Array Array - Lituma en los Andes

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Había despejado algo y, a lo lejos y hacia abajo, a través de la grisura del día, Lituma divisó las luces del campamento. En eso se dio cuenta de que, además de los truenos remotos, hacía rato oía también un ronquido profundo, un continuo estremecimiento de la tierra. ¿Qué carajo era eso? Otra tormenta que se le venía encima, por la espalda. Hasta los elementos eran traidores en estos Andes de porquería. ¿Qué chucha pasaba? ¿Temblor? ¿Terremoto? Ahora no le cabía duda: el suelo temblaba bajo sus pies y olía a aguarrás. Lo rodeaba un ruido ronco, profundo, que salía del corazón de la montaña. A su alrededor, entre sus pies, empujadas o espantadas por manos invisibles, rodaban piedrecilllas, lascas, y se dio cuenta de que, inconscientemente, buscando protegerse, se había colocado a cuatro patas bajo una alta roca puntiaguda, con manchas de musgo verdoso amarillentas.

«Qué pasa, Dios mío, qué está pasando», gritó, persignándose, y esta vez no hubo eco alguno porque ese ruido denso, múltiple, omnipresente, ese ronquido granítico, ese rodar montaña abajo se tragaba todos los otros ruidos. Decían que a la madre de Dionisio la había matado un rayo. ¿Lo mataría otro a él, ahoritita? Temblaba de pies a cabeza y el miedo le había llenado las manos de sudor. «No quiero morirme, Diosito, por lo más santo», gritó, sintiendo su garganta rajada y reseca.

Se había oscurecido aún más el cielo y a pesar de no ser sino el comienzo de la tarde parecía de noche. Como en sueños, vio que una vizcacha grande como un conejo surgía de entre las piedras y pasaba junto a él, cuesta abajo, corriendo despavorida; tenía las orejas tiesas y saltaba sin fijarse adónde, daba tumbos; finalmente desapareció. Lituma trató de rezar pero ni eso podía. ¿Era un terremoto? ¿Iba a morir aplastado por uno de esos pedrones que pasaban, rodando, saltando, entrechocándose, partiéndose y fragmentándose a derecha y a izquierda, con estruendo enloquecedor? Los animales tenían un sexto sentido, olfateaban las catástrofes, la vizcachita había salido de su covacha huyendo así, escapándose así, porque olió el fin del mundo. «Perdóname mis pecados–gritó-. No quiero acabar así, maldita sea.» Estaba encogido y a gatas, pegado a la roca, viendo pasar a derecha, a izquierda y sobre su cabeza piedras, bloques de tierra, rocas de todas las formas imaginables, y sintiendo que la roca. se estremecía con el impacto de los proyectiles que venían a estrellarse y rebotar contra ella. ¿Cuánto aguantaría? Presintió una enorme piedra, rodando desde lo alto de la Cordillera, viniendo derechita contra la roca que le guardaba las espaldas, cayendo sobre ella, pulverizándola, y a él con ella, en un segundo. Con los ojos cerrados vio su cuerpo convertido en una melcocha, en una pestilente y sanguinolenta mazamorra de huesos, sangre, pelos, pedazos de ropa y de zapatos, todo revuelto, sepultado en el fango, arrastrado montaña abajo, hacia, hacia, y sólo entonces se le ocurrió que esta avalancha, esta montaña que se deshacía y desmoronaba iba con su carga de bólidos rumbo al campamento. «El huayco, pues», atinó a pensar, siempre con los ojos cerrados, temblando como un tercianíento. «Los va a aplastar a todos allá abajo, después que a mí.»

Cuando abrió los ojos, creyó estar soñando. A su derecha, en medio de una inmensa nube de polvo, una piedra enorme como un camión, con pedazos de nieve que iba regando a su alrededor, se despeñaba llevándose por delante lo que encontraba a su paso y abriendo una ancha avenida, como el cauce de un gran río, seguida por un remolino vertiginoso de pedrones, piedras, piedrecitas, maderas, pedazos de hielo, de tierra, y a Lituma le pareció distinguir, en esa confusión ruidosa, animales, picos, plumas, huesos. El ruido era ensordecedor y la polvareda se espesaba, ahora lo había envuelto también a él. Tosía, asfixiado, y tenía sangre en las manos con las que se aferraba al suelo fangoso. « El huayco, pues, Lituma», se repetía, sintiendo su corazón en el pecho. «Té está matando a pedacitos.» Entonces sintió un golpe en la cabeza, que, en un fogonazo, le recordó el puñetazo que lo había soñado, aquella vez que se trompeó de churre con el Camarón Panizo, bajo el Viejo Puente del Piura y que le hizo también ver estrellitas, lunas, soles, como ahora, mientras se hundía y todo terminaba.

