Array Array - Lituma en los Andes
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Se quedó acezando, con la expresión cambiada. Abría y cerraba los ojos y echaba recelosas miradas en torno, ¿alarmado de haber dicho lo que había dicho? Lituma observó al cantinero. Dionisio no se había inmutado y llenaba de nuevo las copas. La señora Adriana salió de detrás del mostrador y cogió al borrachito de la mano:
— Ven, bailemos, para que se te pase la rabia. ¿No sabes que rabiar es malo para la salud?
Tocaban una música que apenas se distinguía, por la acústica y las continuas interferencias. El hombre se puso a bailar un bolero, prendido de doña Adriana como un mono. Siempre entre brumas, Lituma vio que, a la vez que le pegaba el cuerpo, el borrachito le acariciaba las nalgas y le restregaba la boca y la nariz por el cuello.
— ¿Dónde están los otros? — preguntó-. Esos que tomaban cerveza, ahí, hace un ratito.
— Se fueron hace unos diez minutos–le informó Dionisio-. ¿No sintió el portazo?
— ¿A usted no le importa que manoseen así a su mujer, en su propia cara?
Dionisio encogió los hombros.
— Los borrachos no saben lo que hacen. — Se rió, excitado, aspirando la copa que tenía en la mano-. Y, además, qué importa. Regalémosle diez minutitos de felicidad. Mire cómo está gozando. ¿No lo envidia?
El hombrecito estaba casi encaramado sobre la señora Adriana y haba dejado de bailar. No se movía del sitio y sus manos recorrían los brazos, los hombros, la espalda y los pechos de la mujer, mientras sus labios le buscaban la boca. Ella lo dejaba hacer, con una expresión aburrida, ligeramente disgustada.
— Está animalizado–escupió Lituma al suelo-. No puede darme envidia una bestia así.
— Los animales son más felices que usted y yo, señor cabo–se rió Dionisio y otra vez se volvió un oso-. Viven para comer, dormir y cachar. No piensan, no tienen preocupaciones. Nosotros, sí, y somos desgraciados. Ése está visitando ahora a su animal y mire si no es feliz.
El cabo se acercó un poco más al cantinero y lo cogió de un brazo.
— ¿Cuáles fueron esas cosas horribles? — silabeó-. Las que hicieron para que no pasara nada ,para que no sucediera todo lo que ha sucedido. ¿Qué cosas eran ésas?
— Pregúntele a él, señor cabo–le contestó Dionisio, haciendo unos movimientos torpones y lentos, como siguiendo las órdenes del domador-. Si cree lo que dice un borracho, vaya y que se las cuente él. Salga de la curiosidad de una vez. Hágalo hablar, sonsáqueselas a tiros.
Lituma cerró los ojos. Todo giraba dentro de él y ese remolino iba a tragarse también a Tomasito y a Mechita, abrazados, en el momento en que más se querían.
— Ya no me importa–balbuceó-. Ya bajé la cortina, ya eché llave. Me ha llegado mi nuevo nombramiento. Me iré al Alto Marañón y me olvidaré de la sierra. Me alegro de que los apus mandaran el huayco a Naccos. Y de que se parara la carretera. Gracias a los apus puedo largarme. Nunca en la vida he sido tan desgraciado como aquí.
— Vaya, con el pisco le están saliendo a flote las verdades–dijo el cantinero, aprobando-. Como a todo el mundo, señor cabo. A este paso, usted también terminará visitando a su animal. ¿Cuál será? ¿La lagartija? ¿El chanchito?
El borracho se había puesto a chillar y Lituma se volvió a observarlo. Lo que vio lo dejó asqueado. El hombrecito enfardelado en su saco–prisión, se había abierto la bragueta y tenía su sexo entre las dos manos. Se lo mostraba, negruzco y enhiesto, a doña Adriana, chillando en su lengua trabada:
— Adóralo, viejita. Arrodíllate y con las manos juntas dile: «Eres mi dios». No te me hagas la remilgada.
A Lituma lo sacudió un acceso de risa. Pero sentía ganas de vomitar y en las aspas de su cabeza giraban las dudas en torno a Mercedes. ¿Era o no era la de Piura? No podía ser tanta casualidad, puta madre. ¿Cosas horribles, había dicho ese baboso?
