– Llega tarde, señorita Cecilia. Acabo de servirle la merienda al señor Silvio.
Lucinda reprochándome un retraso… era evidente que se habían producido avances notables en nuestra relación. Silvio me esperaba en la sala. Sobre la mesa había un sobre amarilleado por el paso del tiempo y dos fotografías a las que, en cuanto me vio entrar, dio la vuelta con una sonrisa maliciosa, como si quisiese prolongar el misterio.
– A ver qué te parece esto -dijo, y me tendió las dos imágenes. Una era un daguerrotipo familiar de los Rendón, en el que distinguí los rostros ya conocidos de los padres de Silvio y el de un joven muy guapo, seguramente Efraín. La otra era un fascinante retrato de bodas, donde un detalle llamaba la atención, pero preferí no anticiparme con preguntas a la historia que iba a escuchar.
¿Recuerdas dónde lo dejamos? ¿Sí? Bueno, volví a ver a Zachary West dos o tres días más tarde, cuando le invité a almorzar en una taberna del Madrid de los Austrias. Pensé que iba a darme instrucciones concretas para llevar a cabo mi misión en el ministerio, pero para mi sorpresa sólo me dijo que debía tomar clases de alemán.
– Es un poco tarde para que aprendas a hablar otro idioma perfectamente, pero será bueno que adquieras ciertos conocimientos.
– ¿Eso es todo?
– De momento. No seas impaciente, estas cosas son lentas. Además, sabemos que el desembarco de nazis no va a producirse hasta que terminen los juicios de Alemania. Mientras, puedes emplear el tiempo en prepararte para lo que venga. Y ahora, vamos a pedir. Qué bien, tienen pepitoria de gallina… hace años que no la pruebo. ¿Tomarás vino?
Dos días después recibí la llamada de un hombre con fuerte acento germano, Heinrich Spiegel, que se convirtió en mi profesor y también en mi particular pesadilla. A pesar de que Zachary aseguraba que mi dominio del inglés me sería muy útil para las lecciones de alemán, yo tenía la sensación de que aquel idioma terrible era un completo galimatías y me decía a mí mismo, de un modo un tanto frívolo, que no era extraño que Alemania hubiese perdido dos guerras consecutivas: un país con una lengua tan monstruosamente complicada no puede aspirar a dominar el mundo. El señor Spiegel venía a mi casa tres veces por semana a torturar mi pobre cerebro con declinaciones y listas de verbos, y yo hacía lo que podía, pero acababa cada clase bastante descorazonado. Por fortuna, no se me cobraban las lecciones: « Herr West ya se ha ocupado de eso», me dijo mi profesor, y cuando insistí ante Zachary en abonar los honorarios de Spiegel, aquél dijo que «la Organización» corría también con ese tipo de gastos.
«La Organización.» No hice preguntas. Intuía que no me serían contestadas, y además me traían sin cuidado lo que yo consideraba detalles menores. Estaba tan contento de haberme recuperado a mí mismo que no tenía tiempo para nada más que para agradecer mi suerte, como meses atrás sólo encontraba ocasiones para rumiar mi amargura.
Cambié completamente, como si aquellos años pasados bajo la sombra de una depresión en toda regla hubiesen dejado paso a una vida nueva. El contacto con mis padres se hizo más fluido, y empecé a telefonearles una vez a la semana. Había escrito a Efraín a la agencia internacional para la que trabajaba, y me contestó enseguida con una carta muy cordial que, si bien no era la de un hermano -ese tren lo habíamos perdido por mi culpa hacía ya mucho tiempo- sí me permitía albergar esperanzas de poder construir en un futuro una buena amistad entre nosotros. Y, por fin, casi un mes después de mi primer encuentro con Zachary, llegó una carta de Elijah, y con ella la tan ansiada amnistía que necesitaba mi conciencia. Mi amigo de la infancia no me hacía reproches ni preguntas, no me echaba en cara mis silencios ni mis desdenes. Sólo celebraba mi regreso y manifestaba sus deseos de volver a verme cuanto antes. Aún conservo aquella carta. Te leeré unas líneas:
«Ha pasado demasiado tiempo, ¿no crees? Tienes que conocer a Mary Jo. Le he hablado de ti y quiere que vengas a visitarnos. Supongo que ya te ha dicho Zachary que nos casamos en primavera. Te esperamos para la ceremonia, y me da igual lo que digas. Además, tienes que ser mi testigo de boda. Mary Jo cuenta con todo un ejército de primos, tíos y parientes lejanos, y yo apenas tengo en la familia adoptiva a media docena de carcamales a los que casi no conozco. Zachary lo arreglará todo para que vengas a Nueva York.»
