Array Array - Lituma en los Andes

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Lituma en los Andes: краткое содержание, описание и аннотация

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— De qué nos sirve habernos salvado si el huayco nos dejó sin trabajo, pues, mamay–replicó el jorobadito a doña Adriana-. ¿No ves que aplastó las palas, los tractores, la aplanadora?

— ¿Es eso para bailar en una pata, doña Adriana? — preguntó el puercoespín-. Que alguien me lo explique porque no lo entiendo.

— ¿No nos dejó sin techo? ¿No enterró como cien metros ya listos para el asfaltado? — hizo eco otro peón, desde uno de los corros de parroquianos-. Ya tienen el pretexto que querían para parar la obra. ¡No hay más plata! ¡Sanseacabó! ¡Apriétense los cinturones y revienten!

— Esto podría ser ahora el apocalipsis, así que no lloren–replicó doña Adriana-. Podrían estar ahora sin piernas, sin manos, sin ojos, con todos los huesos rotos, condenados a vivir arrastrándose como gusanos. ¡Y estos piojosos malagradecidos todavía lloran!

— ¡Canta y no lloooores! — la interrumpió Dionisio, a voz en cuello-. O, mejor dicho, matemos las penas bailando un huaynito a la manera de Sapallanga, señores.

Estaba en el centro de la cantina, empujando a uno y a otro, tratando de formar un trencito que diera vueltas y revueltas al compás de la muliza que tocaban en la radio. Pero Lituma advirtió que ni siquiera los más borrachos se animaban a seguirlo. El alcohol, esta vez, en lugar de hacerles olvidar el siniestro porvenir, se lo ennegrecía más. Los saltos y canturreos del cantinero le produjeron a Lituma un ligero vértigo.

— ¿Se siente mal, mi cabo? — lo sujetó del brazo Tomasito.

— Se me ha subido el trago–tartamudeó Lituma-. Ya me va a pasar.

Habían apagado el motor del campamento y faltaban algunas horas para el amanecer. Pero ellos llevaban linternas y se movían con desenvoltura en unas tinieblas atravesadas por cilindros amarillos. Eran tantos que apenas cabían en el estrecho espacio, pero no se empujaban ni estorbaban el uno al otro, ni se apresuraban ni parecían asustados, enfurecidos, y mucho menos nerviosos o inseguros. Se los notaba serenos y confiados, y, lo más raro de todo, pensaba Lituma, sin el menor tufo de alcohol en ese aliento frío que traían del exterior. Se movían con tranquila determinación, sabiendo lo que hacían, lo que iban a hacer.

— ¿Quiere que lo ayude a vomitar? — le preguntó Tomasito.

— No todavía–respondió el cabo-. Eso sí, si me da por bailar como estos rosquetes, agárrame y no me dejes.

El que removió al albino lo hizo cogiéndolo del hombro, sin animadversión y con cierta delicadeza:

— Ya, Huarcaya, ya. Levántate de una vez.

— Está oscuro todavía–protestó el albino, a media voz. Y, en su confusión, añadió algo que a Lituma le pareció una estupidez-: Hoy es domingo y sólo trabajan los guachimanes.

Nadie se rió de él. Permanecían quietos y callados y, en el gran silencio, al cabo le parecía que todos escuchaban los feroces brincos de su corazón.

— Ya, Huarcaya–ordenó ¿el puercoespín?, ¿el de las viruelas?, ¿el jorobadito? — . No seas flojo, levántate.

En la oscuridad, varias manos se alargaron hacia la tarima y ayudaron al albino a sentarse y ponerse de pie. Él se mantenía derecho a duras penas; sin tantos brazos sujetándolo, se hubiera descuajeringado como un hombre de trapo.

— No puedo ni pararme–se quejó. Y, aunque sin rastro de odio, ni ganas, como por una cuestión de principio, todavía intentó insultarlos-: ¡So mierdas!

— Es la mareada, Huarcaya–lo consoló alguien, de buen modo.

— Te sientes así porque ya no eres tú.

— No puedo ni caminar, carajo–protestaba el albino, entristecido. Tenía la voz muy distinta a la de antes, cuando en la cantina se jactaba de ser el degollador. La suya era ahora la voz de un resignado, pensó Lituma, de uno que sabe su suerte y la acepta.

— Es la mareada, repitió otro–animándolo-. No te preocupes, Huarcaya, te vamos a ayudar.

— Yo también estoy cayéndome, mi cabo–afirmó Tomasito, sin soltarle el brazo-. Sólo que a mí no se me nota, toda la tranca va por dentro. No es para menos, nos habremos tomado como cinco piscachos, ¿no?

