– ¿Cómo estás, Hannah? ¡Dios mío, cuánto has cambiado!
– Tú también has cambiado un poco. Muchos años para los dos ¿eh? Muchos años para todos, creo.
Hablaba inglés con un delicioso acento eslavo.
– Menos mal que has llegado. -Elijah la abrazó como hubiese hecho con una hermana, y por un segundo envidié a mi amigo, que había llegado con Hannah a semejante grado de confianza-. ¿Qué tal el viaje desde Baltimore?
– Horrible. El tren se paró tres veces. Creí que iba a tener que llegar andando…
– ¿Y tu madre? ¿Cómo está?
– Un poco mejor. El invierno es malo para ella. Se quedó triste, hubiera querido venir, pero sigue sin tener mucha fuerza. Por cierto, Elijah, te envía esto…
Hannah abrió su bolso, una pequeña limosnera de encaje bastante desgastada que debió de haber pertenecido a su madre, y sacó un paquetito envuelto en papel de seda. Elijah lo abrió: eran unos gemelos de oro.
– Fueron de mi padre. -Los ojos se le volvieron a humedecer-. Mi madre quiere que sean su regalo para ti.
Elijah pareció dudar durante unos segundos: era un presente excesivo, sobre todo viniendo de una mujer sola y con pocos recursos, pero mi amigo se dio cuenta del hondo significado del obsequio, así que se despojó alegremente de los gemelos que llevaba y se colocó los que Hannah acababa de entregarle.
– Los llevaré el día de la boda. Díselo a tu madre, Hannah.
Se abrazaron otra vez.
– Bueno, bueno, el cupo de emociones está agotado. -Zachary West acarició la mejilla de Hannah-. Por cierto, querida, estás preciosa con ese vestido. Claro que estás preciosa con todo, pero eso ya lo sabes. Vamos a tomar una copa rápida, ¿de acuerdo? Cuando lleguen los invitados se llevarán a Elijah y no volveremos a verle en toda la velada.
Puedo decirte que aquella noche no hice otra cosa que mirar a Hannah. Creo que nuestros compañeros de mesa debieron de decirse que éramos dos perfectos groseros, pues apenas intercambiamos con ellos unas cuantas frases de cortesía obligada. No hablamos del pasado, sino que empleamos aquella cena en conocernos otra vez. Hannah me habló de su sencilla vida en Baltimore, de cómo había obtenido su título de enfermera y de lo mucho que le gustaba el trabajo en el hospital. Yo le hablé de mi cargo en el ministerio, de mi hermano fotógrafo, incluso de mi familia en Ribanova. De quien no le hablé fue de Carmen. Después de todo, no sabía muy bien qué debía decir acerca de ella.
Después de la cena, mientras servían el café en otro salón, Hannah y yo nos instalamos en un rincón discreto, y allí la conversación rodó hacia otros asuntos. Habían ocurrido tantas cosas terribles durante aquellos años que era imposible eludirlas: hacerlo hubiera sido como volver a empezar desde una mentira, pretender que nuestras vidas (y, sobre todo, la vida de Hannah) habían estado marcadas por la tranquilidad y la bonanza. Ella me contó cómo su madre había sido abandonada por su marido ario, que se llevó a los hijos de la pareja y la dejó a expensas de su suerte. Me sorprendió que no hablase de aquel hombre con demasiado rencor.
– Eran tiempos difíciles para todos -dijo- y quizá el señor Griessmer sólo quería proteger a mis hermanos. Ahora los tres están muertos. Ocurrió cuando los aliados bombardearon Dresde. De no ser porque Zachary movió cielo y tierra para embarcar a mi madre en el Saint Louis , ella tampoco habría sobrevivido. Consiguió hacerla llegar a América, y se ocupó de cuidarla hasta que pude hacerlo yo. Ha seguido ayudándonos durante todos estos años. -Señaló el vestido que lucía-. ¿Crees que una enfermera podría comprarse un traje así?