Al principio había descartado la idea de trasladarme a América. Después de tres años de guerra y seis de vida fosilizada en un despacho del ministerio, consideraba que los viajes eran cosa de una etapa anterior. Pero, al leer la carta de Elijah, recordé de pronto el venturoso protocolo de los traslados, el engorro de hacer maletas, la ceremonia de visar pasaportes, de subir y bajar de trenes y de coches, la aventura de descubrir nuevas ciudades incógnitas donde siempre esperaban sorpresas. Sentí una nostalgia amable, y casi inmediatamente el deseo de volver a experimentar aquellas sensaciones que había dado por perdidas.
La boda se celebraría el 14 de abril, y aunque no lo comenté, supuse que no había nada de casual en la elección de la fecha. No había pedido vacaciones en el ministerio en los últimos dos años, y supuse que mis jefes no pondrían objeción alguna a concederme unas semanas libres. Sí me preocupaba el asunto del pasaporte. ¿Tendría dificultades para salir del país? Hablé con Zachary, que me tranquilizó al respecto.
– Tienes un pasado político sin mancha y trabajas para el gobierno. De todas formas, para anticiparte a cualquier contratiempo, habla con tus superiores en el ministerio.
– ¿Qué debería decirles?
– La verdad, por supuesto. Que quieres ir a Nueva York a la boda de un amigo de la infancia. Puedes dejar caer mi nombre, son muchos los que presumen de tener buenas relaciones conmigo. En cuanto te den luz verde, sacaré los pasajes.
– ¿Vamos a ir en avión?
– Por supuesto. Soy el hombre de Hughes, ¿no te acuerdas? Nadie espera que haga un largo viaje en barco cuando tenemos nuestra propia compañía aérea.
Tal como Zachary había previsto, conseguí mi pasaporte sin problemas, y él personalmente se ocupó de visarlo en la embajada americana. El director general se sorprendió cuando le anticipé que iba a tomarme unos días de vacaciones para viajar a Estados Unidos y asistir a una boda.
– Se trata del hijo de Zachary West. Él es padrino de mi hermano, y Elijah y yo fuimos amigos cuando éramos niños.
– Así que Zachary West… le conozco de oídas. Trabaja para una compañía de aviación, ¿verdad? Si algún día viene a verle, me gustaría saludarle. En cuanto a sus vacaciones, no habrá problema. Páseme la solicitud con los días que piensa estar fuera y se la firmaré.
Carmen no podía creerse que estuviese haciendo planes para viajar a Nueva York. Para ella, América no era sólo un país distinto: era otro mundo, ajeno y distante, un mundo inaccesible al que había renunciado de la misma forma que hoy nadie haría planes para viajar a Saturno o a los fondos abisales. Te había hablado de Carmen, ¿verdad? Una chica estupenda, muy guapa, muy joven. Estudiaba mecanografía en una academia polvorienta de la calle de Alcalá, y allí la recogía yo la tarde de los jueves para llevarla a merendar. A ella y a sus dos primas, claro. En 1946, una chica decente no podía salir sin carabina, y en este caso las escopetas eran dos hermanas gemelas, deslenguadas y feúchas, que de vez en cuando nos hacían el favor de sentarse en otra mesa para que Carmen y yo pudiésemos charlar con cierta intimidad.
A Carmen la había conocido porque era la hija de un superior del ministerio. La primera vez que la vi, caminado junto a sus padres por el paseo de Recoletos, me llamó la atención por su tristeza: su hermano había muerto en la guerra, y la familia entera arrastraba desde entonces una pena infinita y un luto orgulloso, pues el chico en cuestión había caído por la patria y en el lugar correcto. Eran familia de un héroe del ejército vencedor, y eso daba a su pérdida una aureola épica, aunque vistiesen todos de negro cerrado, como cuervos tristes, y la madre siguiese prohibiendo a su hija que escuchase música en casa, pues le parecía un desdoro para la memoria del soldado muerto.
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