Array Array - Lituma en los Andes
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— Te enseñaré a comer como los chinos, amor. Es facilísimo. Cuando aprendes, puedes hacer con los palitos lo mismo que con cuchillo y tenedor.
— Todo me estaba saliendo bien en la vida–dijo ella, mientras comían-. Estaba ahorrando para irme a Estados Unidos. Una amiga de Miami me iba a encontrar trabajo allá. Y, ahora, otra vez con una mano atrás y otra delante.
— Meche, Mercedes, vaya casualidad, tiene usted .razón–dijo Tomasito-. Pudieran ser la misma persona, por qué no. Una coincidencia así sería para creer en milagros. O en pishtacos. Sólo que ahora va a tener usted que decirme…
— Tranquilízate, yo nunca me tiré a la Meche, Tomasito. Por desgracia. Era la hembrita más linda de Piura, te juro.
— Si quieres ir a los Estados Unidos, nos iremos allá–le prometió el muchacho-. Yo sé cómo entrar sin visa, por México. Uno que conozco se está haciendo millonario con ese negocio.
— ¿Se puede saber cuál es el sueldo de un guardia civil? — dijo ella, mirándolo con compasión-. Apenas un poquito más de lo que le pago a mi muchacha, me imagino.
— Tal vez menos que eso–se rió él-. ¿Por qué crees que tengo que hacer mis cachuelitos, cuidando a chanchos, mientras se dan la gran vida con sus hembras en Tingo María?
Comieron un buen rato en silencio y se terminaron la botella de cerveza. Después pidieron helados y el muchacho prendió un cigarrillo. Fumó haciendo argollas, que disparaba hacia el techo.
— Lo chistoso de todo esto es que pareces contento — dijo ella.
— Estoy contento — dijo él, mandándole un besito volado ¿Quieres saber por qué?
A pesar de sí misma, Mercedes sonrió.
— Ya sé lo que me vas a decir. — Se lo quedó mirando con esa mirada que Carreño no podía descifrar si era de pena o de desdén y añadió — : Aunque me has fregado la vida, no te puedo tener cólera.
— Algo es algo–se alegró él-. Así se empieza y uno termina por templarse.
Ella se rió, con más ganas que antes.
— ¿Te has enamorado otras veces?
— Nunca como ahora–afirmó el muchacho, con seguridad-. Nunca de nadie como de ti. Bueno, tampoco había conocido a una mujer tan linda, hasta ahora.
— Podría ser Mechita, la vida tiene esas casualidades. ¿Tienes una foto de ella?
— No tuvimos siquiera tiempo de tomarnos una foto juntos–se lamentó el guardia-. No sabe usted cuánto me pesa. Qué cojonudo hubiera sido, además de recordarla, poder verla.
— Lo había conocido apenas unas semanitas antes. En una peña criolla de Barranco. Él fue a verme al show. Me llevó a su casa, en Chacarilla del Estanque. ¡Vaya casa! Me hizo regalos. Me propuso ponerme un departamento. El oro y el moro. Todo, a condición de que estuviera sólo con él. Así salió el maldito viaje a Pucallpa. Vente a pasar el fin de semana conmigo, conocerás la selva. Y fui. Y para mi mala suerte, volvía Tingo María.
El muchacho se había puesto muy serio.
— ¿Y desde la primera vez que te acostaste con el Chancho, te pegó?
Se arrepintió ahí mismo de haberlo dicho.
— ¿Me tomas cuentas? — dijo ella, enojándose-. ¿Te has tomado en serio eso de que ahora eres mi amante o mi marido?
— Veo que estamos teniendo nuestra primera pelea–dijo el muchacho, tratando de arreglar las cosas–Ocurre en todas las parejas. No hablaremos más de ese tema. ? Contenta?
Estuvieron callados un rato y Carreño pidió dos tazas de té. Mientras las tomaban, Mercedes volvió a hablarle. Sin cólera, pero con firmeza:
— A pesar de que te he visto matar a un tipo, pareces buena persona. Y por eso te lo digo por última vez, Carreñito. Siento que te hayas enamorado de mí. Pero no puedo corresponderte. Es mi manera de ser. Hace mucho decidí que no podía dejarme amarrar por nadie. ¿Por qué crees que no me he casado, si no? Por eso. Yo sólo he tenido amigos sin compromiso, como el Chancho. Así han sido todas mis relaciones. Y así seguirán…
— Hasta que nos vayamos a Estados Unidos–la interrumpió él.
