Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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En tiempo de prodigios: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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– ¿Y cómo está tu padre?

– Un poco depre. El pobre pensaba que iba a pasar la Navidad en España, pero todavía tiene para rato.

– ¿No saben cuándo van a volver?

– No… y de eso quería hablarte… no puedo pretender que sigas ocupándote de Silvio si esta situación se prolonga. Ya han pasado tres meses, y no tenemos ni idea de cuándo van a dar a mi padre el alta definitiva. Toda la familia tiene la sensación de estar abusando de tu buena voluntad. Hemos estado hablando de contratar a un asistente social para cuidar del abuelo.

Sentí algo raro en el estómago, como un pellizco de miedo, ante la perspectiva de ser privada de mis visitas a Silvio.

– Ni se te ocurra -conseguí decir-. En primer lugar, creo que echaría a patadas a cualquiera que no fuese yo. Y, además, qué quieres que te diga, me he acostumbrado a él. Sí, no pongas esa cara.

– No sabes qué cara estoy poniendo.

– Pero me la imagino. El caso es que me gusta pasar el tiempo con tu abuelo. Si estás más tranquila contratando a alguien para que se ocupe de Silvio, hazlo… pero yo pienso seguir yendo a verle todas las semanas.

Elena parecía desconcertada.

– No puedo creer que te apetezca que un viejo te dé la murga cada siete días.

– Pues ya ves.

– En fin, si estás segura… figúrate, yo encantada de que seas tú quien se encargue de él…

Mi estómago volvió a su sitio. Me despedí de Elena después de intercambiar toda clase de buenos augurios para el año nuevo y de desearle un poco de paciencia con su pobre madre malherida por el hielo de Manhattan. Instintivamente cerré los ojos y traté de imaginar las calles nevadas de Nueva York, y también la casa del doctor Peter Sheldon, con su esposa española preparada para ofrecer una comida el día de Navidad a todos los miembros de la familia. Sonreí mientras recreaba aquella escena, la chimenea encendida, el árbol fastuoso encargado a alguna tienda, el pavo traído de Dean and DeLuca, mientras el equipo de sonido de última generación desgranaba melodías navideñas clásicas en las voces de Bing Crosby y de Tony Bennet. Me gustó imaginar aquella comida navideña con los distinguidos miembros del clan Sheldon reunidos alrededor de la mesa, besándose bajo el muérdago, entregándose regalos caros y primorosamente envueltos mientras los copos de nieve se arremolinaban tras los ventanales de la casa de Grammercy Park.

Siempre me han gustado esas celebraciones navideñas en las que la casa se llena de gente. En otras Navidades, también a nuestra casa habían llegado alegres visitas de parientes y amigos. Las primas de mi madre, que se habían criado con ella como si fueran hermanas, y sus hijos, e incluso los hijos de sus hijos, venían a pasar la tarde de Navidad para contar junto al fuego viejas historias familiares, tantas veces repetidas que solíamos empezar a reírnos antes incluso de terminar cada chiste. Luego merendábamos chocolate con tostadas (en los últimos dos años hubo que sustituir los picatostes por bollería industrial, porque mi madre ya no podía pasar mucho tiempo de pie para prepararlos, y a mí no me quedaba el pan tan crujiente como a ella) y nos despedíamos bien entrada la noche, plenos de afecto, exudando amor y guardando aquella tarde junto a los buenos recuerdos de otras Navidades. Este año esperé en vano la visita de todos ellos. Como otras veces, compré chocolate y cruasanes envasados, preparé la mesa para una posible merienda y tuvimos el fuego avivado en la tarde del 25, pero nadie vino a vernos. Sólo Carmen, mi prima, y su familia, que en su bondad de nacimiento supieron sobreponerse a la nostalgia que iba a producirles el ver vacío el lugar de mi madre junto al sillón de la ventana.

