Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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– No entiendo…

A Zachary le brillaban los ojos.

– Los alemanes comienzan a moverse. Estábamos seguros de que ocurriría en cuanto se confiaran. Las detenciones han empezado hace días. Hemos localizado en Francia a dos altos oficiales de las SS, y a un montón de antiguos miembros de la Gestapo que estaban a punto de establecerse en Austria. Y sospechamos que hay varios capitostes del partido nazi que tienen planes para cruzar la frontera española.

Zachary West me miraba con aire triunfante mientras sostenía su copa de coñac.

– El baile ha empezado, y ahora te toca a ti. En cuanto llegues a España recibirás las primeras instrucciones. Bienvenido a la Organización.

Balbuceé algo ininteligible. Zachary debió de pensar que estaba tan emocionado que no me salían las palabras.

– Bueno… ¿y tú? ¿Qué querías decirme?

Noté algo raro en la boca.

– Nada… que… que no he hecho ningún regalo de boda a Elijah y Mary Jo. Soy… soy un desastre… ¿sabes si hay alguna cosa que quieran?

Zachary apuró la copa de coñac.

– Puedes comprarle un abanico a Mary Jo. Yo se lo traeré la próxima vez que venga a Nueva York.

TERCERA PARTE

Al poco tiempo de morir mi madre, empecé a ver como una amenaza las primeras Navidades sin ella. Imaginaba la mesa pascual con su silla vacía, me veía a mí misma preparando en soledad la cena de Nochebuena, evocaba otras Navidades, lloraba por anticipado. Y, al aproximarse el adviento, me di cuenta de que había recreado tantísimas veces la Horrible Primera Navidad Sin Mamá, que el miedo cerval que me inspiraba la llegada de diciembre había empezado a deshacerse como la espuma cuando se manosea. El primer día que descubrí a los empleados municipales colocando las guirnaldas de bombillas en las calles de Madrid no se me subió el llanto a los ojos, sino que recordé, casi con una sonrisa, cómo otros años llamaba a mi madre para describirle la iluminación que colocaba el Ayuntamiento en las zonas de Callao y la Gran Vía. A veces, mi madre viajaba a Madrid en las vísperas de Pascua, y juntas visitábamos los tenderetes de la plaza Mayor y la sección de adornos navideños de los grandes almacenes, escandalizándonos en ocasiones con el precio de los objetos de importación. No se me olvida un enorme Papá Noel austríaco, hecho enteramente a mano, que costaba casi cuatrocientos euros: «Por ese precio -había dicho mi madre- deben de haberle cosido la ropa con los pies.»

Siendo yo una niña, mis padres habían viajado a Alemania y Suiza a principios del mes de diciembre, y trajeron de allí todo un tesoro para decorar la casa en las próximas fiestas: pequeños santa claus para colgar del abeto, bolas de cristal transparentes y ligeras como pompas de jabón, coronas de acebo, campanas plateadas y hasta una colección de diminutos instrumentos musicales que brillaban entre las ramas del árbol como si estuviesen hechos de oro. Mis amigas habían venido a merendar una tarde, y todas estuvieron de acuerdo en que no había en ninguna otra casa unos adornos navideños tan bonitos como los nuestros. Recuerdo aquella Navidad -creo que fue la de 1981- como una de las más felices de toda mi infancia.

Aquella misma tarde hablé con mi padre para planificar las jornadas supuestamente festivas que se nos venían encima. Me preguntó qué íbamos a cenar en Nochebuena, y decidí poner las cartas sobre la mesa.

– Papá, no creo que sea buena idea pasar esa noche en casa.

Pude escuchar su silencio.

– Ya veremos.

Me aterra esa frase, «ya veremos». Mi padre la utiliza cada vez que quiere aplazar la toma de una decisión crucial, o cuando no desea enfrentarse con algo que verdaderamente le preocupa. Pero esta vez yo no iba a dejar que las cosas se quedaran en un «ya veremos».

– Creo que es mejor que cenemos con los tíos.

