Array Array - Lituma en los Andes

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Lituma en los Andes: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Cómo supimos que había llegado? Por la transformación del proveedor Salcedo, quien hacía años traía remedios, ropas y utensilios para la tienda de mi padre. Era costeño. Andaba en un camioncito alharaquiento lleno de parches; su motor y sus latas lo anunciaban mucho antes de que los pobladores de Quenka pudiéramos verlo. Todos lo conocían, pero esa vez apenas lo reconocimos. Había crecido y engordado hasta volverse un gigantón. Traía ahora una barba color cucaracha y unos ojos inyectados y saltones. A la gente que se amontonó para recibirlo nos miraba como queriendo comernos con sus ojotes. A hombres y mujeres. A mí también. Una mirada que no se me olvida y que a todos receló.

Vestía de negro, con botas hasta las rodillas y un poncho tan grande que cuando el ventarrón lo bailaba parecía que Salcedo iba a volar. Descargó el camioncito y se alojó, como otras veces, en la trastienda de nuestro almacén. Ya no era el conversador que refería las noticias de afuera y se amigaba con la gente. Se estaba callado, metido en su dentro, y apenas dirigía la palabra a nadie. A unos y a otros les clavaba esa mirada taladradora que a los hombres los hacía desconfiar y las muchachas asustarnos.

Después de estar dos o tres días en Quenka y de recibir la lista de pedidos de mi padre, partió de madrugada. Y al día siguiente bajó al pueblo uno de los muchachos que pastoreaban los rebaños en la altura a anunciar que el camioncito se había salido de la carretera y despeñado en una curva del cerro, camino a Parcasbamba. Se lo veía desde la orilla del precipicio, al fondo del abismo, hecho pedazos.

Con mi padre a la cabeza, un grupo de vecinos, después de grandes esfuerzos, consiguió bajar hasta allá. Regados en círculo, encontraron las cuatro llantas, los muelles, las latas abolladas de las tolvas, la carrocería y pedazos del motor. Pero ni rastro del cadáver de Salcedo. Rebuscaron en la pendiente, pensando que habría salido despedido al desbarrancarse el camión. Tampoco apareció. Ni en los escombros del vehículo ni en las piedras del contorno había sangre. ¿Tal vez habría podido saltar cuando sintió que se salía del camino? «Así habrá sido», decían. «Saltó y lo recogió otro camión y estará ahora en Parcasbamba o en Huancayo, curándose del susto.»

En realidad, se quedó domiciliado en Quenka, en unas antiquísimas grutas del mismo cerro en que se desbarrancó, esas que son como colmena de avispas y tienen en las paredes pinturas de los antiguos, Entonces principió a cometer sus fechorías de pishtaco. Se aparecía en las noches, en los caminos, en un puente, detrás de un árbol, al pastor rezagado, a los viajantes, a los arrieros, a los migrantes, a los que llevaban sus cosechas al mercado y a los que volvían de las ferias. Surgía como de la nada, de repente, entre las sombras, sus ojos chisporroteando. Su silueta monumental, envuelta en el poncho volador, los paralizaba de terror. Entonces, con toda comodidad, se los llevaba a su gruta de pasadizos helados y en tinieblas, donde tenía sus instrumentos de cirujano. Los trinchaba del ano a la boca y los ponía a asarse vivos, sobre unas pailas que recogían su sebo. Los desollaba para hacer máscaras con la piel de su cara y los cortaba en pedacitos para fabricar con sus huesos machacados polvos de hipnotizar. Desaparecieron varios.

Luego, un día, se le presentó a don Santiago Calancha, un beneficiador de ganado que regresaba a Quenka de una boda en Parcasbamba. En vez de llevárselo a la gruta, le conversó. Si quería salvar su vida y la del resto de la familia, debía traerle a una de sus hijas para que le cocinara. Y le indicó en cuál entrada de la gruta debía dejar a la muchacha.