Yo siento esa nostalgia todos los días, pero el perder aquellas tradiciones venturosas que ella adoraba sirvió para hacer un poco más profunda mi herida. Tiré la bolsa con los bollos y el chocolate casi intacto, asumiendo que esas visitas multitudinarias eran otra parte de las Navidades a la que tendríamos que renunciar para siempre. Confieso que, muy a mi pesar, la ausencia de las personas queridas me dejó dentro un poso de rencor. Quizá no nos querían tanto como yo pensaba. O no nos querían lo suficiente como para dejar de lado su propia pena y ayudarnos a sobrellevar la nuestra. Una de las infinitas caras del dolor es su capacidad para volvernos egoístas, y también, en mi caso, para restringir nuestra capacidad de comprensión. Recordé, amargada, cómo otras Navidades mucha gente acudía a nuestra casa en busca del calor familiar que reinaba en ella, cómo se sentaban junto a la chimenea encendida y olorosa a madera, y picoteaban de la bandeja de los turrones mientras mi madre les ofrecía refrescos y bebidas calientes. ¿Dónde estaban todas aquellas personas? ¿Por qué nos habían dejado solos, si era justo ahora cuando necesitábamos de su compañía y de su afecto? Comprendí que nuestra casa había dejado de ser un refugio apetecible, un reducto de buen humor y de cálidos afectos, para convertirse en un lugar que se suponía ganado por la pena, donde unos cuantos seres se tragaban las lágrimas y vivían de los recuerdos de un tiempo perdido que ya no podía volver. Y la gente huye como de la peste de la tristeza ajena.

El día de Navidad había intentado no pensar mucho en aquel generalizado abandono, pero ahora, tras hablar con Elena y evocar su familiar y ruidosa celebración de la tarde del 25, sentí una opresión en el pecho, una amargura densa, una desoladora sensación de soledad. Me di cuenta de que las lágrimas me estaban mojando la cara. Sentí un violento, un desesperante deseo de abrazar a mi madre, de contarle cómo me sentía y de que ella, echando mano de su particular sentido de la bondad, encontrase una justificación para el comportamiento de aquellas personas por las que siempre nos habíamos creído amados. Fue el peor momento de todas las fiestas. No podía quedarme en casa, así que, aunque el tiempo no era bueno, cogí mi vieja bicicleta y salí a dar un paseo solitario, enfundada en un anorak que me quedaba pequeño, protegida la cara por una bufanda que había sido de mi madre.

Mucha gente prefiere el campo en primavera, pero yo creo que nunca está tan bonito como en los primeros días del otoño o bajo los fríos del invierno. Los árboles desnudos, cubiertas de liquen las ramas quebradizas, pierden su aspecto imponente y parecen seres frágiles a los que cualquiera podría hacer daño. Y el frío, que resulta incómodo, nos ayuda sin embargo a regresar a nosotros mismos, a buscar en nuestro interior una particular intimidad. La cadena de la bicicleta chirriaba con cada pedaleo, y se escuchaba el crujido de las hojas endurecidas por los restos de la helada. El cielo estaba gris. El aire olía ligeramente a humo de algún hogar cercano. No soplaba el viento, tampoco llovía, pero el sol no había salido y era muy posible que al llegar la noche volviese a helar. Es curioso, pero en el campo también el hielo tiene un olor propio y cortante, un olor que se distingue del de la lluvia o el de la nieve.

Recuerdo una Navidad, hace seis o siete años, en que cayó una suave nevada durante la noche del día 29. Al día siguiente, el campo apareció cubierto por lo que parecía una capa de azúcar. Mi madre, mis hermanos y yo salimos a dar un paseo por los alrededores, desafiando a un frío intensísimo que nos sonrojaba las mejillas y convertía en vapor nuestra respiración. Mi hermano nos hizo una foto frente a un prado cubierto de escarcha, que parecía sacado de una imagen de la tundra. Recuerdo que mi madre llevaba un abrigo de piel vuelta con capucha, un poco pasado de moda. Al ver la foto, le convencí para que se deshiciera de él. «Está viejísimo. No puedes ponerte esto, es espantoso.» Ella protestó, pero acabó por claudicar y me prometió que tiraría aquella antigualla. Me pregunto qué hizo con él. Ojalá lo hubiera conservado. De ser así, podría ponerme aquel largo abrigo que era capaz de preservar del frío hasta el último centímetro del cuerpo, calarme la capucha y arrebujarme en el forro de peluche, que seguro que guardaba todavía algún recuerdo del olor de mi madre.

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