Mi padre tiene cuatro hermanos y se lleva bien con todos. Dos están casados y tienen hijos. Una de mis tías me había insistido para unirme a ellos la noche del 24, y la verdad es que cualquier cosa me parecía mejor que encerrarnos en casa mi padre, mi hermano y yo (mi hermana cenaba con su marido y la niña en casa de sus suegros), bajo una espesa capa de tristeza avivada por la conciencia de la fecha.

– A mí no me importa quedarme aquí -dijo.

– Pero a mí sí -contesté. Mi voz sonaba firme, neutra, como cuando estaba en una reunión discutiendo un contrato.

– No sé qué tiene de malo cenar en casa, como siempre…

Esta vez tomé aire antes de responder, e intenté que mi voz fuese cálida: la voz de una hija y no la de una negociadora.

– Papá… ya no puede ser como siempre.

No había más que decir.

Antes de marcharme a Galicia, fui al piso de Silvio para desearles a él y a Lucinda una feliz Navidad. Me preocupaba que el abuelo estuviese desanimado con la idea de pasar las fiestas en la sola compañía de la asistenta, pero mi amigo estaba hecho de un material muy particular. Me aseguró que las Navidades le resultaban por completo indiferentes. No se ponía triste, no le molestaba el soniquete de los villancicos ni el derroche de la iluminación, le daba igual recibir o no montones de christmas y, por supuesto, no enviaba ninguno («¿y a quién se los iba a mandar?»). Jamás había tomado las uvas al compás del reloj de la Puerta del Sol («me parece una cochinada, todo el mundo engullendo y atragantándose al mismo tiempo»), no adornaba la casa y sólo compraba regalos a sus bisnietos. Lo que sí le gustaba era el turrón («será porque no lo puedo comer»), el sorteo de la lotería del 22 («aunque nunca en la vida me ha tocado nada») y la cabalgata de Reyes («la veo por la tele todos los años»).

Les llevé a él y a Lucinda unos regalos. Para la asistenta, un frasco de perfume que se probó enseguida, dándose toquecitos detrás de las orejas. Para Silvio, una bufanda de punto en tonos tostados que pareció gustarle mucho. Me abrazó al despedirnos. No preguntó cuándo iba a volver pero supe que él también iba a echarme de menos durante aquellos días. De común acuerdo habíamos decidido interrumpir su historia hasta mi regreso -la última semana había sido para mí de constante ajetreo con cenas de celebración y compras de última hora en medio de hordas de consumidores enloquecidos- y me salté nuestras visitas con la conciencia de estar cometiendo una suerte de traición.

Llegué a casa de mi padre en la tarde del 23 de diciembre. Mentiría si dijese que el corazón no se me encogió en cuanto abrí la cancilla del jardín y recordé otras vísperas de Navidad, cuando había recorrido el mismo camino empedrado hacia la casa, bajo la sombra protectora de los robles centenarios. Mi madre y mi padre estaban dentro, esperando la llegada de sus hijos, con el fuego encendido en la chimenea y muchos planes para las vacaciones. Mi madre nunca dejó de salir a la puerta a recibirme, ni siquiera en los últimos dos años, cuando ya necesitaba las muletas para caminar y sus pasos eran lentos y cortos como los de un niño. Vuelvo a ver la expresión radiante de su cara cuando entrábamos diciendo en voz alta, «Feliz Navidad, Feliz Navidad», cuando nos abrazaba para prologar los momentos dichosos que íbamos a vivir en los días siguientes.

Era ella quien ponía el belén todos los años. Incluso cuando éramos muy pequeños permitía que la ayudásemos a formar caminos con el serrín, y convertía en una verdadera fiesta la tradición anual de coger el musgo. Recuerdo aquellas jornadas que empezaban a media mañana, cuando mi padre nos metía en su coche y nos íbamos, los cinco, a algún lugar alejado del casco urbano. Allí buscábamos entre las peñas húmedas y los márgenes de algún arroyo las verdes alfombras de musgo para reinventar un Jerusalén imposible y distinto, una Palestina ideal donde había prados jugosos en mitad del desierto, palmeras nevadas y animales de corral más grandes que los pastores y los camellos de los magos.

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