Array Array - Lituma en los Andes
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— Lo de los dólares no me importó nada, eran suyos–afirmó Tomasito, con absoluta convicción-. Pero que ella se fuera, pensar que nunca más vería a Mercedes, que sería la mujer de otro, o de otros, ya nunca mía, fue un mazazo terrible. Me hizo trizas, mi cabo. Hasta pensé en matarme, le digo. Pero ni para eso me quedaron ánimos.
— No era para menos–observó Lituma-. Ahora te comprendo mejor, Tomasito. Esos llantos que te vienen dormido, por ejemplo. Ahora los entiendo. Y, también, que seas monotemático y no me hables de otra cosa. Lo que se me hace difícil de entender es que, después de una perrada así, después de que Mercedes se largara pese a todo lo que hiciste por ella, todavía la quieras. Tendrías que odiarla con toda tu alma, más bien.
— Soy serrucho, mi cabo, no se olvide–bromeó el muchacho-. ¿No dicen que para nosotros no hay amor sin golpe? ¿«Más mi pegas, más mi quieres», no dicen que decimos? En mi caso se cumple el refrán.
— Un parche tapa otro parche–lo animó Lituma-. En vez de llorar tanto a la piurana, debiste conseguirte otra hembrita sobre el pucho. Así te olvidabas de la ingrata.
— La misma receta de mi padrino erijo Tomasito.
— No hay mal de pichula que dure cien años ni cuerpo que lo resista–aseguró el comandante. Y le dio una orden-: Ahora mismo te vas al Dominó y te tiras a la flaca pizpireta de la Lira, o a Celestina, la tetudita. Y, si te da el cuerpo, te tiras a las dos juntas. Llamaré para que te hagan un descuento. Si ese par de culos moviéndose encima tuyo no te sacan a Mercedes de la cabeza, que me quiten un galón.
— Traté de hacerle caso y fui–recordó el muchacho, con una risita forzada-. No tenía voluntad, era un trapo, hacía lo que cualquiera me mandaba. Fui y me saqué una polilla al hotelito del frente del Dominó, a ver si así empezaba a olvidarla. Y fue peor. Mientras la polilla me hacía gracias, estuve acordándome de Mercedes, comparando el que tenía delante con el cuerpecito de mi amor. Ni se me paró, mi cabo.
— Me confiesas cada intimidad que no sé qué decirte–se confundió Lituma-. ¿No te da vergüenza contarme cosas tan privadas, Tomasito?
— No se las contaría a cualquiera–aclaró su adjunto-. Pero a usted le tengo más confianza todavía que al gordo Iscariote. Usted es para mí como ese padre que no conocí, mi cabo.
— La tal Mercedes era mucha hembra para ti, muchacho–afirmó el comandante-. Hubieras pasado las de san Quintín con ella. Ésa es de las que pican alto, incluso el Chancho le quedaba chico. ¿No viste qué ínfulas se dio conmigo, la noche que me la presentaste? Me decía micifuz, la muy pendeja.
— Con tal de tenerla siempre a mi lado, yo por ella hubiera robado y matado otra vez–se le quebró la voz a Carreño-. Cualquier cosa.. ¿Y quiere que le diga algo todavía más privado? Nunca más me tiraré a otra hembra. No me interesan, no existen. Si no es Mercedes, ninguna.
— Puta madre–comentó Lituma.
— Para serte franco, yo le hubiera tirado su polvo a la tal Mercedes, eso sí–carraspeó el comandante-. Se lo propuse, cuando bailé con ella en el Dominó. Como probándola, además, ya te lo conté. ¿Sabes qué hizo, ahijado? Me cogió la bragueta con la mayor concha y me dijo: «Contigo ni por todo el oro del mundo, ni aunque me pusieras una pistolita en el pecho. No eres mi tipo, micifuz».
Estaba de uniforme, sentado en el pequeño escritorio de su oficina, en la primera planta del Ministerio. Entre los altos de cartapacios, había una pequeña bandera peruana y un ventilador apagado. Carreño vestía de civil y permanecía de pie, frente a una foto del presidente de la República que parecía mirarlo con sorna desde la pared. El comandante llevaba sus eternos anteojos oscuros; jugueteaba con un lápiz y un tajador.
— No me diga esas cosas, padrino. Me amarga más de lo que estoy.
