La primera vez que salimos juntos, Carmen se presentó a la cita con sus dos primas y luciendo un pañuelo morado alrededor del cuello. Lo tomé como una señal. Aquella chica había visto en mí una posibilidad de redención de la amargura familiar cuidadosamente conservada durante casi ocho años. Ahora sé que hubiese debido reflexionar acerca de todo aquello, sobre aquel pañuelo malva y sobre la infinita responsabilidad que estaba asumiendo al aceptar la condición de acompañante de una muchacha guapa y triste que estaba deseando poner punto y final al luto que llevaba por fuera y por dentro. Pero no lo hice. Tampoco para mí era un buen momento, así que seguí adelante con las citas, las meriendas, los paseos por el Botánico y las sesiones de cine junto a media docena de amigas.
Le hablé de Zachary y de Elijah omitiendo algunos detalles de nuestra relación, y le hice creer que habíamos seguido en contacto epistolar durante los últimos años. No mencioné a Ithzak, ni tampoco a Hannah Bilak, y evité así explicar cómo mis amigos judíos habían sido víctimas de la barbarie de los nazis. Carmen no hubiera entendido esas cosas. Sólo tenía veinte años, un abrigo negro cerrado hasta el cuello y el pobre honor de ser la hermana de un caído por Franco y por España. Y un pañuelo morado que se ponía para acudir a nuestras citas y le iluminaba el rostro. Cuando le dije que estaba a punto de marcharme a América para asistir a la boda del que había sido mi mejor amigo, abrió mucho los ojos. Tenía unos ojos preciosos, de un color marrón muy claro, que a la luz parecía amarillo.
– ¿A América? ¿Y no te da miedo?
– No, ¿por qué?
– Porque está muy lejos. -Revolvió su café con leche-. ¿Te vas mucho tiempo?
– Todavía no lo sé. Un par de semanas, quizá un poco más.
– A lo mejor no vuelves… mi madre siempre contaba que un tío suyo se fue a América y nunca más supieron de él. Creen que vive en Buenos Aires, pero ni siquiera de eso están seguros, fíjate tú.
Me eché a reír, y Carmen también se rió.
– Bueno, pero yo no me voy a Buenos Aires. Me voy a Nueva York, y te prometo que no voy a quedarme. Pero la verdad es que tengo ganas de ver a Elijah. Hace casi diez años desde la última vez. Y a ti ¿te gustaría ir a Nueva York?
Se encogió de hombros.
– No sé. Es que está tan lejos… adonde me gustaría ir es a París. Lo he visto en las películas. Debe de ser muy bonito. Cuando nos casemos, tienes que llevarme a París.
Lo dijo tan ingenuamente, con una naturalidad tan conmovedora, que tardé un poco en darme cuenta de lo que significaban aquellas palabras. Como había empezado a sospechar, Carmen no me consideraba un acompañante ocasional que la invitaba a pastel y chocolate en época de racionamiento, sino un novio formal con quien había emprendido un camino que por fuerza culminaría ante el altar de alguna iglesia. Te preguntarás por qué no aclaré las cosas de inmediato. La verdad, yo tampoco sé por qué no le dije en aquel mismo momento que ni siquiera había pensado en la posibilidad de casarme, ni con ella ni con nadie. Carmen me gustaba por su juventud, por su candidez, porque era guapa y tenía unos preciosos ojos amarillos, pero no era capaz de imaginar una vida en común con ella. Sin embargo, no la saqué de su error aquella tarde, ni tampoco ninguna de las tardes siguientes. Para mí, la relación con Carmen ocupaba sólo una parte ínfima de mi vida. Había otras muchas cosas que me preocupaban bastante más que sus planes nupciales.
Aquellas Navidades las pasé con los míos, en Ribanova. Esa foto nos la hicimos el día de Nochebuena. Mi madre estaba feliz: hacía muchos años que no tenía a sus dos hijos juntos bajo el mismo techo durante las fiestas pascuales. A pesar de que la ausencia de mis abuelos, fallecidos al terminar la guerra, hacía imposible que aquellas Navidades pudieran parecerse a las vividas durante la infancia, fueron unas jornadas muy gratas para todos. La casa se llenó de gente: de primos, de tíos, de viejos amigos que acudieron a brindar con nosotros y a recordar otras Navidades pasadas con una mezcla de nostalgia y esperanza en el futuro.
