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Array Array: Lituma en los Andes

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— A que no adivina dónde lo mandan, mi cabo. Mejor dicho, mi sargento.

— ¿Cómo? ¿Me han ascendido?

El muchacho le alcanzó el papel, con el membrete de la compañía constructora.

A menos que le estén haciendo una pasada. A Santa María de Nieva, de jefe de puesto. ¡Felicitaciones, mi sargento!

Ya no había suficiente luz para leer el radiograma, de manera que los ojos de Lituma apenas echaron un vistazo a esas arañitas negras sobre fondo blanco.

— ¿Santa María de Nieva? ¿Dónde es eso?

— En la selva, por el Alto Marañón–se rió el muchacho-. Pero lo más cómico es a dónde me destinan a mí. Adivine, adivine, se va a morir de envidia.

Parecía muy contento y Lituma sintió envidia y aprecio por él.

— No me digas que a Piura, no me digas que te mandan a mi tierra.

— Allá mismo, a la comisaría del barrio de Castilla. Mi padrino cumplió, me sacó de aquí todavía antes de lo que me dijo.

— Es tu día, Tomasito–lo palmeó Lituma-. Hoy, te sacaste la lotería, hoy cambió tu suerte. Te recomendaré a mis amigos, los inconquistables. No dejes que esos forajidos te corrompan, nomás.

— ¿Y esos ruidos? — dijo el guardia, sorprendido', señalando el puesto-. Quién anda por ahí.

— Nos ha caído una visita, aunque te parezca mentira elijo Lituma-. Alguien que, creo, tú conoces. Anda a ver, Tomasito. No te preocupes por mí. Voy a bajar al campamento a tomarme unos anisados con Dionisio y la bruja, de despedida. ¿Y sabes una cosa? Me tiraré una gran tranca. Así que no creo que vuelva esta noche.

Me dormiré donde me venga el sueño, en la cantina o en un barracón. Con la cantidad de trago que tendré en el cuerpo todo me parecerá un lecho de rosas. Nos veremos mañana. Anda, saluda a tu visita, Tomasito.

— Qué sorpresa, señor cabo–dijo Dionisio, al verlo entrar-. ¿No se ha ido de Naccos todavía?

— Me he quedado para despedirme de usted y de doña Adriana–se burló Lituma-. ¿Hay algo de comer?

— Galletas de agua con mortadela–repuso el cantinero-. Pero trago, sí hay, al por mayor. Estoy liquidando las existencias.

— Tanto mejor–repuso Lituma-. Voy a pasar la noche entera con ustedes y a mamarme hasta las cachas.

— Vaya, vaya–le sonrió Dionisio, desde el mostrador, con sorpresa y satisfacción, perforándolo con sus ojitos acuosos-. Ya la otra noche lo vi tomadito, pero era por el susto del huayco. Ahora viene a emborracharse con toda la mala intención. Nunca es tarde para comenzar la vida.

Le llenó una copa de pisco y se la puso en el mostrador, junto con un platito de latón lleno de agujereadas galletas de soda y rodajas de mortadela.

La señora Adriana se había acercado y, acodada en los tablones, miraba al cabo a bocadejarro, con el descaro y la frialdad de costumbre. En el pequeño local semivacío sólo había tres clientes, tomando cerveza de una misma botella; conversaban de pie, junto a la pared del fondo. Lituma murmuró «Salud», se llevó la copa a los labios y se la bebió de un trago. La lengua de fuego que le lamió las entrañas le produjo un estremecimiento.

— Buen pisco, ¿no? — se jactó Dionisio, apresurándose a llenarle otra vez la copa-. Huela, sienta la fragancia. ¡Uva purita, pues, señor cabo!

Lituma aspiró. En efecto, entre el ardiente aroma se distinguía como un fondo de frescos racimos, de uvas recién cortadas y llevadas al lagar, listas para ser pisoteadas por los expertos pies de los vendimiadores iqueños.

— Siempre me acordaré de este cuchitril–murmuró Lituma, hablando solo-. También en la selva viviré imaginando lo que pasaba aquí cuando ya era muy de noche y la chupadera estaba en su punto.

— ¿Va a volver con el tema de los desaparecidos? — lo interrumpió doña Adriana, con un gesto de hastío-. No se ponga pesado, cabo. La mayor parte de los peones ya se fue de Naccos. Y después del huayco y el cierre de la compañía, la poca gente que queda tiene otras cosas en la cabeza. Nadie se acuerda de ellos. Olvídese también y, aunque sea por única vez, alégrese un poco.