Mercedes terminó por sonreír.
— ¿Nunca te enojas?
— Contigo no me voy a enojar nunca. Puedes seguir diciéndome las cosas más horribles.
— La verdad es que haces méritos–reconoció ella.
El muchacho pagó la cuenta. Al salir, Mercedes dijo que quería llamar por teléfono a su departamento.
— Sé lo presté a una amiga, mientras me iba a la selva.
— No le digas de dónde le hablas, ni le des relleno de cuándo vas a volver.
El teléfono estaba junto a la caja y Mercedes tuvo que pasar bajo el mostrador. Mientras hablaba, aunque sin escuchar lo que ella decía, Carreño supo que recibía malas noticias. Vino hacia él demudada, con la barbilla temblándole.
— Fueron dos tipos a la casa a preguntar por mí, y a exigirle a mi amiga que les dijera dónde estaba. Eran de la policía, le mostraron sus documentos.
— ¿Qué le dijiste?
— Que estaba llamándola de Tingo María, que ya le explicaría–dijo Mercedes-. Qué voy a hacer ahora, Dios mío.
— ¿Y qué fue de esa Meche que su amigo le vendió a la tortillera para seguir jugando al póquer? — preguntó Tomás.
— Se hizo humo, nunca más se supo–repuso Lirtma-. Un misterio que intrigó a todo Piura.
Ahora vas a dormir y olvidarte de todo eso–dijo el muchacho-. Nadie vendrá a buscarnos donde la tía Alicia. Tranquila, amorcito.
— Y la Chunga jamás quiso decirnos palabra sobre qué fue de la Mechita.
— Los desaparecidos lo persiguen a usted, mi cabo, por lo visto. No le eche tanto la culpa a Dionisio ni a doña Adriana, ni a los terrucos ni a los pishtacos. Por lo que veo, el culpable de esas desapariciones podría ser usted.
VII
Francisco López sacó todavía a oscuras al cabo Lituma de su sueño sobresaltado: tenían que partir de inmediato pues él debía regresar a La Esperanza antes del anochecer. Había preparado café y tostado panes en el hornillo. Los ingenieros y el profesor afín dormían cuando ellos emprendieron viaje rumbo a Naccos.
Les había tomado unas tres horas la venida, pero el retorno resultó el doble de largo. Había llovido fuerte en las alturas de la Cordillera la noche anterior y la trocha estaba anegada y obstruida por derrumbes. El cabo y el chofer tenían que bajarse y hacer rodar los pedruscos para abrir paso al vehículo. Este se enfangaba y era preciso empujarlo o sacarlo del atollo tendiendo tablas o piedras chatas bajo las ruedas.
A principio, los intentos de Francisco López por entablar conversación con Lituma fueron inútiles. Vez que le dirigía la palabra obtenía gruñidos, monosílabos o asentimientos de cabeza. Pero, luego de una hora de viaje, súbitamente el cabo rompió su mutismo murmurando detrás de su bufanda:
— Eso tiene que haber sido, los serruchos de mierda los sacrificaron a los apus.
— ¿Se refiere a los desaparecidos de Naccos? — se volvió a mirarlo Francisco López, desconcertado.
— Así son esos conchas de su madre, aunque le parezca mentira–asintió Lituma-. Y la idea se la metieron Dionisio y la bruja, por supuesto.
— Ese Dionisio es capaz de las peores cosas–se rió Francisco López-. No debe ser cierto que el alcohol mata. ¿Cómo estaría vivo ese borracho, si no?
— ¿Lo conoce desde hace mucho?
— Me lo he ido encontrando por toda la sierra desde muchacho. Siempre se aparecía por las minas donde yo trabajaba. Fui enganchador antes de ocuparme de seguridad. En ese tiempo Dionisio no tenía local fijo, era cantinero ambulante. Iba vendiendo pisco, chicha y aguardiente de mina en mina, de pueblo en pueblo, y dando espectáculos con una comparsa de saltimbanquis. Los curas lo hacían correr por los cachacos. Perdón, me olvidé que usted también era uno de ellos.
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