Array Array - Lituma en los Andes

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Lituma en los Andes: краткое содержание, описание и аннотация

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— Sí, padrino, así fue–dijo el muchacho-. Mercedes no tuvo culpa de nada. Yo la metí en este lío. ¿Nos va usted a ayudar? ¿Le sacará una nueva libreta electoral a Mercedes? Queremos irnos a Estados Unidos a empezar de nuevo.

— Tienes que haberle hecho algo muy especial a este muchacho para ponerlo en ese estado de encamotamiento–dijo el comandante, acercándole la cara a Mercedes y cogiéndola de la barbilla-. ¿Le diste chamizo, hijita?

— Le ruego que no le falte el respeto a Mercedes–dijo el muchacho-. Por lo que más quiera, padrino. Ni a usted se lo voy a permitir.

— ¿Sabía tu padrino que Mercedes fue la primera mujer con la que te acostaste? — preguntó Lituma.

— No, ni él ni nadie–repuso su adjunto-. Me hubiera batido a morir si se lo decía. Eso sólo lo saben Mercedes y usted, mi cabo.

— Gracias por la confianza, Tomasito.

— Pero ése no fue el peor momento de la noche. El peor fue cuando mi padrino la sacó a bailar. Yo sentía que se me subía la cólera por el cuerpo y que en cualquier momento iba a explotar.

— Cálmate, cálmate y no seas cojudo, Carreñito–lo palmeó en el brazo el gordo Iscariote-. ¿Qué te importa que la baile y la apriete un poquito? Te está haciendo pagar la penitencia, poniéndote celoso. En el fondo ya te perdonó y te va a solucionar tus problemas. Todo está saliendo como te pronostiqué en Huánuco. Piensa sólo en eso.

— Pero yo pensaba le está pegando el cuerpo y toqueteándola–vibró en la sombra la indignada voz de Tomasito-. Aunque me desgracie del todo, le voy a parar los machos a este abusivo.

Pero en ese momento el comandante vino trayendo a Mercedes a la mesa, muerto de risa.

— Es una mujer de rompe y raja y tengo que felicitarte, muchacho–dijo, dándole un amable coscorrón en la cabeza a Tomás-. Le hice una propuesta del carajo para que te metiera los cuernos conmigo, y no aceptó.

— Sabía que me estabas tomando otro examen y por eso te di calabazas, micifuz–dijo Mercedes-. Además, contigo sería la última persona que engañaría a Carreñito. ¿Nos vas a ayudar, entonces?

A una mujer como tú es mejor tenerla de amiga que de enemiga–dijo el comandante-. Vaya hembra que te estás echando encima, muchacho.

— Y nos ayudó–suspiró Tomás-. Al día siguiente Mercedes tenía una libreta electoral nueva. Y, esa misma noche, se largó.

— ¿Quieres decir que apenas tuvo sus papeles te dejó, Tomasito?

— Llevándose los cuatro mil dólares que le regalé–murmuró muy lentamente su adjunto-. Eran suyos, yo se los había dado. Me dejó una carta, diciéndomelo que me había dicho tantas veces. Que ella no era una mujer para mí, que ya se me pasaría, la cantaleta de siempre.

— O sea que así fue la vaina–dijo Lituma-.Pudra. Tomasito.

— Sí, mi cabo–dijo su adjunto-. Así fue la vaina.

IX

— El tipo se llama Paul y tiene un apellido raro, Stirmsson o Stirmesson–dijo Lituma-. Pero lo conocen todos por su apodo: Escarlatina. Fue uno de los que se libró de milagro cuando los terrucos entraron a La Esperanza. Me contó que los conocía mucho a ustedes. ¿Se acuerdan de ese gringo?

— Un preguntón que quería saberlo todo de todo–asintió doña Adriana, con una mueca desamorada-. Andaba siempre con un cuaderno, escribiendo. Hace mucho que no viene por aquí. ¿O sea que él fue uno de los que se escondió en el depósito de agua?

— Era un metete, nos estudiaba como si fuéramos plantas o animales–lanzó un escupitajo Dionisio-. Me perseguía por todos los Andes. No le interesábamos por nosotros, sino para meternos a sus libros. ¿Está vivo todavía ese pezuñento del gringo Escarlatina?

— También él se asombró al saber que ustedes lo estaban–explicó Lituma-. Se creía que los terrucos ya los habían ajusticiado por antisociales.

