Array Array - Lituma en los Andes
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— Por fin funcionó la radio de la compañía esta mañana, por fin pude mandar el parte a la comandancia de Huancayo–comentó el cabo-. Ojalá contesten pronto. No sé qué hacemos aquí ya, mi adjunto y yo, salvo esperar a que nos maten o nos desaparezcan, como al mudito. ¿Y ustedes, qué harán ahora? ¿Irse también de Naccos?
— Qué remedio–dijo Dionisio-. Ni los indios de la comunidad quieren vivir ya en Naccos. La mayor parte de los jóvenes han migrado a la costa y a Huancayo. Sólo quedan unos pocos viejos que se van muriendo.
— Se quedarán aquí sólo los apus, entonces–sentenció Lituma-. Y los pishtacos y mukis. A darse sus banquetazos de sangre entre ellos. ¿No, doña Adriana? No me ponga esa cara, era una broma. Ya sé que no está para bromas. Yo tampoco. Hablo de eso porque, a pesar de que quisiera sacarme de la cabeza lo que usted ya sabe, no puedo. Aquí los tengo a esos tres, envenenándomela vida.
— ¿Y por qué le importan tanto esos desgraciados? — echó una bocanada de humo Dionisio-. Entre tanta gente que desaparece o muere a diario, ¿por qué sólo ellos? ¿Por qué no lo atormenta el que mataron en La Esperanza, por ejemplo? A usted le gustan los misterios, ya se lo dije una vez.
— Esas desapariciones ya no son un misterio para mí–afirrüó el cabo, volviéndose otra vez a mirar a doña Adriana, pero tampoco esta vez ella le dio cara-. Gracias a Escarlatina lo aclaré, antenoche. Le juro que hubiera preferido no averiguarlo. Porque eso que les pasó es lo más estúpido y lo más perverso de todas las cosas estúpidas y perversas que pasan aquí. Y nadie va a quitarme nunca de la mollera que los grandes culpables han sido ustedes dos. Sobre todo usted, doña Adriana.
Pero ni siquiera esta vez la mujer de Dionisio reaccionó. Siguió enfurruñada, mirando los cerros, como si no hubiera oído o la ocupara un pensamiento demasiado importante para interesarse por las minucias que decía Lituma.
— Fúmese un cigarro y quítese esas musarañas de la cabeza–le alcanzó una cajetilla de tabaco negro Dionisio-. Piense que pronto se va a ir, tal vez a su tierra, y que en el futuro vivirá más tranquilo que en Naccos.
Lituma sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. El cantinero se lo encendió, con un viejo encendedor de larga mecha cuya llamarada le caldeó al cabo la boca y la nariz. Aspiró una gran bocanada y la expulsó con fuerza, viendo elevarse las volutas de humo en el aire limpio y dorado del ardiente mediodía.
— Si salgo vivo de aquí, me llevaré a esos tres conmigo adonde vaya–murmuró-. Principalmente al mudito, el que desapareció viniendo a comprarles cerveza esa noche. ¿Me entiende?
— Claro que le entiende, mi cabo–se rió su adjunto-. Una cerveza cusqueña, bien fría, y volando. ¿No es cierto que has entendido a la perfección, mudito?
Pedrito Tinoco asintió varias veces, con esas venias rápidas e idénticas que a Lituma le hacían pensar en un pollo picoteatndo granos de maíz, cogió los billetes que el cabo le alcanzó, y haciéndoles una última reverencia dio media vuelta y salió del puesto, desapareciendo en la noche sin luna.
— No debimos mandarlo en esa oscuridad, a esas horas–dijo Lituma, humeando por la boca y la nariz-. Al ver que se demoraba tanto, debimos bajar a averiguar qué pasaba, por qué no volvía. Pero, como comenzó a llover, nos dio flojera. Tomasito y yo nos pusimos a conversar y se nos fue pasando.
