Array Array - Lituma en los Andes

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Lituma en los Andes: краткое содержание, описание и аннотация

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— Ojalá no se topen con los terrucos en sus correrías, nomás.

— Le deseamos lo mismo, señor cabo.

— ¿Podemos bailar, viejita?

Uno de los tres hombres se había acercado y, cimbreándose ligeramente, estiraba la mano a doña Adriana por encima del mostrador. Ella, sin decir nada, salió a bailar con él. Los otros dos hombres se habían acercado también y acompañaban el huayno con palmadas.

— O sea que se irán llevándose sus secretos–Lituma le buscó los ojos a Dionisio-. Dentro de un rato, cuando estemos bien mamados, ¿me dirá qué pasó con esos tres?

— Sería por gusto–Dionisio seguía imitando a un plantígrado pesado y saltarín-. Con la borrachera, se le olvidaría todo después. Aprenda de esos amigos y póngase alegre. ¡Salud, señor cabo!

Levantó su copa, animándolo, y Lituma bebió con él. Alegrarse estaba difícil, con lo que pasaba. Pero, aunque las borracheras de los serruchos siempre le habían parecido lúgubres y taciturnas, el cabo envidió al cantinero, a su mujer, a los tres peones que tomaban cerveza: apenas se ponían picaditos se olvidaban de las desgracias. Se volvió a mirar a la pareja que bailaba. Apenas se movían del sitio, y el hombre estaba tan borracho que no se preocupaba de seguir la música. Con la copa en la mano, Lituma se acercó a los otros dos.

— Se quedaron para apagar la luz del campamento–les metió letra-. ¿Son cuidantes del material?

— Yo mecánico y ellos barreneros–dijo el más viejo, un hombrecito pequeño, de cara grande y desproporcionada, con surcos como cicatrices-. Nos vamos mañana, a buscar chamba a Huancayo. Ésta es nuestra despedida de Naccos.

— Hasta cuando estaba lleno, el campamento parecía un limbo–dijo Lituma-. Ahora, vacío, con los pedrones del huayco y los barracones aplastados, ¿no es tétrico?

Oyó una risita pedregosa y un comentario a media voz del otro–un hombre más joven, con una camisa azul eléctrico que fosforecía bajo su chompa gris-, pero se distrajo, porque el que bailaba con doña Adriana se había enojado por algo.

— Por qué me quitas el cuerpo, pues, viejita–protestaba, con voz gangosa, tratando de pegarse a la mujer-. O ahora me vas a decir que no te gusta sentirlo. Qué te está pasando, viejita.

Era un hombre de mediana estatura, de una nariz muy pronunciada y unos ojitos desasosegados y hundidos a los que el alcohol o la excitación encendían como brasas. Sobre el descolorido overol llevaba una chompa de lana de alpaca de esas que tejen las indias de las comunidades y bajan a vender a las ferias, y, encima, un saco apretado. Parecía preso dentro de sus ropas.

— Tranquilito y las manos quietas o no bailo–dijo por fin la señora Adriana, sin enojarse, apartándolo a medias y espiando de reojo a Lituma-. Una cosa es bailar y otra lo que tú quieres, so conchudo.

Se rió y los que tomaban cerveza también se rieron. Lituma oyó la risa ronca de Dionisio, en el mostrador. Pero el hombre que bailaba no estaba con ganas de reírse. Se plantó, tambaleándose, y se volvió hacia el cantinero, con la cara resplandeciente de furia:

— Ya, pues, Dionisio–gritó, y Lituma vio en su boca contrahecha una mancha de espuma verdosa, como si estuviera masticando coca-. ¡Dile que baile! ¡Dile a ésta que por qué no quiere bailar conmigo!

— Ella sí quiere bailar, pero tú lo que quieres es manosearla–se rió otra vez Dionisio, jugando siempre con manos y pies a ser un oso-.Son cosas distintas, ¿no te das cuenta?

Doña Adriana había regresado a colocarse detrás del mostrador, junto a su marido. Desde allí, acodada en las tablas, su cara apoyada en sus manos, observaba la discusión con media sonrisa congelada, como si la cosa no fuera con ella.