La abuela de Hannah había muerto en el año 37, cuando ya Amos Sezsmann estaba muy enfermo. Con el permiso de su madre, ella se había trasladado a vivir a la casa de la calle Trebaka para poder ayudar a Ithzak en sus cuidados al anciano músico. A pesar de todo, aquéllos habían sido unos años felices. Los Sezsmann y Hannah formaron una pequeña familia. Ithzak seguía con sus estudios, aunque ya no dedicaba tanto tiempo a hacer prácticas con el violín y el piano, y Hannah se ocupaba del gobierno de la casa y de mimar al enfermo. Ithzak y ella hablaron de casarse en una ceremonia íntima con la sola presencia del rabino y un par de testigos, pero las tímidas esperanzas de que Amos recuperase su salud les hacían retrasar sus proyectos de boda. Luego llegó la ocupación nazi, y casi de inmediato los planes para sacar a Hannah del país.
– Yo no quería marcharme, ¿sabes? Prefería permanecer en Varsovia con Ithzak y con el pobre Amos… estaba inválido, y necesitaba ayuda hasta para comer. Pero fue Ithzak quien me obligó a dejar Polonia. Dijo que no podía cuidar de su padre y de mí al mismo tiempo, que Amos le necesitaba y que volveríamos a reunimos antes de lo que yo podía imaginar. Le dije que sí a todo, pero no le creí. La noche que vinieron a buscarme para salir del país, yo sabía que era la última vez que veía a Ithzak. No me preguntes cómo, pero lo sabía.
Cuando llegó a Estados Unidos, su madre estaba esperándola. Llevaban seis años sin verse, y sólo cuando la abrazó, allí, en el muelle, agotada y triste, desorientada y llena de miedo, se dio cuenta de cuánto la había echado de menos, de cuánto había necesitado su ayuda, sus consejos, su amor. Recuperar a su madre fue un tibio consuelo para el dolor que sentía, y la idea de cuidar de ella, un acicate para superar la pena y seguir viviendo.
Zachary West las instaló en Baltimore, donde poseía una casa que había comprado tiempo atrás como inversión y que nunca había llegado a estrenar. Hannah aprendió inglés con relativa rapidez -su dominio del alemán, el francés y el polaco le facilitó el estudio de un cuarto idioma bastante más sencillo que los que ya manejaba- y luego se matriculó en una escuela de enfermería. Zachary se hizo cargo de todo.
– Fue como un padre, como un hermano. Y actuaba con tanta discreción, con tanta elegancia, que a veces ni siquiera nos dábamos cuenta de algunas de las cosas que hacía por nosotras.
Y mientras Hannah y su madre intentaban recomponer sus vidas, las noticias sobre lo que ocurría en el gueto habían llegado hasta círculos judíos de América del Norte. Se hablaba de las deportaciones, de los campos de exterminio, de los experimentos científicos con hombres y mujeres llevados a cabo por los alemanes…
– Cada cosa que me contaban era peor que la anterior, así que la idea de que Ithzak estaba muerto acabó convirtiéndose en una esperanza. Qué raro, ¿verdad? Llegué a rezar el kaddish por él. Prefería creer que la muerte le habría librado de todo aquel horror. Pero a veces pensaba que quizá estuviese vivo y sufriendo. El día que Elijah me contó lo que había pasado me puse triste, pero también fue como si me liberase de un peso. La verdad, por mala que sea, siempre es mejor que hacerse preguntas que no puede contestar nadie.
Rechazó una copa de champán que le ofrecía un camarero, y pidió en su lugar un vaso de agua mineral.
– ¿Quieres saber algo que resulta ridículo? -me dijo-. Los Sezsmann eran unos judíos bastante atípicos. Ni siquiera observaban el sabbath , y en su despensa había suficientes productos de cerdo como para condenar a media colonia judía de Varsovia. Yo fui la primera persona que encendió en aquella casa las luces de Hannukah . Ellos no lo habían hecho nunca, y sin embargo tenían dos árboles de Navidad. Conocían nuestras tradiciones, pero no las respetaban. La abuela Bilak se escandalizó al saber que la cocinera de Amos ni siquiera estaba al tanto de las reglas del kosher . Creo que los Sezsmann le parecían un par de herejes. Sin embargo, a ellos les mataron por ser judíos, y yo sigo viva. Es una ironía ¿a que sí?
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