Array Array - Lituma en los Andes
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— Vaya salmuera–dijo Lituma-. ¿Y cómo llegó después de muerto a Naccos?
El albino no contestó y estuvo un buen rato tratando de encender el cigarrillo; pero estaba tan borracho que la mano con el fósforo no atinaba a colocar la llamita donde debía. En la cara entre brillante y con tiznes de Dionisio, Lituma advirtió una mirada indefinible, sarcástica, regocijada, de quien sabe lo que va a pasar y se ilusiona y goza por anticipado. También él sabía lo que iba a pasar y sentía escalofríos. En cambio, los otros parroquianos parecían no darse cuenta de nada; algunos estaban sentados en los cajones, pero, los más, permanecían de pie, arracimados en grupos de dos o tres, con las botellas de cerveza, pisco o anís en las manos o haciéndolas circular. De la radio, instalada en lo alto, detrás del mostrador, entre frecuentes interferencias eléctricas salían a todo volumen las canciones alternadas del trópico y del Ande que Radio Junín tocaba siempre la noche del sábado. Como picado en su amor propio por la falta de reacción de los demás, el albino volvió a desafiarlos, dando la espalda al cantinero y mostrando a la concurrencia unos ojos de pescado recién sacado del agua:
— ¿Oyeron que soy el degollador? El pishtaco o, como dicen en Ayacucho, el nacaq. Así rebano las lonjas de mis víctimas.
Volvió a hacer unos pases en el aire con su chaveta y repitió las morisquetas de payaso, como implorando que le hicieran caso, que lo festejaran, que se rieran de él o lo aplaudieran. Tampoco esta vez nadie se dio por enterado de su presencia. Y, sin embargo, Lituma lo sabía: todos estaban con sus cinco sentidos puestos en Casimiro Huarcaya.
— Eso es al menos lo que le pasó, según él, ¿no? — preguntó el de la viruela y varios peones asintieron-. Que la terruca lo ejecutó, disparándole su escopeta, a un metro de distancia. Y que Huarcaya se murió.
— Sintió que se moría, Pichincho–lo corrigió el puercoespín-. En realidad, se desmayó. Del susto, por supuesto. Y cuando despertó no tenía herida de bala, sólo los moretones de las patadas que le dieron los que lo tomaron por pishtaco. La terruca quiso asustarlo, nada más.
— Huarcaya decía que vio salir el disparo de la escopeta, derechito a su cabeza–insistió el de la viruela-. Ella lo mató y él resucitó,
— Vaya salmuera–repitió Lituma, espiando la reacción de uno y otro y el de más allá-. Se salvó de un ajusticiamiento y se vino a Naccos a que lo desaparecieran. ¿Se salvaría de ésta, también?
Ellos seguían bebiendo sus copitas de pisco o de anisado, y pasándose la botella y el vaso de cerveza con un pequeño brindis: «Contigo, hermano». Fumaban, conversando, y canturreaban entre dientes la música de la radio. Alguno, más borracho que otros, abrazándose a una hembrita invisible y con los ojos cerrados daba unos torpes pasos de baile contra su sombra en la pared. Como siempre, Dionisio, en ese estado de efervescencia que lo ponía la noche, los animaba: «Bailen, bailen, diviértanse, qué más da que no haya polleras, de noche todos los gatos son pardos». Actuaban como si Casimiro Huarcaya no estuviera aquí, los hipócritas. Pero Liturna sabía muy bien que, aunque lo disimularan tanto, todos los peones observaban de reojo al albino.
— Ese que sale de los puentes, de detrás de las piedras, ese que vive en las grutas, uno igualito al que doña Adriana mató, ¡ése soy yo! — gritaba, con voz de trueno-. El que se aparece en el camino y sopla los polvos mágicos. Usted sabe de qué hablo, ¿no, doña Adriana? A ver, máteme a mí también, si puede, como mataron a Salcedo usted y el narigón. Ya me mataron una vez y ni los terrucos pudieron. ¡Carajo, soy inmortal!
Volvió a encogerse y a descomponérsele la cara blancuzca, como aquejado de aquel súbito calambre en el vientre, pero, un momento después, recobrándose, se enderezó y se llevó a los labios con ansia la copita ya vacía. Sin darse cuenta de ello, siguió sorbiéndola y lamiéndola con delectación. Hasta que se le escapó de los dedos y rodó del mostrador al suelo. Casimiro Huarcaya permaneció entonces quieto, enfurruñado, con las manos en la cara, mirando obsesivamente con sus ojos saltones las ranuras, las inscripciones, las manchas, las quemaduras de cigarrillo en los tablones del mostrador. «Sobre todo, no te vayas a ir», susurraba Lituma, a sabiendas de que el albino no podía oírlo. «No se te ocurra salir de la cantina, ahora. Quédate el último, hasta que todos se hayan ido o estén tan borrachos que no se acuerden más de ti.» Pero mientras le daba este consejo, percibió la risita viboresca de Dionisio. Lo buscó y, en efecto, aunque aparentaba mirar a los grupos de hombres que poblaban el local y con gestos seguía animándolos a que bailaran, su gran cara cachetona se reía con la boca abierta de par en par. Lituma no tuvo la menor duda: se burlaba de sus esfuerzos para que las cosas no fueran lo que iban a ser.
