Array Array - Lituma en los Andes
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— ¿Y qué hiciste? — preguntó Lituma.
Fue hasta la loseta que había despegado para esconder el paquetito con los dólares, y sentándose en el filo de la cama, obligó a Mercedes a cogerlos, mientras la besaba, le alisaba los cabellos, le enjugaba la frente con sus labios y le decía:
— Son tuyos, amorcito, te quedes conmigo o me dejes son tuyos. Te los regalo. Guárdatelos, escóndelos incluso de mí. Para que te sientas más segura hasta que pueda hablar con mi padrino, para que no te sientas que se te abre la tierra entre los pies. Para que no estés atada a mí y puedas irte cuando quieras. Ya no llores, te lo ruego.
— ¿Hiciste eso, Tomasito? ¿Le regalaste todos tus dólares?
— Con tal de que dejara de llorar, mi cabo–dijo el muchacho.
— ¡Eso es todavía peor que matar al Chancho porque le pegaba, pedazo de huevón! — brincó Lituma en su catre.
VIII
— Le pasó un huayco por encima y aquí está usted, vivito y coleando. — El cantinero dio una palmada a Lituma en el hombro- ¡Felicitaciones, cabo!
Dionisio era el único que parecía de buen humor en el ambiente funeral de la cantina. Estaba repleta, pero los peones tenían caras de condenados. Repartidos en grupos, con las copitas en las manos, fumaban sin tregua y cuchicheaban como avispas. La incertidumbre les deformaba las caras y Lituma podía ver en sus ojos el miedo animal que los recomía por dentro. Después de los destrozos de la avalancha, nada los libraría esta vez de quedarse sin trabajo. No era para menos que estuvieran tan lúgubres los serruchos, puta madre.
— He nacido de nuevo allá arriba–reconoció el cabo-. No se la recomiendo a nadie esa experiencia. Todavía tengo en las orejas la bulla de esos pedrones conchas de su madre pasándome por todos los lados.
A ver, muchachos, un brindis por el cabo–propuso Dionisio, alzando su copa-. ¡Gracias a los apus de Naceos por salvarle la vida a la autoridad!
«Encima el rosquete me toma el pelo», pensó el cabo. Pero levantó su copa y agradeció con media sonrisa y algunas venias a los peones que brindaron por él. El guardia Tomás Carreño, que había salido a orinar al exterior, regresó frotándose las manos.
— Eso que le ha pasado a usted no le ha pasado nunca a nadie–exclamó, con la misma expresión de alborozo y pasmo con que había escuchado a su jefe referirle su aventura-. Tendrían que escribirlo en los periódicos.
— La pura verdad–dijo un peón con la cara picada de viruela–Desde lo de Casimiro Huarcaya, aquí no se ha visto ni oído nada igual. ¡Pasarle un huayco y salir andando!
— ¿Casimiro Huarcaya, el albino? — preguntó Lituma-. ¿El que desapareció? ¿El que se hacía pasar por pishtaco?
El albino entró ya tarde, cuando en la cantina, como siempre la noche del sábado, andaban todos zampados. Él lo estaba también; tenía los ojos coloradotes y sobresaltados bajo esas pestañas blancuzcas que producían incomodidad. Se anunció desde la puerta como solía hacerlo, borracho y provocador: «Aquí llega el degollador, el nacaq, el pishtaco. ¡Para que lo sepan! Y si no me creen, carajo, miren». Sacó una pequeña chaveta de su bolsillo trasero y la exhibió, levantando el pie derecho y lanzándoles una carcajada tranquilizadora. Luego, haciendo morisquetas de payaso fue tambaleando a acodarse en el mostrador, donde doña Adriana y su marido se afanaban atendiendo a los clientes. Golpeando las tablas, pidió una copita del fuerte. Lituma supo en ese instante lo que le iba a pasar.
— A quién si no a él — repuso el de la viruela, asintiendo-. .No sabía que los terrucos lo ajusticiaron y resucitó luego, corno Jesucristo?
— No sabía nada, aquí yo soy el último que se entera de las cosas–suspiró Lituma-. ¿Lo ajusticiaron y resucitó?
— Bueno, Pichincho exagera–se adelantó un morenito con los pelos como las púas del puercoespín-. Lo ajusticiaron de mentiras, me parece a mí. ¿Cómo va a ser posible, si no, que le pegaran un tiro y se despertara sin una heridita?