Ni qué decir que Calancha, pese a jurarle que obedecería, no cumplió las instrucciones del pishtaco. Se atrincheró en su choza con su machete y un alto de piedras para enfrentarse a Salcedo si venía a robarse a su hija. No pasó nada el primer día, ni el segundo, ni las primeras dos semanas. A la tercera, en medio de un aguacero, un rayo cayó en el techo de Calancha y la casa ardió. Él, su mujer y sus tres hijas murieron carbonizados. Yo vi sus esqueletos. Sí, así mismo parece que murió la madre de Dionisio. A ella yo no la vi, acaso sean habladurías. Cuando, empapados y tristes, los pobladores de Quenka salieron a ver el incendio, mezclado con el silbido del viento y el retumbar de los truenos, escucharon una carcajada. Venía de las grutas donde estaba Salcedo.

Entonces, la próxima vez que el pishtaco pidió una muchacha para cocinera, los vecinos, en cabildo, acordaron obedecerle. La primera que entró a la gruta a trabajar para él, fue la mayor de mis hermanas. Mi familia y otras muchas la acompañaron hasta la entrada que indicó el pishtaco. Le cantaban, le rezaban y había muchos llorosos en su despedida.

A ella no la secó como a mi primo Sebastián, aunque mi padre decía que tal vez hubiera sido mejor que le rebanara la grasa. La conservó con vida, pero volviéndola chulilla de pishtaco. Antes abusó de ella, tumbándola en el suelo húmedo de la gruta y perforándola con su desentornillador. Los aullidos de mi hermana en su noche de bodas se oyeron en todas las casas de Quenka. Después, ella perdió la voluntad y sólo vivía para servir a su amo y señor. Le preparaba con devoción las laguas de chuño que a él le gustaban, y secaba y salaba las lonjas de carne de las víctimas para el charqui que comían con mote, y lo ayudaba a colgar a los sacrificados en los ganchos que Salcedo clavó en la piedra para hacerles chorrear el sebo en las pailas de cobre.

Mi hermana fue la primera de varias que entraron a la cueva a cocinarle y servirle de ayudantes. Desde entonces, Quenka se sometió a su autoridad. Le llevábamos tributos de comida. Se los dejábamos a la entrada de la gruta, y, de tiempo en tiempo, también a la muchacha que pedía. Resignándonos a que, de tanto en tanto, desaparecieran pobladores que el pishtaco Salcedo se llevaba para renovar su provisión de manteca.

¿Hasta que en eso llegó el príncipe valiente? No era ningún príncipe sino un morochuco amansador de caballos. Los que conocen la historia pueden taparse las orejas o irse. ¿Les parece estarla reviviendo? ¿Les da ánimos? ¿Les hace ver que para grandes males siempre hay grandes remedios?

Timoteo, el narigón, supo lo que pasaba en Quenka y vino a propósito, desde Ayacucho, para meterse en las grutas y enfrentársele. Timoteo Fajardo, así se apellidaba. Lo conocí muy bien: fue mi primer marido, aunque nunca nos casáramos. «¿Puede un simple mortal enfrentarse a un entenado del diablo?», le decían. También mi padre trató de desanimarlo cuando él respetuosamente le comunicó su proyecto de meterse a la cueva del pishtaco para arrancarle la cabeza y librarnos de su tiranía. Pero Timoteo se empeñó. Nunca he conocido a nadie tan temerario. Era un hombre bien plantado, pese a ser tan narigón. Hacía latir sus narices como dos bocas. Ésa fue su suerte. «Puedo hacerlo», decía, con qué seguridad. «Sé la receta para acercarme hasta él sin que me sienta: un diente de ajo, una pizca de sal, un pedazo de pan seco, una bolita de caca de burro. Y que, antes de entrar a la gruta, una virgen me orine a la altura del corazón.»

Yo tenía las condiciones. Era joven, estaba intacta y, oyéndolo, me pareció tan valiente, tan seguro de sí mismo, que, sin consultárselo a mi padre, le ofrecí ayudarlo. Había una dificultad, eso sí. ¿Cómo saldría de las grutas después de matar a Salcedo? Eran tan grandes y enredadas que nadie había podido explorarlas del todo. Los pasadizos se desdoblaban, subían, bajaban, se torcían, ramificándose y trenzándose como raíces de eucalipto. Y, además de murciélagos, había galerías con miasmas ponzoñosas que ningún humano podía respirar sin envenenarse.

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