Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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– Pues entonces, no hay más que hablar. Nos largamos de aquí.

Mi cuñado, que durante todo aquel proceso había sido para nosotros un apoyo extraordinario -para poner calma siempre es bueno que haya alguien a quien el dolor no le llegue tan adentro- fue el encargado de la logística. Habló con los médicos, pidió los papeles del alta voluntaria y, cuando una de las enfermeras puso problemas para entregarnos las pruebas que habían practicado a mi madre, le explicó sin alterarse que, desde luego, íbamos a salir del hospital con aquellas placas debajo del brazo, le gustara a ella o no. Uno de los médicos que había por allí, supuestamente amigo nuestro, me dijo con un deje de suficiencia, «os la vais a llevar, la vais a marear y no va a servir de nada». Me dieron ganas de llorar, y luego me dieron ganas de darle una bofetada, una de esas bofetadas con la mano abierta que daban a sus hijos las madres italianas en los filmes neorrealistas de los años cincuenta. Un bofetón contundente y al mismo tiempo superficial, del que se da por hartazgo hasta que surja una mejor cosa que hacer, para que un niño deje de dar la murga o un médico imbécil de emitir predicciones apocalípticas. Por supuesto, no abofeteé a aquel doctor. Le dediqué una mueca de desprecio que seguramente le pasó desapercibida, y luego me llevé los papeles del alta para que mi madre pudiera firmarlos.

Mientras, dentro de la habitación, se desarrollaba una escena que luego recordaríamos muchas veces muertas de risa. Mi madre, ya en la silla de ruedas, dirigía las operaciones de recogida de su cuarto: había pasado una semana en el hospital, y aquel lugar estaba lleno de zarandajas inútiles o no. Juana, una amiga que se pidió unos días de vacaciones para trasladarse a Lugo y convertirse en algo parecido a nuestro ángel de la guarda, era el brazo ejecutor de la operación de desalojo. Colocaba la ropa en las maletas, vaciaba el baño de útiles de aseo y preguntaba a mi madre qué hacer con algunos objetos de utilidad dudosa.

– ¿Y esto?

Enarbolaba un frasco grande de colonia, lleno hasta la mitad.

– Tíralo -dijo mi madre sin contemplaciones, casi sin mirar el botellón de Nenuco que fue a parar a la papelera.

Lo divertido de aquella operación fue su rapidez vertiginosa. En menos de diez minutos habíamos hecho la mudanza. Aquello no parecía un alta hospitalaria, sino la fuga de Alcatraz. Aquel remedo de huida tuvo un último episodio de comedia de los hermanos Marx: tomamos prestada una silla de ruedas para llevar a mi madre hasta el coche, y mi cuñado entró en el hospital, supuestamente para devolverla. Pero, cuando regresó a donde estábamos, llevaba otra silla, que empujaba a bastante velocidad mientras nos hacía unas señales apremiantes que mi hermana interpretó de la forma correcta. Puso el coche en marcha, como si acabásemos de atracar un banco, guardamos al vuelo la silla en el maletero y salimos pitando de allí.

– Pero ¿qué es lo que ha pasado? ¿Y esa silla?

– La he cogido del hospital. Es plegable. La primera que te dieron era rígida y no se podía meter en el capó, por eso fui a cambiarla.

– ¿Has… has robado una silla de ruedas a la Seguridad Social?

– Sí…

Hubo unos segundos de silencio que rompió mi madre.

– Bueno -filosofó-, han tardado seis meses en diagnosticarme una metástasis. Creo que me deben una silla.

Y nos dio un ataque de risa que nos acompañó en el inicio de nuestro camino hacia una oportunidad.

