Array Array - Lituma en los Andes

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Lituma en los Andes: краткое содержание, описание и аннотация

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Así que, picada de curiosidad, inquieta desde que bailé con él y me puso sus manos encima en esas Fiestas Patrias, la próxima vez que Dionisio vino a Naccos y me preguntó si quería casarme con él, le dije bueno. La mina se estaba desmoronando. Se había acabado el metal en Santa Rita y el Padrillo, después de secar a Sebastián, el amigo de Timoteo., tenía a la gente despavorida. Dionisio no me pidió que me juntara a las locas, que fuera una más de su comparsa. Me pidió que me casara con él. Estaba enamorado de mí desde que supo cómo ayudé a Timoteo a cazar al pishtaco Salcedo, en las grutas de Quenka. «Me estás predestinada», me aseguró. Las estrellas y las cartas me confirmaron que era así, después.

Nos casamos en la comunidad de Muquiyauyo, donde a él lo celebraban mucho desde que curó a todos los jóvenes comuneros de una epidemia de garrotillo. Sí, de pichulitis. Los atacó un verano lluvioso. Para carcajearse, sí, pero ellos lloraban, desesperados. Desde que abrían los ojos con el canto del gallo, la tenían hinchada, coloradota y picante como un ají. No sabían qué hacer. Se lavaban con agua fría y nada, se la corrían y volvía a enderezarse como muñeco de resortes. Y mientras ordeñaban o sembraban o podaban e hicieran lo que tenían que hacer, ella seguía gordota y pesada entre sus piernas, como un espolón o el badajo de una campana. Trajeron un sacerdote del convento de San Antonio de Ocopa. Les dijo una misa y los exorcizó con incienso. Ni por ésas: seguían empujando y creciendo hasta romper las braguetas y salir a ver el sol. Entonces, llegó Dionisio. Le contaron lo que pasaba y organizó una procesión alegre, con baile y música. En vez de un santo, pasearon en andas una pichula de arcilla que modeló el mejor alfarero de Muquiyauyo. La banda le tocaba un himno marcial y las muchachas la adornaban con guirnaldas de flores. Siguiendo sus instrucciones, la zambulleron en el Mantaro. Los jóvenes atacados de la epidemia se echaron al río, también. Cuando salieron a secarse, ya eran normales, ya la tenían arrugadita y dormidita otra vez.

El cura de Muquiyauyo no quería casarnos, al principio. «Ése no es católico, es un pagano y un salvaje», decía, espantándolo con su mano. Pero después de tomarse sus copitas, se ablandó y nos casó. Las fiestas duraron tres días, bailando y comiendo, bailando y bebiendo, bailando y bailando hasta perder la razón. Al anochecer del segundo día, Dionisio me cogió de la mano, me hizo trepar una cuesta y me señaló el cielo. «¿Ves ese grupito de estrellas, allá, formando una corona?» Se destacaban clarísimo de todas las otras. «Sí, las veo.» «Son mi regalo de bodas.»

Pero no pudo tomarme todavía, porque antes tenía una promesa que cumplir. Lejos de Muquiyauyo, en la otra banda del Mantaro, subiendo las sierras de Jauja, en el anexo de Yanacoto, donde Dionisio había estado de niño. Cuando su madre desapareció, quemada por el rayo, él no se conformaba a esa muerte. Y anduvo buscándola, seguro de que en alguna parte la encontraría. Se volvió andariego, vivió como alma extraviada, yendo y viniendo por todos los rincones hasta que, en las haciendas de Ica, descubrió el pisco y se hizo su comerciante y promotor. Un día la vio en sueños: su madre le dio cita, el domingo de Carnaval a medianoche, en el cementerio de Yanacoto. Hasta allá fue, emocionado. Pero el guardián, un tullido con la nariz comida por la uta que se llamaba Yaranga, no quería dejarlo entrar si no se bajaba primero el pantalón. Discutieron y llegaron a un acuerdo: Yaranga lo dejaría entrar a su cita a condición de que volviera y se le agachara antes de consumar su boda. Dionisio entró, habló con su madre, se despidió de ella, y ahora, en su fiesta de boda, quince años después, tuve que acompañarlo a que cumpliera lo prometido.

