Array Array - Lituma en los Andes

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Lituma en los Andes: краткое содержание, описание и аннотация

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— Bueno, fumémonos un cigarro, compadre–dijo-. Antes de dormir.

— ¿Se va a quedar aquí? — También al barrenero parecía habérsele pasado la borrachera.

— Me da flojera trepar ahora hasta allá arriba. Además, no quiero tocar violín, interrumpiendo a esa parejita. Supongo que sobrará una cama, aquí.

— Dirá catre. Ya se llevaron los colchones.

Lituma oyó unos ronquidos, al fondo del barracón. El hombrecito se dejó caer en el primer camastro de la derecha, junto a la puerta. Ayudándose con un fósforo, el cabo se orientó: había dos literas de tablones, junto a la que ocupaba el barrenero. Se sentó en la más próxima. Sacó su cajetilla y encendió dos cigarrillos. Alcanzó uno al peón, con voz amable:

— No hay como un último puchito, ya en la caria, esperando el sueño.

— Puedo estar mamado, pero no soy ningún cojudo erijo el hombre. El cabo vio avivarse en la tiniebla la brasa del cigarrillo y recibió una bocanada de humo en plena cara-: ¿Por qué se ha quedado aquí? ¿Qué quiere conmigo?

— Saber qué les pasó a esos tres–dijo Lituma, muy bajito, sorprendido de su temeridad: ¿no estaba echándolo todo a perder? — . No para detener a nadie. No para enviar ningún parte a la comandancia de Huancayo. No por el servicio. Sólo por curiosidad, compadre. Te lo juro. ¿Qué les pasó a Casimiro Huarcaya, a Pedrito Tinoco, a Medardo Llantac, alias Demetrio Chanca? Cuéntamelo, mientras nos fumamos este último cigarrito.

— Ni muerto–roncó el hombre, respirando fuerte. Se movía en el catre y a Lituma se le ocurrió que ahorita se pondría de pie y saldría corriendo del barracón, a refugiarse donde Dionisio y doña Adriana-. Ni aunque me mate. Ni aunque me eche gasolina y me prenda un fósforo. Puede empezar esas torturas que les hacen ustedes a los terrucos, si quiere. Ni así se lo diré.

— No te voy a tocar ni un pelo, compadre–dijo Lituma, despacito, exagerando la amabilidad-. Me lo cuentas y me voy. Mañana tú partes de Naccos y yo también. Cada uno por su lado. Nunca nos volveremos a ver las caras. Después que me lo cuentes, los dos nos vamos a sentir mejor. Tú, de haberte sacado el clavo que tienes adentro. Y yo también, de haberme sacado el que me ha estado punzando aquí todo este tiempo. No sé cómo te llamas ni quiero que me lo digas. Sólo que me cuentes qué pasó. Para que los dos durmamos tranquilos, compadre.

Hubo un largo silencio, entrecortado por los esporádicos ronquidos del fondo del barracón. Lituma veía cada tanto encenderse la brasa del cigarrillo del barrenero y elevarse una nubecilla de humo que a veces se le metía en las narices, haciéndole cosquillas. Se sentía tranquilo. Tenía la absoluta seguridad de que el tipo iba a hablar.

— ¿Lo sacrificaron a los apus, no es cierto?

— ¿A los apus? — preguntó el hombre, moviéndose. Su inquietud contagiaba al cabo, quien sentía a ratos una comezón urgente en distintas partes del cuerpo.

— Los espíritus de las montañas–le aclaró Lituma-. Los amarus, los mukis, los dioses, los diablos, como se llamen. Esos que están metidos dentro de los cerros y provocan las desgracias. ¿Los sacrificaron para que no cayera el huayco? ¿Para que no vinieran los terrucos a matar a nadie ni a llevarse a la gente? ¿Para que los pishtacos no secaran a ningún peón? ¿Fue por eso?

— No sé quechua–roncó el hombre-. Nunca había oído esa palabra hasta ahora. ¿Apu?

— ¿No es cierto que fue por eso, compadre? — insistió Lituma.

— Medardo era mi paisano, yo también soy de Andamarca–dijo el hombre-. Él había sido el alcalde de allá. Eso es lo que jodió a Medardo.

— ¿El capataz es el que más te apena? — preguntó Lituma-. Los otros te importarán menos que tu paisano, me figuro. A mí, el que más es el medito. Pedrito Tinoco. ¿Eran muy amigos, tú y Demetrio, quiero decir Medardo Llantac?