— Por lo que veo, ahora todos se saben la vida de Casimiro Huarcaya de memoria–dijo el guardia Carreño-. ¿Se puede saber por qué nos dijeron al cabo y a mí que no sabían nada del albino, cuando desapareció?
— Es algo que a mí también me gustaría averiguar–murmuró Lituma.
Hubo un silencio caviloso y las caras de recios ángulos, narices chatas, gruesos labios tumefactos y ojitos desconfiados que los rodeaban se escudaron en esa impenetrabilidad sideral que al cabo lo hacía sentirse un marciano en Naccos. Hasta que, luego de un momento, el serranito de la cara de viruela mostró una hilera de grandes dientes blancos desplegados en una gran sonrisa:
— Es que entonces no le teníamos ninguna confianza al cabo.
Hubo algunos murmullos aprobatorios y el cantinero se apresuró a servir al albino, mirándolo con esa sonrisita vidriosa y burlona que no lo abandonaba nunca. Tenía la cara más abotagada quede costumbre y, en el humo de cigarrillos, sus cachetes regordetes lucían bajo los puntos de barba un brillo rosáceo. Estaba más grande y blando que otras veces y sus extremidades, sus hombros, sus huesos, parecían descolgados. Pero era muy fuerte. Lituma lo había visto alzar en peso a un borrachito y echarlo a la calle; no por pendenciero, sino por ponerse a llorar; a los que, azuzados por el alcohol, buscaban pleito, Dionisio los dejaba quedarse en la cantina y hasta animaba a los otros parroquianos a tirar golpe con ellos, como si esas riñas alcohólicas lo divirtieran a morir. El albino bebía su copa a sorbitos y Lituma, angustiado, en ascuas, esperaba que volviera a hablar. Lo hizo, encarando a la compacta concurrencia de enchalinados y enchompados:
— ¿No hay un pucho para el degollador? ¡Tacaños! ¡Amarretes!
Nadie se volvió a mirarlo, nadie le hizo caso y a él se le estrió la cara, como si le hubiera venido un violento retortijón en el estómago o un arrebato de rabia. Tenía el pelo, las cejas y las pestañas muy blancas, pero lo que más desconcertaba en ese hombrón era la blancura de los vellos de su piel y los alfilercitos blancos de su barba. Vestía un overol y una casaca de hule, con capuchón, que llevaba abierta, exhibiendo una mata de pelos canosos en medio del pecho.
— Aquí tienes, Casimiro–le alcanzó un cigarrillo el cantinero-. Ahorita vendrá otra vez la música y podrás bailar.
— Menos mal–dijo Lituma-. Quiere decir que por fin me van a tratar como a serrano y no como a gallinazo en puna. Eso se merece un trago. Bájate una botellita, Dionisio, y sirve una rueda a los amigos, por mi cuenta.
Hubo gruñidos de agradecimiento y mientras Dionisio abría la botella y doña Adriana repartía copas a los que no tenían, el cabo y su adjunto se mezclaron con los parroquianos. Todos se habían acercado al mostrador y estaban apretados, formando un puño, como cuando espectaban el final de una partida de dados, con un mazo de muchos billetes.
— ¿O sea que a Huarcaya los terrucos le pegaron un tiro y quedó ileso? — preguntó Lituma-. Cuéntenme cómo fue.
— Él decía eso, cuando visitaba a su animal, o mejor dicho cuando se le subía el trago–dijo el de la cabeza de puercoespín-. Andaba por toda la sierra buscando a una muchacha con la que había tenido un hijo. Y una noche llegó a un pueblo, en la provincia de La Mar, donde casi lo linchan creyéndolo pishtaco. Lo salvaron los terrucos, que cayeron en ese momento. ¿Y quién resultó el jefe de los terrucos? ¡La muchacha que él buscaba!
— ¿Cómo que lo salvaron? — lo interrumpió Carreño-. ¿No era que lo ajusticiaron?
— Cállate–le ordenó Lituma-. No interrumpas.
— Lo salvaron de que los lugareños lo lincharan por pishtaco, pero ahí mismo los terrucos le hicieron su juicio popular y lo condenaron a muerte -complementó la historia el puercoespín-. La, misma muchacha fue la encargada de ajusticiarlo. Y, sin má, le aventó su tiro.
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