Nos tomó dos días subir hasta Yanacoto, el primero en camión y el segundo en mula. Había nieve en la puna y la gente andaba con los labios amoratados y la cara cortada por el frío. El cementerio ya no tenía el murito que Dionisio recordaba, ni tampoco guardián. Preguntando, nos dijeron que Yaranga había muerto hacía años, loco. Dionisio no paró de averiguar, hasta que le mostraron su tumba. Entonces, esa noche, cuando la familia que nos había dado posada dormía, me cogió de la mano y me llevó hasta donde estaba enterrado Yaranga. Todo el día yo lo había visto muy afanoso labrando algo, con su chaveta, en una rama de sauce. Una pinga templadita, eso era. La encebó con manteca de velas, la clavó en la tumba de Yaranga, se bajó el pantalón y se sentó encima, dando un aullido. Después, a pesar del hielo, me arrancó el calzón y me tumbó. Me tomó por delante y por detrás, varias veces. Pese a no ser ya virgen, di más aullidos que él, creo, hasta que perdí el sentido. Así fue nuestra noche de bodas.

A la mañana siguiente comenzó a enseñarme la sabiduría. Yo tenía buena disposición para distinguir los vientos, escuchar los sonidos del interior de la tierra y comunicarme con el corazón de las gentes tocándoles la cara. Creía que sabía bailar y él me enseñó a meterme dentro de la música y a meterla dentro de mí y hacer que ella me bailara a mí en vez de yo a ella. Creía que sabía cantar y él me enseñó a dejarme dominar por el canto y a ser la sirvienta de las canciones que cantaba. Poco a poco fui aprendiendo a leer las líneas de la mano, a descifrar las figuras de las hojas de la coca cuando se posan en el suelo después de revolotear en el aire, a localizar los daños pasando un cuy vivo por el cuerpo de los enfermos. Seguíamos viajando, bajando a la costa a renovar el cargamento de pisco, animando muchas fiestas. Hasta que los caminos empezaron a volverse peligrosos con tanta matanza y los pueblos a vaciarse y a encerrarse en una desconfianza feroz hacia los foráneos. Las locas se fueron, los músicos nos abandonaron, los danzantes se hicieron humo. «Es hora de que tú y yo echemos raíces, también», me dijo un día Dionisio. Nos habíamos vuelto viejos, parece.

No sé qué sería de Timoteo Fajardo, nunca lo supe. De las habladurías, sí supe. Me persiguieron como mi sombra años de años, por todas partes. ¿Le pusiste veneno en el plato de chuño y lo mataste para escaparte con el chupaco gordinflón? ¿Lo mató él, amañado con el muki? ¿Se lo regalaste al pishtaco? ¿Se lo llevaron a sus aquelarres en lo alto del cerro y allí las locas borrachas despedazaron al narizón? ¿Después se lo comieron, brujilda? Ya habían comenzado a decirme bruja y doña, entonces.

— Te he hecho sufrir a propósito sin contestar tus llamadas ni darte la cita que me pedías–le aventó a Carreño, a modo de saludo, el comandante-. Para tenerte en pindingas. Y porque quería planear con toda maldad tu castigo, hijo de la grandísima puta.

— Vaya, por fin apareció el famoso padrino–exclamó Lituma-. Lo estaba esperando, es el que más me interesa de tu historia. A ver si así se me pasa el susto del maldito huayco. Sigue, sigue, Tomasito.

— Sí, padrino–admitió Carreño, humildemente-. Lo que usted diga.

El gordo Iscariote, para evitar mirarlo a los ojos, tenía la cara sepultada en el apanado con huevos fritos, papas fritas y arroz blanco. Masticaba con furia y, entre bocado y bocado, bebía tragos de cerveza. El comandante estaba de civil, con una chalina de seda en el cuello y anteojos oscuros. En la semioscuridad recortada por los espaciados tubos de luz fluorescente, destellaba su cráneo calvo. Un cigarrillo encendido colgaba de sus labios y un vaso de whisky se mecía en su mano derecha.

— Que mataras al Chancho es una falta de respeto conmigo, pues te mandé a Tingo María a cuidarlo–dijo el comandante-. Pero no es eso lo que más me jode de tu cojudez. ¿Sabes qué? Que lo hicieras por lo que lo hiciste. A ver, ¿por qué lo hiciste, huevón?

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