Conversaban en la puerta de la cantina, bajo un sol vertical y blanquísimo que reverberaba en las calaminas de los barracones sobrevivientes. Grupos de peones removían con tablas, barrenos, sogas, picos y palas algunas piedras del huayco, tratando de abrir un camino por el que pudieran sacar del campamento la maquinaria no aplastada o inutilizada por la avalancha. Pese al trajín que se advertía en la caseta donde se había improvisado una oficina en reemplazo de la que deshicieron las piedras, Naccos parecía haberse vaciado. No quedaban en el pueblo ni la tercera parte de los peones. Seguían partiendo; allá, por ejemplo, en la trochita que trepaba rumbo al camino a Huancayo, Lituma divisó tres siluetas alejándose en fila india cargadas de bultos a la espalda. Caminaban de prisa y a compás, como sin sentir el peso que llevaban.

— Esta vez se han resignado nomás a irse–dijo, señalándolos-. Sin huelgas ni protestas.

— Saben que sería inútil–repuso Dionisio, sin la menor emoción-. El huayco le vino bien a la compañía. Hace tiempo que quería parar los trabajos. Ahora tiene el pretexto.

— No es un pretexto–dijo el cabo-. ¿No ve cómo ha quedado esto? ¿Qué carretera van a construir, después de la montaña que cayó sobre Naccos? No sé cómo no murió nadie con semejante derrumbe.

— Es lo que yo les trato de meter en la cabeza a estos indios testarudos–gruñó doña Adriana, haciendo un gesto de malhumor hacia los hombres que removían los pedrones-. Pudimos morir todos, aplastados como cucarachas. Y, en vez de agradecer el estar salvos, todavía protestan.

— Es que se salvaron del huayco, pero saben que ahora se morirán de a pocos, por falta de trabajo y hambre–murmuró Dionisio, con una risita-. O de cosas peores. Déjelos que pataleen, al menos.

— ¿Usted cree que la avalancha no nos apachurró porque así lo decidieron los apus de estas montañas? — preguntó el cabo, buscando los ojos de doña Adriana-. ¿A ellos tengo que agradecerles yo también el haberme salvado?

Esperaba que la mujer de Dionisio le contestara de mal modo que ya parecía lunático de tanto darle a lo mismo, pero esta vez la bruja permaneció muda, sin volverse hacia él. Con el ceño fruncido y enjetada, tenía la mirada medio perdida en las cumbres escarpadas que cercaban al poblado.

— Estuvimos hablando de los apus con Escarlatina, allá en La Esperanza–prosiguió el cabo, luego de un momento-. Él también cree que las montañas tienen sus ánimas, doña Adriana, igual que usted. Los apus. Unos espíritus sanguinarios, por lo visto. Si lo dice un sabio que sabe tanto como ese gringo, así será. Gracias por conservarme la vida, señores apus de Junín.

— No se puede decir señores apus–lo amonestó Dionisio-. Porque apu quiere decir señor en quechua. Y toda repetición es una ofensa, señor cabo, como dice el vals.

— Tampoco se debe decir señor cabo–replicó Lituma-. Cabo o señor, pero las dos cosas juntas es tomadura de pelo. Aunque, usted siempre está tomándole el pelo a la gente.

— Trato de no perder el humor–reconoció Dionisio-.Pese a que, con las cosas que pasan, es difícil no vivir amargado, como todo el mundo.

Y, acto seguido, se puso a silbar una de esas tonadas que solía también zapatear, en las noches, cuando se generalizaba la borrachera en su cantina. Lituma escuchó la triste melodía con el corazón encogido. Parecía venir del fondo de los tiempos, traer consigo un relente de otra humanidad, de un mundo enterrado en estas montañas macizas. Entrecerró los ojos y vio delinearse frente a él, algo desvaída por la luminosidad blanca del día, la pequeña figura dócil v saltarina de Pedrito Tinoco.

— Me da flojera trepar ahorita hasta el puesto, con este sol–murmuró, sacándose la gorra y limpiándose el sudor de la frente-. ¿Puedo sentarme un ratito con ustedes?

Ni el cantinero ni su mujer le contestaron. Lituma se sentó en una de las esquinas de la banca que ocupaba doña Adriana. Dionisio permanecía de pie, fumando, la espalda apoyada en las tablas consteladas de cicatrices de la puerta de la cantina. Los gritos y exclamaciones de los peones que movían las piedras llegaban hasta ellos de manera esporádica, cercanos o remotos según los cambios de dirección del viento.

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