Array Array - Lituma en los Andes

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A los dos nos gustaba que Naccos fuera lugar de paso. Siempre estaban yendo y viniendo por aquí foráneos que subían a las punas de la Cordillera o bajaban a la selva o enrumbaban hacia Huancayo y la costa. Aquí nos conocimos, aquí se enamoró Dionisio de mí y aquí comenzamos nuestra relación. Desde siempre se hablaba de una carretera que reemplazaría a la trocha de acémilas. Se habló años de años, antes de que se decidieran a construirla. Lástima que cuando empezaron los trabajos y aparecieron ustedes con sus picos, palas y barrenos, fuera tarde. La muerte le había ganado la pelea a la vida. Estaba escrito que la carretera nunca se terminaría, por eso a mí no me llaman la atención esos rumores que los tienen desvelados y los traen a emborracharse. Que van a parar los trabajos y que van a despedir a todos son cosas que veo en el éxtasis hace mucho tiempo. También las oigo, en el corazón que late dentro del árbol y en el de la piedra, y las leo en las vísceras del cernícalo y del cuy. La muerte de Naccos está decidida. La acordaron los espíritus y ocurrirá. A menos que… Repito lo de tantas veces: a grandes males, grandes remedios. Ésa es la historia del hombre, dice Dionisio. Él siempre tuvo don de profecía; a su lado, yo lo adquirí, él me lo traspasó.

Además, gracias a estos cerros, Naccos tenía aura, fuerza mágica. Eso nos conviene a Dionisio y a mí. A los dos nos atrajo siempre el peligro. ¿No representa la verdadera vida, la que vale la pena? En cambio, la seguridad es el aburrimiento, es la imbecilidad, es la muerte. No era casual que hubieran venido aquí pishtacos como el que secó a Juan Apaza y Sebastián. El Padrillo, sí. Los atraía la descomposición de Naccos, y la vida secreta de las huacas. Estas montañas están llenas de entierros antiquísimos. Sin esas presencias, no habitarían en esta comarca de los Andes tantos espíritus. Relacionarnos con ellos nos costó mucho trabajo. Gracias a ellos aprendimos mucho, incluso Dionisio que sabía ya tantísimo. Pasó mucho, hizo falta enorme esfuerzo para que se manifestaran. Para reconocer cuándo el cóndor que aparecía era mensajero y cuándo simple animal hambriento en busca de su presa. Ahora yo no fallo, a la primera ojeada distingo a uno del otro, y, silo dudan, pónganme a prueba. Sólo los espíritus de los cerros más altos y fuertes, los que tienen nieve todo el año, los que perforan las nubes, se encarnan en cóndores; los pequeños, en cernícalos o halcones, y algunos cerritos enclenques en zorzales. Esos espíritus son flacos y no pueden provocar catástrofes. A lo más, daños, como desgraciar a una familia. A ésos les bastan las ofrendas de licor y comida que les hacen los indios cuando cruzan las abras.

Aquí ocurrieron montones de cosas, en el pasado. Mucho antes de que se abriera Santa Rita, quiero decir. El don de profecía permite ver atrás lo mismo que adelante, y yo he visto lo que fue Naccos antes de que se llamara Naccos y antes de que la decadencia le ganara la pelea a las ganas de vivir. Aquí hubo mucha vida porque hubo también mucha muerte. Se sufría y se gozaba en abundancia, como debe ser; lo malo es cuando, como ahora en Naccos, en toda la sierra y acaso en el mundo entero, sólo se sufre y ya nadie se acuerda de lo que era gozar. Antaño la gente se atrevía a enfrentar los grandes daños con expiaciones. Así se mantenía el equilibrio. La vida y la muerte como una balanza de dos costales del mismo peso, como dos carneros de la misma fuerza que se dan topetazos sin que ninguno adelante o retroceda.

¿Qué hacían para que la muerte no le ganara a la vida? Sujétense el estómago, no vaya a ser que les venga la vomitadera. Éstas no son verdades para pantalones débiles sino para polleras fuertes. Las mujeres asumían la responsabilidad. Ellas, óiganlo bien. Y cumplían. En cambio, el varón que el pueblo elegía en cabildo como cargo para las fiestas del próximo año, temblaba. Sabía que sería principal y autoridad sólo hasta entonces; después, al sacrificio. No se corría, no trataba de escaparse después de la fiesta que él presidía, de la procesión, de los bailes, de la comilona y borrachera. Nada de eso. Se quedaba hasta el final, conforme y orgulloso de hacerle un bien a su pueblo. Moría héroe, querido y reverenciado. Eso es lo que era: un héroe. Chupaba duro, tocaba el charango o la quena o el arpa o las tijeras o el instrumento que sabía, y bailaba, zapateando y cantando día y noche hasta botar la pena, para olvidarse, para no sentirse, para dar su vida sin miedo y con voluntad. Sólo las mujeres salían a cazarlo, la última noche de la fiesta. Borrachas también, desmandadas también, como las locas de la comparsa de Dionisio, ni más ni menos. Pero a ésas de entonces ni sus maridos ni sus padres trataban de atajarlas. Les afilaban cuchillos y machetes, animándolas: «Búscalo, encuéntralo, cázalo, muérdelo, sángralo, para que tengamos un año de paz y buenas cosechas». Lo cazaban igualito que en el chako que hacían los indios de la comunidad para cazar al puma y al venado, cuando aún había pumas y venados en esta sierra. Igualito era la cacería del cargo. Formaban círculo y lo encerraban dentro, cantando, siempre cantando, bailando, siempre bailando, azuzándose unas a otras con alaridos cuando lo sentían cerca, sabiendo que el cargo de la fiesta ya estaba cercado, que ya no podría escapar. El círculo se iba cerrando, cerrando, hasta que lo cogían. Su reinado acababa en sangre. Y, a la semana siguiente, en cabildo grande, se elegía al cargo del próximo año. La felicidad y la prosperidad que había en Naccos, así la compraban. Lo sabían y nadie mariconeaba. Sólo la decadencia, como la de este tiempo, se da gratis. Ustedes no tienen que pagar nada a nadie por vivir inseguros y miedosos y ser las ruinas que son. Eso se da de balde. Se parará la carretera y se quedarán sin trabajo, llegarán los terrucos y harán una carnicería, caerá el huayco y nos borrará a todos del mapa. Los malignos saldrán de las montañas a celebrarlo bailando un cacharpari de despedida a la vida y habrá tantos cóndores revoloteando que quedará el cielo tapado. A menos que…