Efraín había vuelto de Alemania con el tiempo justo para sentarse a la mesa la noche del 24. Mis padres seguían pensando inocentemente que su hijo pequeño regresaba de una prolongada estancia en El Hierro, y ni él ni yo les sacamos de su error. Luego, cuando ellos se retiraron, mi hermano y yo pasamos muchas horas hablando de lo ocurrido en Nuremberg y de que, tal como Zachary West había previsto, la inmensa mayoría de los criminales nazis ni siquiera iban a ser juzgados.
– Han caído los peces más gordos, pero los demás se han ido de rositas. Hay una expresión alemana… deja que la recuerde… « persilschein », eso es. Se refiere al blanqueo de expedientes de los miembros de la Gestapo y de las SS para demostrar oficialmente que no tuvieron nada que ver en la política de persecución de los judíos.
– ¿En qué consiste?
Mi hermano describió una mueca de asco.
– Nada del otro mundo. Basta con un par de firmas de vecinos, o de subordinados, en un papel que declare la completa inocencia del tipo en cuestión. Parece una broma. En unos meses, asesinos de niños estarán campando a sus anchas sin que nadie pueda hacer nada.
No sabía si Efraín estaba al tanto de los planes de la organización con la que colaboraba Zachary West, así que preferí no comentar nada al respecto.
– ¿Qué vas a hacer ahora? -le pregunté.
– No estoy seguro. Depende de lo que me ofrezca la agencia. La verdad es que no me apetece volver a Alemania. Me gustaría viajar a Japón… supongo que me interesa fotografiar a los perdedores. Ya veremos. ¿Y tú? ¿Qué planes tienes para el resto de tu vida?
– Soy funcionario, ¿no te acuerdas? Se supone que el resto de mi vida, como tú dices, va a transcurrir en una oficina en el Ministerio.
Mi hermano me miró con una sombra de burla en los ojos.
– Silvio… nadie que esté en relación con Zachary West va a pasarse los días encadenado a un despacho. No quiero que me cuentes nada, pero tampoco creas que me chupo el dedo. Y ahora, voy a acostarme. Llevo treinta y seis horas sin pegar ojo.
Le di las buenas noches.
– Me alegro de que hayas vuelto.
Y fue Efraín quien pronunció la frase. Porque era yo y no él quien, aquella Navidad, estaba verdaderamente de regreso.
El tiempo pasa muy deprisa, aunque eso es algo que no hace falta que te diga yo. Es curioso, cuando eres un niño los días y las semanas se deslizan con una lentitud que llega a ser exasperante, pero al llegar cierta edad los días empiezan a volar, y luego vuelan las semanas y los meses, y cuando también comienzan a volar los años uno acepta que ha llegado la edad adulta. Pero no quiero filosofar; el caso es que pasaron las Navidades, y los meses de enero y febrero (que fueron extraordinariamente fríos en aquel Madrid del año 46), y en marzo llegó la primavera y se ultimaron los planes de viaje para asistir a la boda de Elijah. Zachary y yo volaríamos juntos vía Londres diez días antes de la ceremonia, y yo regresaría a España solo un par de días después. Zachary no me acompañaría. Tenía cosas que hacer en Nueva York, y supuse que algunas de ellas estaría relacionada con sus planes para dar caza a los nazis huidos. Por mi parte, empezaba a sentir cierta impaciencia con respecto a mi papel en la tan traída y llevada «Organización», que hasta entonces se había reducido a mi condición de alumno del profesor Spiegel. Alguna vez insinué a Zachary que no veía la hora de hacer algo más que estudiar las malditas declinaciones, pero él sonreía y me pedía paciencia. Y así llegó el momento de emprender nuestro viaje.
Carmen se despidió de mí la tarde anterior, con lágrimas en los ojos, y me regaló una medalla de la Virgen de Covadonga para que me protegiese. Le di las gracias y la guardé, aunque no sabía muy bien por qué se suponía que iba a necesitar protección. Cuando la dejé en su casa, mientras sus dos primas se adelantaban en el portal para concedernos un poco de privacidad, sentí por ella una sombra de lástima y también una oleada de afecto. Pero dejé de pensar en ello en cuanto crucé la calle.
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