— ¿Viste cómo yo tenía razón? — se volvió a mirarlo Lituma y divisó a su adjunto lejísimos, pese a sentir su mano apretándole el brazo-. Estos serruchos sabían mil cosas del albino y nos hicieron cojudos. Te apuesto a que también saben dónde está.

— Estoy tan mareado que esta noche no podré pensar en ti–dijo Tomás-. No es que esté festejando nada, es que a mi cabo le pasó un huayco encima y no lo aplastó. ¡Figúrate, Merceditas! Figúrate lo que hubiera sido quedarme solo en el puesto de Naccos, sin tener a quién hablarle de ti. Por eso nomás me he emborrachado, amorcito.

Lo tenían de los brazos y lo llevaban hacia la puerta del barracón en peso, sin maltratarlo, sin obligarlo a apresurarse. El roce de tantas siluetas en el angosto espacio hacía crujir y moverse la doble fila de literas de madera. En los conos de luz de las linternas aparecían un instante, furtivas, semiocultas por las chalinas o los cascos de metal o los chullos de lana encasquetados hasta las orejas, las caras de los recién llegados. Lituma los reconocía y los olvidaba.

— Qué veneno de anisado me dio el concha de su madre de Dionisio–se quejó el albino débilmente, tratando en vano de enfurecerse-. Qué menjunjes le metería al trago la bruja de doña Adriana. Me han hecho polvo.

Todos permanecían callados pero ese ominoso silencio era locuaz para Lituma. El cabo estaba acezando, con la lengua afuera. Eso había sido. Los disfuerzos, las matonerías y locuras del albino, no eran de él, eran de las inmundicias que, vaya usted a saber con qué mañas, le habían hecho tomar en la cantina. Por eso decía esas barbaridades, por eso estaba tan excitado. Por eso nadie le había hecho caso cuando los desafiaba. Con razón, con razón: cómo se iban a ofender si ellos mismos lo habían puesto en ese estado. Lo tenían ya medio muerto a Casimiro Huarcaya.

— Debe hacer un frío de mierda ahí afuera–se lamentó Tomasito.

— No, no hace tanto–repuso alguien del montón-. Ahorita salí a mear y no hacía.

— Es que con el calorcito del trago no se siente, compadre.

— Con la mareada no sentirás frío ni nada, Huarcaya.

Lo llevaban, lo guiaban, lo sostenían, pasándoselo de mano en mano, y Lituma lo perdió de vista, momentáneamente, en la gran mancha de sombras animadas que los esperaba en el exterior del barracón. Estaban moviéndose y murmurando, pero cuando el albino estuvo entre ellos y lo vieron, sintieron o adivinaron, todos enmudecieron y se inmovilizaron, como cuando, pensó Lituma, en la puerta de la iglesia, cargados en hombros de su hermandad, aparecen el Cristo, la Virgen, el santo patrono, y empieza la procesión. En las tinieblas heladas de la alta noche, bajo millones de estrellas reverentes, entre las moles de los cerros y de los barracones, reinaba ahora la solemnidad intensa y la expectante devoción de esas misas de Semana Santa que Lituma. recordaba de su infancia. Estaban legísimos como la cara congestionada de Tomasito. Aguzando los oídos, alcanzó a oír a Casimiro Huarcaya, de quien lo había alejado ya un buen trecho la espesa multitud:

— No soy enemigo de nadie y tampoco quiero serlo. ¡Fue el veneno que me dio Dionisio! ¡El menjunje que me compuso su mujer! Ellos me hicieron decir cojudeces, endenantes.

— Ya lo sabemos, Huarcaya–lo tranquilizaban, lo palmeaban-. No te hagas mala sangre. Nadie es tu enemigo, compadre.

— Todos te estamos agradecidos, hermano–dijo una voz, tan suavecita que hubiera podido ser de mujer.

«Sí, sí», repitieron varios, y Lituma se imaginó que muchas decenas de cabezas asentían, confiándole mudamente al albino su reconocimiento, su afecto. Sin necesidad de una voz de orden, sabiendo lo que correspondía a cada cual, la muchedumbre se puso en movimiento, y, aunque nadie hablaba, ni cuchicheaba, se la sentía avanzar, compacta, sincrónica, conmovida hasta los huesos, trémula, camino de los cerros. «A la mina abandonada, a lo que era Santa Rita», pensó Lituma. «Ahí están yendo.» Estuvo escuchando el rumor de tantas pisadas contra las piedras, el chapoteo en los charcos, el suave desliz de los cuerpos, el rumor de los roces y, cuando calculó que había pasado ya mucho tiempo sin oír quejarse al albino, preguntó en voz baja a su vecino:

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