No es verdad que Timoteo Fajardo me abandonara porque le faltó valor. Falso que el narigón me encontrara, a la mañana siguiente de una fiesta del santo, en la boca de la mina Santa Rita, con la hombría del cargo en mi mano y, acobardado de que lo fueran a elegir a él cargo para el próximo año, se fugara de Naccos. Ésas son habladurías, como que Dionisio lo mató para quedarse conmigo. Cuando aquellas cosas que cuento sucedían en Naccos, yo estaba todavía flotando entre las estrellas, incorpórea, espíritu puro, esperando mi turno para encarnarme en cuerpo de mujer.

Como el pisco, la música ayuda a entender las verdades amargas. Dionisio se ha pasado la vida enseñándolas a la gente y no ha servido de gran cosa, la mayoría se taponea las orejas para no oír. Yo aprendí de él todo lo que sé sobre la música. Cantar un huaynito con sentimiento, abandonándose, dejándose ir, perdiéndose en la canción, hasta sentir que ya eres ella, que la música te canta a ti en vez de tú cantarla a ella, es camino de sabiduría. Zapatear, zapatear, girar, ir adornando la figura, haciéndola y deshaciéndola sin perder el ritmo, olvidándose, yéndose, hasta sentir que el baile ya te está bailando, que se metió en tus adentros, que él manda y tú obedeces, es camino de sabiduría. Tú ya no eres tú, yo ya no soy yo sino todos los otros. Así se sale de la cárcel del cuerpo y se entra al mundo de los espíritus. Cantando. Bailando. También tomando, por supuesto. Con la borrachera viajas, dice Dionisio, visitas a tu animal, te sacudes la preocupación, descubres tu secreto, te igualas. El resto del tiempo estás preso, como los cadáveres en las huacas antiguas o en los cementerios de ahora. Eres esclavo o sirviente de alguien, siempre. Bailando y bebiendo, no hay indios, mestizos ni caballeros, ricos ni pobres, hombres ni mujeres. Se borran las diferencias y nos volvemos como espíritus: indios, mestizos y caballeros a la vez; ricos y pobres, mujeres y hombres al mismo tiempo. No todos viajan bailando, cantando o chupando, sólo los superiores. Hay que tener disposición y perder el orgullo y la vergüenza, bajarse del pedestal en el que la gente vive montada. El que no pone a dormir su pensamiento, el que no se olvida de sí mismo, ni se saca las vanidades y soberbias ni se vuelve música cuando canta, ni baile cuando baila, ni borrachera cuando se emborracha. Ése no sale de su prisión, no viaja, no visita a su animal ni sube hasta espíritu. Ése no vive: es decadencia y está vivomuerto. No serviría para alimentar a los de las montañas, tampoco. Ellos quieren seres de categoría, liberados de su esclavitud. Muchos, por más que se emborrachen, no llegan a ser la borrachera. Y tampoco el canto y el baile, aunque chillen a grito pelado y saquen chispas al suelo zapateando. El sirvientito de los policías, sí. Aunque sea mudo, aunque sea opa, él siente la música. El sí sabe. Yo lo he visto bailar, solito, subiendo o bajando del cerro, yendo a hacer los mandados. Cierra sus ojos, se concentra, empieza a caminar con ritmo, a dar pasitos en puntas de pie, a mover las manos, a saltar. Está oyendo un huayno que sólo él oye, que sólo a él le cantan, que él mismo canta sin ruido, desde el adentro de su corazón. Se pierde, se va, viaja, sale, se acerca a los espíritus. Los terrucos no lo mataron esa vez, en Pampa Galeras, porque los de las montañas lo estarían protegiendo. O, tal vez, lo tendrían marcado para algo superior. A él lo recibirían con los brazos abiertos, como a esos cargos de la antigüedad que les entregaban las mujeres, los que duermen en las huacas. Pero ustedes, a pesar de sus pantalones y las bolas con que lanzan tantas bravatas, se hacen la caca de miedo. Prefieren quedarse sin trabajo, que los sequen y los rebanen los pishtacos, que se los metan a su milicia los terrucos, que los machuquen a pedradas, cualquier cosa antes que asumir una responsabilidad. Por qué extrañarse de que Naccos se quedara sin mujeres. Ellas aguantaban la embestida de los malos espíritus, ellas mantenían la vida y la prosperidad del pueblo. Desde que se fueron empezó la caída y ustedes no tienen coraje para detenerla. Dejan que la vida se vaya escurriendo y la muerte llenando los sitios vacíos. A menos que…

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