La señora Adriana dio media vuelta y regresó al mostrador. Ahí estaba de nuevo, acodada sobre el tablón, mirando con la mayor indiferencia al borrachito desbraguetado. Éste se contemplaba el sexo con expresión abatida, en medio del cuarto vacío.
— Usted hablaba de cosas horribles, señor cabo–dijo Dionisio-. Ahí tiene una. ¿Ha visto algo más horrible que esa pichulita color hollín?
Se carcajeó y la señora Adriana se rió también. Lituma los imitó, por cortesía, pues ahora no tenía ganas de reírse. En cualquier momento le vendrían las arcadas y el vómito.
— Me lo voy a llevar a este cojudo–les dijo-. Se ha puesto pesado y no los va a dejar tranquilos toda la noche.
— Por mí no se preocupe, estoy acostumbrado–dijo Dionisio-. Estos espectáculos son parte de mi trabajo.
— ¿Cuánto le debo? — preguntó el cabo, haciendo ademán de sacar su cartera.
— Esta noche es por cuenta de la casa–le estiró la mano Dionisio-. ¿No le dije que estoy liquidando las existencias?
— Muchas gracias, entonces.
Lituma fue hasta donde estaba el borrachito. Lo agarró del brazo y, sin violencia, lo fue empujando hacia la puerta:
— Tú y yo nos vamos a tomar el fresco allá afuera, compadre.
El hombre no opuso la menor resistencia. Se iba acomodando la bragueta, de prisa.
— Por supuesto, mi cabo–murmuró, atorándose-. Hablando se entiende la gente.
Afuera los esperaba una oscuridad glacial. No llovía ni soplaba el viento de otras noches, pero la temperatura había bajado mucho desde la tarde y Lituma sintió que al barrenero le entrechocaban los dientes. Lo sentía tiritar y encogerse bajo sus ropas–camisa de fuerza.
— Supongo que estás durmiendo en el barracón que no se llevó el huayco–le dijo, sosteniéndolo del codo-. Te acompaño, compadre. Démonos el brazo, en esta tiniebla y con tanto hueco nos podemos romper la crisma.
Avanzaron despacito, tambaleándose, tropezando, por las sombras que la miríada de estrellas y el tenue resplandor de la media luna no conseguían atenuar. A los pocos pasos, Lituma sintió que el hombrecito se doblaba en dos, cogiéndose el estómago.
— Tienes retortijones? Vomita, te hará bien. Trata, trata, hasta que te salga la porquería. Te voy a ayudar.
Inclinado, el hombrecito se estremecía con las arcadas y Lituma, detrás de él, le apretaba el estómago con las dos manos, como había hecho tantas veces con los inconquistables allá en Piura, cuando salían muy mareados del barcito de la Chunga.
— Me está usted punteando–protestó el barrenero, de pronto, en su media lengua.
— Eso es lo que tú quisieras–se rió Lituma-. A mí no me gustan los hombres, so cojudo.
— A mí tampoco–rugió el otro, entre arcadas-. Pero, en Naccos, uno se vuelve mostacero y hasta peores cosas.
Lituma sintió que le latía muy fuerte el corazón. A éste algo le comía sus adentros y quería también buitrearlo. Éste quería desfogarse, contárselo a alguien.
Por fin, el barrenero se irguió, con un suspiro de alivio.
Ya estoy mejor–escupió, abriendo los brazos-. Qué frío de mierda hace aquí.
— A uno se le hiela hasta el cerebro–asintió Lituma-. Movámonos, mejor.
Volvieron a cogerse de los brazos y avanzaron, maldiciendo cada vez que tropezaban contra una piedra o hundían los pies en el barro. Por fin, la mole del barracón apareció frente a ellos, más espesa que las sombras del contorno. Se oía zumbar el viento en lo alto de los cerros, pero aquí todo estaba silencioso y tranquilo. A Lituma se le había pasado el efecto del alcohol. Se sentía despejado y lúcido. Hasta se había olvidado de Mercedes y Tomasito, amistándose allá arriba en el puesto, y de la Meche de hacía tantos años, en el barcito de los arenales contiguos al Estadio de Piura. En su cabeza, a punto de estallar, crepitaba una decisión: «Se lo tengo que sacar».
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