— Da pena tomar solo, doña Adriana–dijo el cabo-. ¿No me acompañan?

— No faltaba más–respondió Dionisio.

Se sirvió otra copa e hizo un brindis con el cabo.

— A usted siempre se lo ha visto aquí con la cara hecha una noche–afirmó la señora Adriana-. Y yéndose a la carrera al poquito de llegar, como alma que lleva el diablo.

— Ni que nos tuviera miedo–encadenó Dionisio, palmoteando.

— Les tenía–reconoció Lituma-. Todavía les tengo. Porque ustedes son misteriosos y no los entiendo. A mí me gustan más bien los tipos transparentes. A propósito, doña Adriana, por qué nunca me contó a mí esas historias de pishtacos que le cuenta a todo el mundo.

— Si hubiera venido más a la cantina, las hubiera oído. ¡No sabe lo que se perdió por ser tan formalito! — Y la mujer lanzó una carcajada.

— No me enojo porque sé que dice usted esas cosas de nosotros sin ánimo de ofender–se encogió de hombros Dionisio-. Un poquito de música, alegremos este cementerio.

— Cementerio es la palabra–asintió Lituma-. ¡Naccos! Puta, cada vez que oiga este nombre se me pondrán los pelos de punta. Perdón por la lisura, señora.

— Puede decir todas las que quiera si eso lo va a despercudir–lo disculpó la mujer del cantinero-. Con tal de ver a la gente contenta, yo aguanto cualquier cosa.

Lanzó otra risita impertinente, pero la ahogó la música de Radio Junín, que estalló en ese momento. Lituma se quedó mirando a doña Adriana: aunque con sus pelos brujeriles y su desarreglo, había en ella a veces como un rastro de hermosura pasada. Tal vez era cierto, tal vez de joven fue un hembrón. Pero nunca lo habría sido como Mercedes, nunca como esa piurana con la que, en estos momentos, su adjunto estaría visitando el cielo. ¿Era o no era Meche? Esos ojos tan maliciosos, de chispitas verdegrises, tenían que ser los de ella. Por una mujer así, se entendía la locura de amor de Tomasito.

— ¿Dónde está el guardia Carreño? — preguntó la señora Adriana.

— Bañándose en agua rica–repuso él-. Ha venido a verlo su hembrita, desde Lima, y les he dejado el puesto para su luna de miel.

— ¿Se vino hasta Naccos sola? Debe ser una mujer de mucho temple–comentó doña Adriana.

— Y usted muriéndose de envidia, señor cabo–dijo Dionisio.

— Por supuesto–reconoció Lituma-. Porque, además, es una reina de belleza.

El cantinero llenó las copas y sirvió otra, para su mujer. Uno de los tres hombres que bebían cerveza se había puesto a cantar a voz en cuello, acompañando la letra del huaynito que tocaban en la radio: «Ay torcaza, torcacita…».

— Una piurana–Lituma sentía un agradable calorcito interior y era como si, ahora, todo fuera menos grave e importante que antes-. Una digna representante de la mujer piurana. ¡Qué lechero que te manden al barrio de Castilla, Tomasito! ¡Salud, señores!

Bebió un sorbo y vio que Dionisio y la señora Adriana se mojaban los labios. Se los notaba complacidos e intrigados de que el cabo se fuera emborrachando, algo que, en efecto, no había hecho en todos los meses que llevaba en Naccos. Porque, como decía el cantinero, la noche del huayco no contaba.

— ¿Cuánta gente queda en el campamento?

— Sólo los cuidantes de la maquinaria. Y uno que otro remolón–dijo Dionisio.

— ¿Y ustedes?

— Qué vamos a hacer aquí, si todos se van–aclaró el cantinero-. Aunque viejo, soy un trotamundos de nacimiento y puedo trabajar en cualquier parte.

— Como en todo el mundo se chupa, siempre encontrará chamba.

— Y, si no saben chupar, les enseñamos–dijo doña Adriana.

— Tal vez me consiga un oso y lo amaestre y vuelva por las ferias a hacer mi número–Dionisio se puso a dar saltos y a gruñirTuve uno, de joven, que echaba las cartas, barría y les levantaba las polleras a las cholas.

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