Somos tan correctos, tan discretos, tan medidos, que preferimos presenciar la destrucción de una persona querida antes que hacer nada por lo que pudiesen acusarnos de imprudentes. ¿Y si me hubiese enfrentado a Berta hace diez años, en cuanto supe que Aitor se drogaba? ¿Y si el primer día que Berta apareció con un ojo amoratado contando una historia demencial sobre una puerta mal cerrada le hubiese dicho que no me tragaba el cuento y que pensaba ir a la policía para denunciar a su novio? ¿Y si, cuando me dijo que se casaba con Aitor, en vez de darle la enhorabuena, le hubiese dicho lo que estaba pensando, ese tipo te va a destrozar la vida? ¿Qué hubiese pasado entonces? Probablemente nada distinto. O quizá sí. El caso es que han transcurrido diez años desde que me di cuenta de que el pobre Aitor era un miserable con todas las letras, y desde entonces he estado cenando con él, riéndole las gracias y haciéndome la loca cuando mi amiga llegaba a una cita con señales de haber llorado o recibido un bofetón.
Aquel mediodía Berta no tenía en la cara signos de llanto, ni tampoco de accidentes domésticos. Buen comienzo, pensé.
– No te puedes imaginar el cabreo que tengo -dijo, en cuanto nos sirvieron el primer plato, y yo crucé los dedos, esperando escuchar que después de diez años se le habían hinchado las narices y que iba a dejar a su marido. Pero los tiros no iban por ahí.
Una hermana de Berta se había casado en Lugo en el mes de septiembre. Ella pidió unos días de vacaciones, Aitor estaba de baja (¿…?), y el niño no tenía clase, así que se quedaron en la ciudad para pasar una semana después de la boda, instalados en la casa que los padres de Berta tienen a la orilla del río. Allí, al parecer, la recepción al drogadicto no había sido todo lo calurosa que se esperaba. Berta empezó a hablarme de la poca consideración que sus padres y sus hermanos habían demostrado hacia su marido, y cómo, en su exquisita sensibilidad, él había percibido el escaso entusiasmo que despertaba su presencia en la casa.
– ¿Y sabes quién fue la peor? Pásmate: mi madre. Sí, hija, sí. Mi madre, tan modosa, tan mosquita muerta, que no dice ni media, ha escogido estas vacaciones para abrir el tarro de las esencias y decirme a la cara no sabes cuántas salvajadas. Que si el pobre Aitor es un vicioso, que si es un degenerado, que si me está hundiendo en la miseria, que si es una mala influencia para el niño… Mira, de Aitor se podrán decir muchas cosas, pero como padre es una maravilla. No hay otro más cariñoso ni más simpático con los críos. Si hasta los amigos de Javi se mueren por venir a casa, porque a Aitor le encanta jugar con ellos.
Sí, claro, jugar con ellos. Aitor se pone hasta arriba de perica, y luego, a mitad del viaje, se tira al suelo con los chavales para hacer el indio y ellos, que no saben de la misa la media, se quedan tan contentos con ese adulto capaz de ponerse una tarta de sombrero, o meterse en la ducha vestido, como hizo una vez durante una fiesta de cumpleaños. Berta no quiere darse cuenta de que, a pesar de los pesares y del rol de padre enrollado que tanto le gusta a Aitor, cada vez hay menos niños a quienes permiten a ir a jugar a su casa. La gente habla, los padres hablan, y a nadie le agrada que sus hijos se pasen las horas confraternizando con un adicto a la coca.