El hombre, bruscamente, pareció desinteresarse de su propia cólera. Trastabilleó hacia sus compañeros, quienes lo sujetaron para que no se desmoronara. Le alcanzaron la cerveza. Bebió a pico de botella un largo trago. Lituma advirtió que sus ojitos relampagueaban y que, al pasar el líquido, la nuez se movía en su garganta de arriba abajo, como un animalito enjaulado. El cabo fue a apoyarse también en el mostrador, frente al cantinero y su mujer. «Ya estoy borracho», pensó. Pero ésta era una borrachera sin alegría y sin alma, muy diferente a las de Piura, con sus hermanos, los inconquistables, en el barcito de la Chunga. Y en ese momento estuvo seguro de que era ella. Era Meche. «Ella es, ella es.» La misma muchachita que había conquistado Josefino, la que había dejado en prenda para seguir jugando a los dados, la que nunca habían vuelto a ver. Cuánta agua había corrido desde entonces, puta madre. Estaba tan concentrado en sus recuerdos que no se había dado cuenta en qué momento el tipo que quería propasarse con doña Adriana había venido a colocarse a su lado. Qué furioso se lo veía. Encaraba a Dionisio con una postura de boxeador:

— ¿Y por qué está prohibido manosearla, además de bailarla? — decía, golpeando las tablas-. ¿Por qué? A ver, explícamelo, Dionisio.

— Porque aquí está la autoridad, pues–repuso el cantinero, señalando a Lituma-. Y delante de la autoridad hay que comportarse.

Trataba de bromear, pero Lituma notó, como siempre que hablaba Dionisio, un fondo burlón y malintencionado debajo de sus palabras. El cantinero los miraba al borracho y a él de manera alternada, con regocijo.

— Qué autoridad ni autoridad, no me vengas con cojudeces–exclamó el borracho, sin dignarse echar una mirada a Lituma-. Aquí todos somos iguales y si alguien quiere dársela de algo, me cago en él. ¿No dices que el trago nos iguala? En qué quedamos, entonces.

Dionisio buscó a Lituma con los ojos, como diciendo: «Y ahora qué va usted a hacer, esto va con usted más que conmigo». También doña Adriana esperaba su reacción. Lituma podía sentir los ojos de los otros dos hombres clavados en él.

— No estoy aquí como guardia civil, sino como un cliente cualquiera–dijo-. Este campamento ya se ha cerrado, nada de líos. Más bien, brindemos.

Levantó su copa y el borrachito lo imitó, con docilidad, levantando su mano vacía, muy serio: «Salud, cabo».

— A esa que está ahora con Tomasito yo la conocí de churre–dijo Lituma, boquiabierto-. Se ha puesto todavía mejor que de chiquilla, en Piura. Si la vieran Josefino o la Chunga se asombrarían de lo guapa que está.

— Ustedes dos son unos mentirosos–dijo el borracho, otra vez furioso, golpeando la mesa y acercando la cabeza al cantinero con insolencia-. En su cara se los digo. Pueden atarantar a todo el mundo, pero a mí no.

Dionisio no se ofendió en lo más mínimo. No se alteró la expresión, entre excitada y apacible, pero dejó de imitar al oso. Tenía en la mano la botella de pisco con la que de tanto en tanto llenaba la copa de Lituma. Con mucha calma llenó otra copita y se la alcanzó al borracho, con ademán amistoso:

— Lo que te falta es trago bueno, compadre. La cerveza es para gentes que no saben lo que es bueno, que les gusta abotagarse y eructar. Anda, prueba y siente la uva.

«No puede ser que esta Mercedes sea Meche», pensaba Lituma. Se había equivocado, eran las confusiones del alcohol. Entre nieblas, vio que el borrachito obedecía: cogió la copa que le alcanzaba Dionisio, aspiró su fragancia y se la tomaba a sorbitos, con pausas, entrecerrando los ojos. Parecía apaciguado, pero, apenas la hubo vaciado, volvió a enojarse.

— Unos mentirosos, para no decir algo peor–rugió, acercando otra vez su cara amenazante al tranquilo cantinero-. ¿O sea que no pasaría nada? ¡Y ha pasado todo! Se vino el huayco, se paró la carretera y nos despidieron. A pesar de las cosas horribles, estamos peor que antes. No se puede meter el dedo a la gente y quedarse tan tranquilos, mirando el partido desde un palco.

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