— Conocidos éramos. Él vivía con su mujer, allá arriba, en la ladera. Temblando de que los terrucos supieran que estaba acá. Se les escapó con las justas, esa vez en Andamarca. ¿Sabe cómo? Metiéndose en una tumba. A veces conversábamos. A él lo jodían estos ayacuchanos, abanquinos y huancavelicanos. Diciéndole: «Tarde o temprano, te agarrarán». Diciéndole: «Nos comprometes a todos, viviendo en Naccos. Lárgate, lárgate de acá».

— ¿Por eso lo sacrificaron al capataz? ¿Para quedar bien con los terrucos?

— No sólo por eso–protestó el barrenero, agitado. Fumaba y echaba el humo sin parar, y era como si le hubiera vuelto la borrachera-. No sólo por eso, pues, carajo.

— ¿Por qué más, entonces?

— Esos conchas de su madre dijeron que él ya estaba condenado, que tarde o temprano vendrían a ajusticiarlo. Y como hacía falta alguien, mejor uno que estaba en su lista y que tarde o temprano iba a morir.

— Y como hacía falta sangre humana quieres decir, ¿no?

— Pero fue una gran engañifa, nos metieron el dedo a su gusto–se exasperó el hombre-. ¿No nos hemos quedado sin trabajo? ¿Y sabe lo que todavía dicen?

— ¿Qué dicen?

— Que no les dimos todo el reconocimiento y que por eso se ofendieron. Según esos conchas de su madre, hubiéramos tenido que hacer todavía más cosas. ¿Se da cuenta?

— Claro que me doy–susurró Lituma-. Qué cosa más horrible que matar a ese albino, a ese capataz y a ese mudito por unos apus que nunca nadie vio ni se sabe si existen.

— Matar sería lo de menos–rugió el hombre tendido y Lituma pensó que ese o esos que dormían al fondo del barracón se despertarían y los harían callar. O vendrían de puntillas y le taparían la boca al barrenero. Y a él, por haber oído lo que había oído, se lo llevarían hasta la mina abandonada y lo lanzarían al socavón-. ¿No hay muertos por todas partes? Matar es lo de menos. ¿No se ha vuelto una cojudez, como mear o hacer la caca? No es eso lo que tiene jodida a la gente. No sólo a mí, también a muchos de los que ya se fueron. Sino lo otro.

— ¿Lo otro? — Lituma sintió frío.

— El gusto en la boca–susurró el barrenero y se le rajó la voz-. No se va, por más que uno se la enjuague. Ahorita lo estoy sintiendo. Aquí en mi lengua, en mis dientes. También en la garganta. Hasta en la barriga lo siento. Como si acabara de estar masticando.

Lituma sintió que el pucho le quemaba las yemas de los dedos y lo soltó. Pisoteó las chispitas. Entendía lo que el hombre estaba diciendo y no quería saber más.

— O sea que, además, eso también–murmuró y se quedó con la boca abierta, jadeando.

— Ni cuando duermo se quita–afirmó el barrenero-. Cuando chupo, nomás. Por eso me he vuelto tan chupaco. Pero me hace mal, se me abren las úlceras. Ya estoy cagando con sangre de nuevo.

Lítuma trató de sacar otro cigarrillo pero las manos le temblaban tanto que la cajetilla se le cayó. La buscó, tanteando en el suelo húmedo, lleno de guijarros y palitos de fósforo.

— Todos comulgaron y, aunque yo no quise, también comulgué–dijo el peón, atropellándose-. Eso es lo que me está jodiendo. Los bocados que tragué.

Por fin, Lituma consiguió rescatar la cajetilla. Sacó dos cigarrillos. Se los puso en la boca y tuvo que esperar un buen rato antes de que su mano pudiera sujetar el fósforo para encenderlos. Le alcanzó uno al hombre tendido, sin decirle nada. Lo vio fumar, recibió una vez más una hedionda bocanada de humo en la cara, sintió la comezón en la nariz.

— Encima, ahora tengo hasta susto de dormir–dijo el barrenero-. Me he vuelto cobarde, cosa que nunca he sido. ¿Pero acaso puede uno pelearle al sueño? Si no chupo, me viene la pesadilla.

— ¿Te ves comiéndote a tu paisano? ¿Eso es lo que te sueñas?

— Yo rara vez entro en el sueño–aclaró el barrenero, con total docilidad-. Ellos nomás. Cortándoles sus criadillas, tajándoselas y banqueteándose como si fueran un manjar. — Le vino una arcada y Liturna lo sintió encogerse-. Cuando entro en el sueño yo también, es peor. Esos dos vienen y me las arrancan a mí con sus manos. Se las comen en mi delante. Prefiero chupar antes que soñar eso. Pero ¿y la úlcera? Dígame si eso es vida, pues, carajo.

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