Pese a la lluvia, el mudito bajaba muy de prisa por la ladera, como si tuviera ojos de zorro o conociera de memoria dónde pisar, dónde saltar. Tenía los billetes en la mano, apretados para que no fueran a desprendérsele. Llegó empapado a la puerta de la cantina. Tocó con los nudillos un par de veces, empujó y entró. Lo recibió una masa de siluetas semidisueltas en nubarrones de humo. Sus narices percibieron un aliento a sudor, a alcohol, a tabaco, a orines, excremento, semen, a vómitos hediondos que mareaban. Pero no fueron esos olores ni el silencio sepulcral que provocó su llegada lo que lo puso a la defensiva, alerta, receloso de un peligro inminente, sino el miedo que su instinto detectó por doquier, un miedo espeso, vibrátil, que azogaba todas las pupilas de los peones y parecía impregnar el aire, rezumar de las tablas de las paredes, del mostrador y sobre todo de las caras tensas, deformadas en muecas y gestos que no eran obra sólo de la borrachera. Nadie se movía. Todos se habían vuelto a observarlo. Intimidado, Pedrito Tinoco les hizo varias reverencias.
— Ahí está, ahí lo tienen, quién mejor que él–prorrumpió desde el mostrador, carraspeando, la voz de ultratumba de doña Adriana-. Se lo mandan, se lo han mandado. Él debe ser. Él es, pues. El mudito, quién mejor.
— Por supuesto que discutirían–añadió Lituma-. Por supuesto que algunos dirían «de acuerdo, que sea él», y otros «no, pobre, el opa, no». Me figuro que, al menos, habría uno que otro menos borracho que se compadecería. Y, mientras tanto, en vez de bajar a ver por qué no volvía, yo y Tomasito nos habíamos echado a dormir. O, estaríamos conversando sobre la mujer que lo dejó, seguramente. Fuimos cómplices, también. No invencioneros ni incitadores, como ustedes. Pero, cómplices por omisión, sí lo fuimos, en cierta forma.
Todos estaban muy borrachos y algunos tambaleándose, apoyados en las paredes o abrazados entre sí para no desplomarse. Sus ojos vidriosos y brillantes perforaban las nubes de humo y examinaban a Pedrito Tinoco; quien, confundido por sentirse el centro de esa atención colectiva, crispado por la amenaza oscura, incierta, que adivinaba, no se atrevía a avanzar hacia el mostrador. Hasta que Dionisio fue a su encuentro, lo cogió del brazo, le dio un beso en la mejilla, algo que primero desconcertó y luego hizo soltar al mudito una carcajada nerviosa, y le puso una copita de pisco en la mano.
— Salud, salud–lo incitó a brindar con él-. Emparéjate con la concurrencia, mudito.
— Es inocente, es puro, es foráneo, está marcado desde lo que le pasó en Pampa Galeras–recitó, rezó, salmodió la señora Adriana-. Tarde o temprano los terrucos lo. ajusticiarían. Si de todas maneras va a morir, mejor por algo que vale la pena. ¿Ustedes no valen la pena? ¿Tanto inconsciente, durmiendo ahí en los barracones, tanto muerto de cansancio de romperse los lomos en la carretera, no la vale? Sumen y resten y decidan.
A medida que el ardiente calorcito le bajaba por el pecho y le hacía cosquillas en el estómago, Pedrito Tinoco empezó a darse cuenta de que, bajo sus embarradas ojotas de llanta y sus pies llenos de costras, el suelo se ablandaba y movía. Como un trompo. Él había sabido, alguna vez, en alguna parte, hacer bailar los trompos, enredándolos en un cordel y lanzándolos con un diestro latigazo del brazo: giraban en el aire hasta confundirse sus colores, hasta parecer unos picaflores aleteando inmóviles en el aire, una bolita trepando hacia el sol, y, luego, cayendo. Su punta de clavo aterrizaba en la piedra de la acequia, daba un saltito en el filo de la banca, se aquietaba en el poyo de la casa o donde él hubiera puesto antes el ojo y su mano dado la orden al cordel. Allí se sostenía bailando un buen rato, saltando y zumbando, trompito feliz. Doña Adriana hablaba y había cabezas que asentían. Abriéndose paso a codazos, algunos se acercaban hasta el mudo y lo tocaban. No se les había quitado el miedo, al contrario. Pedrito Tinoco ya no se sentía tan avergonzado como al llegar. Apretaba siempre los billetes en su mano y, oscuramente, por ráfagas, se sobresaltaba, diciéndose: «He de regresar». Pero no sabía cómo irse. Apenas tomaba un sorbito de pisco, el cantinero lo aplaudía, le palmeaba la espalda y, de tanto en tanto, en un arrebato de entusiasmo, lo besaba en la mejilla.
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