Cuando recobró el conocimiento seguía temblando, pero ahora del frío que le hacia crujir los huesos. Era de noche y, por los dolores al intentar moverse, tenía la impresión de que le había pasado por encima un auto, triturándole todo lo que tenía debajo de la piel. Pero estaba vivo y era formidable que en vez del estruendo y el torrente de tierra, piedras y rocas, reinara ahora en el mundo esa helada calma apacible. Y todavía más en el cielo. Por unos segundos, olvidó su cuerpo, hechizado por el espectáculo: miles, millones de estrellas, de todos los tamaños, titilando alrededor de esa circunferencia amarilla que parecía estar luciéndose sólo para él. Nunca había visto una luna tan grande, ni siquiera en Paita. Nunca había visto una noche tan estrellada, tan quieta, tan dulce. ¿Cuánto tiempo había estado desmayado? ¿Horas, días? Pero estaba vivo y tenía que moverse. Si no, ibas a congelarte, compadre.

Se ladeó, despacito, a un lado y a otro, y escupió, pues sentía la boca taponeada, de tierra. Increíble este silencio, después de ese ruido espantoso. Un silencio visible, que se oía y podía tocar. Fue desentumeciéndose y consiguió sentarse. Se palpó de arriba abajo. ¿En qué momento había perdido su botín izquierdo? No tenía ningún hueso roto, al parecer. Le dolía todo, pero nada en especial. Se había salvado, eso era lo fantástico. {No era un milagro? Le había pasado un huayco encima, nada menos. Por el costadito, más bien. Y ahí estaba, averiado pero vivo. «Los piuranos somos huesos duros de roer», pensó. Y se llenó de anticipada vanidad imaginando aquel día futuro en que, de vuelta a Piura, sentado en el barcito de la Chunga, les contaría a los inconquistables esta gran aventura.

Estaba de pie y a su alrededor, en la pálida claridad lunar, divisaba los estragos de la avalancha. Esa brecha que había abierto aquella inmensa piedra. 'Iodo el rededor estaba regado de rocas y lodo. Aquí y allá había manchas de nieve sobre el barro. Pero no había viento ni el menor síntoma de lluvia. Exploró la oscuridad de abajo, hacia donde debía de estar el campamento. No percibió ninguna luz. ¿Los habría enterrado a todos, barracones, hombres, herramientas, la catarata de tierra, fango y piedras?

Agachándose, palpando, buscó y encontró su botín. Estaba lleno de tierra. Lo limpió como pudo y se lo calzó. Decidió seguir bajando ahora mismo, sin esperar el día. Con esa luna y yendo despacio, llegaría. Estaba tranquilo y feliz. Como si hubiera pasado un examen, pensó, como si estas montañas de mierda, esta sierra de mierda, por fin lo hubieran aceptado. Antes de proseguir su camino, aplastó su boca contra la roca que lo había cobijado y como hubiera hecho un serrucho, susurró: «Gracias por salvarme la vida, mamay, apu, pachamama o quien chucha seas».

«Cómo fue la historia suya con el pishtaco, doña Adriana?», preguntan apenas se toman la primera copita, porque nada les gusta tanto como la muerte del degollador. «¿Era el mismo que secó a su primo Sebastián ese que usted ayudó a matar?» No, otro. Ocurrió mucho antes. Entonces tenía mis dientes enteritos y ninguna arruga. Ya sé que hay muchas versiones, las he oído todas y, como pasó tanto tiempo, algunos detalles se me han borrado. Entonces era joven y no había salido de mi pueblo. Ahora debo ser viejísima.

Quenka está lejos, en la otra banda del Mantaro, cerca de Parcasbamba. Cuando el río crecía mucho por las lluvias y anegaba los terrenos, el pueblo se convertía en isla, apretujadito en lo alto de la loma y rodeado de chacras inundadas. Bonito pueblo, Quenka, próspero, de sembríos esparcidos por el llano y las lomas. Se daban bien las papas, las habas, la cebada, el maíz y el ají. Los molles, los eucaliptos y los sauces nos defendían de los vientos arremolinados. Hasta los campesinos más pobres tenían sus gallinitas, su chanchito, sus ovejitas o sus hatos de llamas, que pastoreaban en la altura. Yo vivía sin sobresaltos. Era la más festejada entre mis hermanas, y mi padre, principal de Quenka, arrendaba tres de sus chacritas y trabajaba dos, era dueño del almacén, pulpería, botica y taller de herramientas, y del molino donde todos venían a moler los granos. Mi padre fue cargo de las fiestas muchas veces y cada vez echaba la casa por la ventana, trayendo un cura y contratando desde Huancayo bandas de música y danzantes. Hasta que llegó el pishtaco.

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