— Te las digo para que sepas que esa mujer no te convenía–lo alentó el comandante-. Te hubiera metido cuernos hasta con curas y maricones. Era una liberada, lo más peligroso que puede ser una mujer. Es una suerte que te la sacaras de encima, aunque no fuera por tu voluntad. Y, ahora, no perdamos tiempo. Ocupémonos de tu situación. No habrás olvidado que estás en un lío de la puta madre por lo de Tingo María, ¿no?
— Tiene que ser tu padre, Tomasito–susurró Liturna-. Tiene que serlo.
El comandante rebuscó en su escritorio y cogió un expediente del alto de cartapacios. Lo agitó ante Carreño.
— Va a costar trabajo desenredarlo, para limpiar tu foja de servicios. Si no, esa mancha te perseguirá toda la vida. Ya he encontrado una forma, gracias a un picapleitos asimilado, pata mío. ¿Sabes qué eres? Desertor arrepentido, eso eres. Te escapaste, te diste cuenta de tu error, recapacitaste y ahora vuelves a pedir perdón. En prueba de sinceridad, te ofreces como voluntario para ir a la zona de emergencia. Te vas a cazar delincuentes subversivos, muchacho. Firma aquí.
— Cómo me hubiera gustado conocer a tu padrino–lo interrumpió Lituma, admirado-. Qué tipo, Tomasito.
— Tu solicitud ha sido aceptada y ya tienes destino–prosiguió el comandante, soplando la tinta donde había firmado Carreño-. Andahuaylas, a órdenes de un oficial de muchos huevos. El teniente Pancorvo. Me debe favores, te tratará bien. Estarás en la sierra unos meses, un añito. Eso te sacará de la circulación hasta que se olviden de ti y quede limpia tu foja de servicios. Ya oleado y sacramentado, te buscaré un destino mejor. ¿No me dices gracias?
— El gordo Iscariote también se portó muy bien conmigo–dijo Tomás-. Hasta que tomé el ómnibus a Andahuaylas, se volvió mi sombra. Tenía miedo de que me suicidara, creo. Según él, las penas de amor se curan comiendo, él vive para la tragadera, ya le conté.
— Tamales, anticuchos, chicharrones con camote, cebiche de corvina, rocotos rellenos, conchitas a la parmesana, causa a la limeña y cervezas al temple polar–enumeró el gordo Iscariote, con un gesto magnífico-. Esto es el comienzo. Después, ají de gallina con arroz blanco y un seco de cabrito. Y, para rematar la tarde, mazamorra morada con turrón de doña Pepa. Alégrate, Carreñito.
— Si nos comemos la mitad de eso, nos morimos, gordo.
— Te morirás tú–dijo Iscariote-. A mí, una panzada así me reencaucha. Esto es vivir. Antes de llegar al seco de cabrito, te olvidarás para siempre de Mercedes.
— No me olvidaré nunca de ella–afirmó el muchacho-. Mejor dicho, no quiero olvidarme de ella. Nunca imaginé que se podía ser tan feliz, mi cabo. Quizás haya sido mejor que pasaran así las cosas. Que lo nuestro durara poco. Porque, si nos casábamos y seguíamos juntos, hubiera comenzado también entre nosotros eso que va envenando a las parejas. En cambio, ahora todos mis recuerdos de ella son buenos.
— Se largó con tus cuatro mil dólares después de que mataste a un tipo por ella y de que le conseguiste una libreta electoral nueva y sólo piensas maravillas de la piurana–se escandalizó Lituma-. Eres un masoquista, Tomasito.
— Ya sé que no me vas a dar la menor pelota–dijo de pronto el gordo Iscariote: sudaba y acezaba y toda su gran masa de carne latía, ávida; tenía un tenedor en el aire, lleno de arroz, y lo columpiaba al ritmo de sus palabras — . Pero, déjame que te dé un consejo de amigo. ¿Sabes qué haría yo si estuviera en tu pellejo?
— ¿Qué harías?
— Vengarme–Iscariote se llevó el tenedor a la boca, masticó entrecerrando los ojos, como en éxtasis, tragó, bebió cerveza, se limpió los gruesos labios con la lengua y prosiguió-: Esa chanchada tendría que pagarla.
— ¿Cómo? — preguntó el muchacho-.Aunque estoy amargo y con indigestión, me haces reír, gordo.
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