– … Pero claro, eso a mi madre no le importa. Es el problema de quedarse en provincias, que todo es muy limitado, todo es sota, caballo y rey, todo es blanco o negro. Mi madre no ve más allá de sus narices. El pobre Aitor tiene problemas, sí, pero eso no es motivo para tratarle como a un pervertido. Es un enfermo, Cecilia. Lo que pasa es que hay que haber vivido mucho para entender esas cosas. Y mi madre, qué quieres que te diga: la casa, la casa, y la casa, limpiar culos, hacer la compra, aguantar a mi padre, cocinar, y en un exceso, aprender macramé. Y así no se puede comprender a alguien como Aitor. Es una persona muy inteligente, pero también muy complicada. Tiene una sensibilidad distinta, percibe la realidad de un modo que no está al alcance de todo el mundo, y mucho menos de mi madre, que no lee más que el Hola , y su concepto del arte es colgar en el comedor una lámina de Monet de las que se regalan con el periódico. Claro, para ella Aitor es sólo un drogadicto. Nunca se le ha ocurrido pensar en él como un artista con talento, que es tan distinto a las demás personas que, no te voy a decir que no, a veces tiene que recurrir a… a otros estímulos. Pero él controla perfectamente. No es un yonqui de las Barranquillas, por el amor de Dios. Y mi madre, dale que te pego, hablando de él como si fuese un heroinómano. Ella, que ni siquiera es capaz de entender la diferencia entre las distintas drogas.
La sangre había empezado a golpearme en las sienes con tanta fuerza que pensé que se me iba a nublar la vista. Pensaba en la madre de Berta, una mujer tímida, muy agradable, sin ínfulas, que se pasó la vida sacrificándose para que no tuvieran que hacerlo sus cuatro hijos. Una vez, cuando éramos muy pequeñas, nos hizo a Berta y a mí unos disfraces de don Quijote. Qué curioso, llevaba años sin acordarme de aquel disfraz que tenía incluso un yelmo con la visera móvil, pero ahora la imagen de la madre de Berta confeccionando aquellos cascos lo llenaba todo y se superponía a la imagen de mi propia madre. La madre de Berta. Mi madre. La enfermedad de mi madre, el dolor de mi madre, la muerte de mi madre, su ausencia tangible. La madre de Berta, protestando débilmente por la visita de su yerno mientras su hija desgranaba ante ella horribles acusaciones de provincianismo, de ausencia de sensibilidad, de burramia. Era Berta quien le estaba haciendo despreciar la vida modesta y sin pretensiones que, seguramente, ella siempre había considerado satisfactoria y feliz. Frente a mí, Berta seguía echando sapos y culebras sobre la figura de su madre, y yo no fui capaz de contenerme más. Llevaba diez años mordiéndome la lengua, haciéndome la tonta, echando mano del concepto de respeto para no decir a Berta lo que pensaba de su marido. Pues había llegado el momento de lanzar los fuegos artificiales. Miré a mi amiga con los ojos duros de una extraña.
– ¡Ay, Berta -me costó trabajo identificar mi propia voz, y tuve la sensación de estar sacándola del fondo de un pozo profundísimo-, me das tanta lástima!
Berta soltó la cucharilla del café. Tenía los labios muy pálidos.
– No, Cecilia, ahora las cosas son distintas. Aitor está mejorando. Ya casi no consume… Si acaso una raya, cuando no puede con el trabajo en el estudio… es que está hasta arriba de encargos, sabes…
Levanté la mano para detenerla.
– No van por ahí los tiros, Berta. Yo creo que cada uno es muy libre de joderse la vida como quiera, con un marido drogadicto, jugando al bingo o montando una casa de putas. Pero lo que le has dicho a tu madre…
– Cecilia…
– No, no, escúchame. -El corazón había dejado de latir con fuerza, y ahora me sentía sorprendentemente tranquila-. El día que tu madre se muera (y se va a morir antes que tú, a no ser que al pobre Aitor se le vaya la mano en la próxima paliza) vas a recordar una por una todas las cosas horribles que le has dicho. Y te puedo asegurar que las seguirás recordando toda la vida. Y ¿sabes qué? Te va a doler tanto cada insulto, cada falta de respeto, vas a tener unos remordimiendos tan tremendos, que es muy posible que te vuelvas loca. Por eso me das lástima. No porque estés colgada de un miserable.
Me levanté, cogiendo el bolso de un zarpazo, y pagué la cuenta de ambas en la caja del restaurante. Berta se quedó allí, asombrada y sola, sin entender muy bien lo que había pasado. Algún día lo comprenderá todo. Sólo espero que no sea demasiado tarde, ni para su madre ni para ella.
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