— Puede que se salvara también de ésta–dijo Pichincho, sobándose las marcas de viruela como si le picaran-. Desde eso que le pasó con la terruca, Huarcaya quedó medio tronado. ¿No le contaron que le daba con que era pishtaco? Se volvió temático. Hacía su número aquí, cada noche. Puede que no desapareciera, puede que le diera la ventolera de mandarse mudar de Naccos sin despedirse.
Lo decía con tanta insinceridad que Lituma tuvo ganas de preguntarle si los creía a él y a su adjunto tan cojudos o tan pendejos como él. Pero fue Tomasito el que le respondió:
— ¿Irse sin cobrar su salario? Esa es la mejor prueba de que el albino no se fue por su gusto: no cobró los últimos siete días de trabajo. Nadie le regala a la compañía una semana así porque sí.
— Nadie que no esté medio tronado–replicó Pichincho, sin la menor convicción, resignándose a seguir el juego-. A Huarcaya le faltaba un tornillo desde lo que le pasó con la terruca.
— Y por último, qué más da que desapareciera–dijo otro, que hasta ahora no había hablado: un jorobadito de ojos cóncavos y dientes verdosos de masticar coca-. ¿No vamos a desaparecer todos, acaso?
— Y después de este huayco concha de su madre más pronto de lo que crees–exclamó una voz gutural, de alguien que Lituma no identificó.
En ese momento advirtió que, tambaleándose, el albino se dirigía hacia la puerta. La gente se apartaba para dejarlo pasar, siempre sin mirarlo, siempre simulando que Casimiro Huarcaya no estaba allí ni existía. Antes de cruzar la puerta y desaparecer en el frío y la oscuridad, el albino los desafió una última vez con la garganta quebrada por la rabia o el cansancio:
— Me voy a degollar a unos cuantos. ¡Juás! Con el sebo freiré las lonjas que me comeré. Éstas son las buenas noches del degollador. ¡Muéranse, mierdas!
— No te quejes, que, después de todo, el huayco no mató a nadie–dijo doña Adriana, desde el otro extremo del mostrador-. No hubo ni siquiera un herido. Hasta el cabo, que se metió en el camino de las piedras, se salvó. ¡Agradécelo! ¡Baila en una pata en vez de quejarte, malagradecido!
Salió y se encaminó derecho hacia los barracones, tenuemente iluminados por unas bombillas de luz amarillentas que, los sábados, la compañía mantenía encendidas hasta las once, una hora más que en el resto de la semana. Pero a los pocos pasos Huarcaya tropezó y se vino al suelo, como un fardo. Estuvo un buen rato tirado ahí, maldiciéndose, quejándose y haciendo unos enredados esfuerzos para levantarse. Lo fue consiguiendo, de a pocos, primero un pie, luego la rodilla de la pierna contraria, luego los dos pies, luego un gran impulso con las dos manos hasta. enderezarse. Para poder avanzar sin caerse de nuevo, lo hizo agazapado como simio, balanceando los brazos con fuerza para guardar el equilibrio. ¿Iba en la dirección del barracón? Las lucecitas amarillas se movían como luciérnagas, pero él sabía que no lo eran, porque en la sierra, a estas alturas de la Cordillera, ¿acaso había luciérnagas? Eran los foquitos del barracón. Subían, bajaban, se corrían a la derecha y a la izquierda y se acercaban y alejaban. Lanzando una risotada, Casimiro estuvo un rato tratando de manotearlas. Viéndolo hacer esas payasadas, Lituma se reía también, pero estaba sudando hielo y tiritando. ¿Llegaría alguna vez al barracón, donde estaba esperándolo su tarima de madera, con un colchón de paja y una frazada? Daba vueltas, avanzaba, retrocedía, giraba, tratando siempre de mantener el rumbo que le señalaban esas huidizas lucecitas que, de segundo en segundo, se enloquecían más. Estaba tan fatigado que no tenía fuerzas ni para insultarlas. Pero, de pronto, ya dentro del barracón, a gatas, estaba tratando de trepar a su litera. Lo consiguió, golpeándose la cara con el travesaño y sintiendo que se arañaba la frente y los brazos. Encogido boca abajo, con los ojos cerrados, le vino una ráfaga de arcadas y trató de vomitar, sin conseguirlo. Entonces, quiso persignarse y rezar pero el cansancio no le permitió levantar el brazo y, además, tampoco se acordaba del padrenuestro ni del avemaría. Permaneció en una duermevela ácida, con tembladera, eructos y un dolor transeúnte que le recorría el vientre y el pecho antes de martirizarlo en las axilas, el cuello y los muslos. ¿Sabía que pronto vendrían a buscarlo?
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