Ahora sé que vinimos a Madrid buscando, no un milagro (no creo demasiado en esas cosas) pero sí un poco de esperanza, quizá una palabra amable que nos permitiese conservar unas migajas de optimismo. Aquel oncólogo de una clínica privadísima y cara nos dio, y sobre todo le dio a mi madre, esas palabras de aliento que necesitábamos para seguir tirando del carro. «Por fortuna, la metástasis no ha llegado a la médula», dijo. Aquella frase fue una inyección de moral. No estábamos en el peor de los escenarios posibles, así que tampoco tenía sentido tirar la toalla. Luego habló de medicamentos que acababan de superar la fase de prueba, de terapias no agresivas: «Esto es como una escalera. Empezaremos en el peldaño más bajo, y luego iremos subiendo. Dentro de dos meses veremos cómo va la cosa, y quizá el año que viene…» Cuando escuché aquello, hubiera querido abrazar al médico: por primera vez en muchos días, alguien hablaba en términos de futuro. Durante la última semana, lo único que nos habían proporcionado los doctores eran motivos para la claudicación. Desapruebo que un profesional mienta a un paciente, pero no creo que sólo deba desplegar ante él todo un abanico de horrores sin dejar una sola salida para los buenos presagios. Si existe una posibilidad entre cien, entre mil ¿por qué no mencionar también esa posibilidad?, ¿tan malo es arrojar al que se hunde una miserable astilla de madera que, si no va a salvarle del naufragio, al menos le va a permitir mantener las fuerzas para seguir a flote un poco más?

Desde el primer momento, aquel oncólogo madrileño se negó a hablar de plazos. Fue un alivio perder de vista el concepto de cuenta atrás. Nadie sabía lo que iba a ocurrir, nos dijo. El cáncer es una enfermedad muy extraña, y resulta muy difícil hacer pronósticos más allá de los tres meses. «Pero usted no se va a morir ahora mismo, ni mañana, ni pasado.» Y entonces todos, mi madre y nosotros, pusimos el marcador a cero, entendimos que no estábamos contando hacia atrás, sino hacia adelante. Que cada día que ella viviera era un día más que ganaba, que ganábamos todos. Nunca tuve una conciencia tan clara del presente como en aquellas semanas. Y, aunque sé que es difícil de creer, jamás, en toda mi vida, fui tan feliz como durante aquella época en la que todo tenía un nuevo sentido y cobraba una intensidad mucho mayor. Supimos que se nos estaba regalando un tiempo precioso y teníamos la firme decisión de aprovecharlo.

Multiplicamos las caricias, los besos, los abrazos. No regateábamos las expresiones de afecto, las palabras de cariño, ni tampoco las risas. Nos reíamos mucho. Era una especie de catarsis, de desahogo, y además habíamos leído en alguna parte que la risa genera endorfinas, unas hormonas que tienen eficaces agentes anticancerígenos, así que a diario mandábamos a todo un ejército de aquellos bichitos a luchar contra el monstruo.

Mi madre, mi hermana y yo pasamos muchísimo tiempo juntas durante aquellos días, que fueron raramente dichosos para las tres. Nos conjuramos para que su invalidez la limitase lo menos posible y, con la silla de ruedas, visitamos museos, parques públicos y exposiciones de pintura. Renunciamos a pedir taxis para inválidos, y viajábamos en autobús, organizando un pequeño zafarrancho de solidaridad a la hora de bajarnos y subirnos. Y paseábamos, sobre todo por las noches, cuando la temperatura se suavizaba y era una delicia recorrer los bulevares del paseo del Prado o las anchas aceras cercanas a Rosales, comiendo helados y deteniéndonos en los quioscos para comprar vasos de horchata y granizados de limón.

Por alguna razón fisiológica que no alcanzo a comprender, mi madre estalló en una belleza sorprendente. Fue como si algún dios generoso conmovido por su valor en la mala suerte hubiera querido regalarle una segunda juventud. Desaparecieron muchas de sus arrugas, su piel cobró un brillo desconocido y su mirada se cargó de una expresividad nueva. Para sacar más partido de aquella bonanza física, ella y yo nos hacíamos limpiezas de cutis conjuntas y tratamientos revitalizadores, y luego yo la maquillaba con habilidad, sacando todo el partido a sus rasgos exquisitos. Estaba guapísima, tanto que mucha gente no podía creer que estuviese enferma. Cuando la veían en silla de ruedas, quienes no la conocían achacaban su situación a algo pasajero, pero ella les sacaba de su error y explicaba lo que ocurría en realidad, sin el menor dramatismo, sin cargar las tintas. Tengo cáncer, decía sin renunciar a la sonrisa. Para ella, también para nosotros, era fundamental el perder el miedo a aquella palabra, que suena de una forma tan terrible la primera vez que se escucha.

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