar que le había surgido un problema en el trabajo y que tenía que quedarse en Italia. Me sentó como un tiro, pero no le dije nada. Me juego el cuello a que ese cambio de planes es cosa de la bruja de Giovanna, que nos odia a todos. Pero mira, que hagan lo que quieran, bastante tengo yo con todo el jaleo de estas fiestas. La familia de Peter comió con nosotros el día de Navidad. Fuimos diecinueve, ¿te imaginas? Tuve que apañarme sola, porque le dimos el día libre a la gente del servicio.

«La gente del servicio.» Elena decía esas cosas con tanta naturalidad que te transportaba fácilmente al viejo Nueva York de Edith Wharton. Sí, la Navidad en aquella casa podía haber salido perfectamente de una escena de La edad de la inocencia.

– Tomamos pavo, por supuesto, y la madre de Peter trajo una tarta riquísima. Los niños ensayaron un villancico y a Eliza se le olvidó la letra. Se echó a llorar, la pobrecita. Lo pasamos bien. El último invitado, un primo de Peter que vive en Newport, se marchó a las diez de la noche borracho como una cuba. Casi se mata al bajar las escaleras, tendrías que haberlo visto.

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