Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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– ¿Cómo dice?

– Sí, su sueldo, nadie piensa que vaya a trabajar gratis. En cuanto nos traiga información concreta, fijaremos una primera cantidad. Luego todo estará en función del desarrollo de los acontecimientos y también de su grado de implicación. Actúe con discreción y no se precipite. Recuerde que queremos resultados y que no nos importa esperar.

David Jusseu era un hombre de edad indefinida entre los treinta y los cincuenta años. No había nada llamativo en él: era de estatura mediana, piel cetrina y cabello castaño, no demasiado corpulento, ni bien ni mal vestido. En resumen, uno de esos hombres a los que uno olvida nada más conocer. Sólo sus ojos, que eran de un llamativo color verde, parecían salvarle de la vulgaridad. Tenía un tono de voz cortante y neutro, más bien poco apasionado, y apenas gesticulaba al hablar. Parecía, antes que el miembro de una misteriosa organización clandestina, un maestro de escuela aburrido de su suerte.

– ¿Hay algo que quiera saber?

Tenía mil preguntas, pero David Jusseu no me parecía la persona más adecuada para responderlas, así que le dije que no.

– Si tiene que ponerse en contacto con nosotros, llame tres veces seguidas a este número de teléfono entre las ocho y las nueve de la mañana. Nadie le contestará, pero sabremos que hay noticias y nos comunicaremos con usted. De todas formas, hablará a menudo con el señor West y podrá recurrir a él en cualquier momento. Ahora tengo que irme. Encantado de conocerle, que tenga suerte y hasta siempre.

Ya estaba en el umbral cuando se dio la vuelta como si hubiese recordado algo.

– Una última cosa: a partir de ahora, recibirá clases de alemán todos los días, y Herr Spiegel le dará también algunas nociones sobre la cultura del país. Verá cómo le viene bien.

Y se fue. Cuando regresé al salón estaba tan horrorizado ante la perspectiva de lidiar diariamente con la espantosa gramática germana, que tardé un poco en darme cuenta de que, en efecto, la Organización ya me había asignado una labor concreta. Allí, sobre la mesa, donde Jusseu la había dejado, estaba la carpeta azul. La abrí con cierta desgana. Había nombres, direcciones, incluso números de teléfono. Al final de la lista había tres líneas marcadas con sendos asteriscos: debían de estar referidas a los colaboradores del ministerio. Cuando leí aquellos nombres, supe que mi vida acababa de dar otro vuelco. Uno de ellos era el de Manuel Valera, un subdirector general al que apenas había saludado en un par de ocasiones. Otro, el de un tal Antolín Prado, un gerifalte al que no conocía. El tercero era el del padre de Carmen.

Aquella noche dormí poco y mal. Me fumé media cajetilla de tabaco americano sentado en una silla, acariciando distraídamente la carpeta de cartón, con las ideas yendo y viniendo del corazón a la cabeza. Recordaba constantemente las palabras de David Jusseu al referirse a los organizadores de la Operación Puertas Abiertas: «Si conseguimos colocar en su círculo a uno de los nuestros, habremos dado un paso de gigante.» No sabían hasta qué punto resultaba sencilla la misión que me habían encomendado, ni cómo el aceptarla me obligaba a reconducir mi destino. La ruptura con Carmen estaba descartada: mal iba a poder acercarme a su padre si mediaba un abandono. Al contrario, estaba obligado a estrechar aquella relación, a hacerla más firme a ojos de todos y, en especial, a los ojos de su familia. De acompañante escurridizo pasaría a convertirme en novio ejemplar, de los que mandan flores el día del santo de la madre y están atentos a aniversarios y onomásticas de tíos y primos en distintos grados, de esos que escoltan a la familia en misa de doce todos los domingos y fiestas de guardar y se persignan con el agua bendita ofrecida por la futura suegra.

Te preguntarás si tuve en cuenta a Carmen en algún momento, si me sentí culpable por estar dispuesto a convertirla en víctima de una mentira colosal, en la simple pieza de un entramado al que era ajena por completo. No lo hice. A estas alturas ya te habrás dado cuenta de que soy de naturaleza egoísta. Pensaba que lo que me traía entre manos era mucho más elevado que el futuro de un puñado de personas, incluido yo mismo. Si había sacrificado mi futuro al lado de Hannah para regresar a España y ponerme al servicio de la Organización ¿por qué no iba a sacrificarse también el futuro de otros? En cualquier guerra se producen bajas entre los inocentes. Y aquella guerra, a mi juicio tan sumamente justa, no iba a ser una excepción. Si yo mismo estaba dispuesto a inmolarme, otros tendrían que caer conmigo.

Tenía que incorporarme al trabajo en el ministerio en la tarde del día siguiente. Empleé la mañana en hacer algunas compras, en las que invertí parte del dinero que me había entregado David Jusseu. Visité a un estraperlista cuyo nombre me había soplado Zachary West, y le compré una botella de Bourbon auténtico. También conseguí que me vendiese un frasco de perfume y un estuche de maquillaje muy completo de la firma americana Elizabeth Arden. Al volver a casa, envolví con cuidado todos los obsequios y añadí al lote un cartón de tabaco rubio que había adquirido la tarde anterior a mi marcha.

Así, cargado como el paje de uno de los tres Reyes Magos, llegué a mi despacho de Asuntos Exteriores, y tras el recibimiento que me dispensaron mis compañeros -marcado por la curiosidad que hoy se reservaría a un recién llegado de Cabo Cañaveral- me dirigí al despacho de Salvador Orenes. Su secretaria (una mujer rubia y bajita, extraordinariamente vivaz) dijo que el señor subdirector se alegraría de verme y me hizo pasar.

– No sabía que hubiese vuelto ya, Rendón.

– Llevo dos días en Madrid, pero he pasado durmiendo las últimas veinticuatro horas. El cambio de continente es terrible.

– Eso dicen. ¿Sabe mi hija que está de regreso?

– No, señor. Prefería saludarle antes a usted. Por cierto, me he permitido traerle un par de cosas de Nueva York.

El padre de Carmen trataba de aparentar indiferencia, pero los ojos le brillaron cuando vio el cartón de tabaco y la botella de whisky.

– Muy amable de su parte… estas cosas son difíciles de encontrar en España. Vamos a probar esto. -Cogió un par de copas de un aparador y las llenó generosamente-. Salud, Rendón. Caramba, es bueno de verdad. Estos americanos hacen muy bien las cosas que hacen bien. ¿No le parece? Bueno, cuénteme qué tal le fue por allí. Carmen me dijo que se casaba un antiguo amigo.

– Así es. Fue una de esas bodas por todo lo alto, usted ya me entiende. La verdad es que estaba deseando volver.

No sé por qué solté semejante mentira.

– Como en casa de uno, en ningún sitio -concedió él-. ¿Piensa ver a Carmen?

– Eso me gustaría. En realidad, querría invitarla a comer este fin de semana… con usted y con su esposa, claro. Espero que no se ofenda, pero les he traído a las dos unos regalos… no sé si habré acertado, son útiles de cosmética y no entiendo nada de esas cosas. Déselos usted en mi nombre, ¿le importa?

– Al contrario, se lo agradezco. En cuanto a la comida, estamos libres el sábado.

– ¿Le parece bien en Lhardy a las dos y media?

Orenes asintió, satisfecho. Lhardy era uno de esos restaurantes de clientela distinguida donde se podía coincidir con un ministro, un aristócrata o un torero de moda: un buen lugar para ver y ser visto, sobre todo si la factura iba a correr por cuenta de otro.

Como comprenderás, aquella comida sirvió para oficializar las relaciones entre Carmen y yo. Estaba muy guapa aquel día. Le brillaban los ojos y se había hecho en el pelo algo que le sentaba muy bien. Madre e hija me agradecieron los obsequios que les había enviado y se fingieron escandalizadas con la molestia y el gasto.

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