Array Array - Lituma en los Andes

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Lituma en los Andes: краткое содержание, описание и аннотация

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— Serían los besos de Judas esos que usted le daría–dijo Lituma-. Y, mientras, yo roncando, o escuchándole a Tomasito sus enredos con su fulana. Tuvieron suerte, Dionisio, doña Adriana. Si me aparezco por la cantina y los pesco con las manos en la masa, no sé qué les hubiera pasado, les juro.

Lo dijo sin cólera, con fatalismo y resignación. Doña Adriana seguía abstraída, desinteresada de él, contemplando a los peones que removían los escombros. Pero Dionisio se echó a reír, con la boca abierta. Se había puesto de cuclillas y la bufanda de lana abultaba su cuello monstruosamente. Miraba a Lituma divertido, abriendo y cerrando sus ojos saltados, menos enrojecidos que de costumbre.

— Usted hubiera sido un buen contador de cuentos–afirmó, muy convencido de lo que decía-. Tuve algunos en mi compañía, de joven. Cuando íbamos de pueblo en pueblo, de feria en feria. Danzantes, músicos, ,equilibristas, magos, fenómenos, de todo había. También contadores de historias. Tenían mucho éxito, chicos y grandes los escuchaban embobados y hacían gran alharaca cuando llegaba el fin del cuento. «Siga, siga, por favor.» «Otro, otro más.» Usted hubiera sido una de mis estrellas, con su fantasía. Casi tan bueno como Adriana, señor cabo.

— Ya no puede chupar, ya está grogui. No le entra ni una gota–canturreó alguien.

— Embúteselo a la fuerza, y si vomita que vomite–imploró una voz muy asustada-. Que no sienta nada, que se olvide de quién es y de dónde está.

— A propósito de muditos, en unos pueblos de la provincia de La Mar, en Ayacucho, a los que no saben hablar les dan a comer la lengua del Torito–dijo Dionisio-. As¡ los curan de la mudez. A que usted no lo sabía, señor cabo.

— ¿Verdad que has de perdonarnos, padrecíto? — susurró, en quechua, un hombre ronco y traspasado de pena, al que apenas le salían las palabras-.Serás nuestro santo, serás recordado en la fiesta como salvador de Naccos.

— Denle más trago, conchas de su madre y no mariconeen–ordenó un matón-. Las cosas, si se hacen, se hacen bien.

En vez de la quena o la flauta de otras veces, Dionisio se había puesto a tocar el rondín. Su aguda vocecilla metálica irritaba los nervios del mudito, al que muchas manos sostenían de los brazos y la espalda, impidiéndole desplomarse. Sus piernas eran de trapo, sus hombros de paja, su estómago un lago con patos y su cabeza un remolino de luceros fosforescentes. Las estrellas destellaban y había repentinos arcoiris coloreando la noche. Si él hubiera tenido fuerzas, con solo estirar la mano hubiera tocado un astro del cielo. Sería suave, tierno, cálido, amistoso como el cuello de una vicuñita. De rato en rato le venía una arcada pero no tenía ya nada que vomitar. Sabía que si esforzaba los ojos y se limpiaba las lágrimas que los nublaban, vería flotando en la inmensidad del cielo, sobre las montañas nevadas, trotando hacia la luna, la alegre manada de las vicuñas.

— Eran otros tiempos, mejores que éstos por muchos motivos–añadió Dionisio, con aire de pesadumbre-. Sobre todo, porque las gentes querían divertirse. Sabían divertirse. Eran tan pobres como ahora y también había desgracias por muchas partes. Pero, aquí en los Andes, la gente aún tenía eso que ahora ya perdió: el entusiasmo para divertirse. Las ganas de vivir. Ahora, aunque se muevan y hablen y se emborrachen, todos parecen medios muertos. ¿No se ha dado cuenta, señor cabo?

Si había estrellas, ya no estaba en la cantina de Dionisio. Lo habían sacado al aire libre y por eso, aunque en el interior de su cuerpo había diminutas fogatas crepitando, entibiando su sangre, en la superficie de su cara, en la punta de la nariz, en sus manos y en sus pies que habían perdido las ojotas, sentía la helada noche. ¿Granizaba? En vez de la hediondez de antes, sus narices respiraban un limpio aroma de eucaliptos, de maíz tostado, de agua cantarina y fresquita de manantial. ¿Lo llevaban cargado? ¿Estaba en un trono? ¿Era el santo patrono de la fiesta? ¿Había un padrecito rezándole, a sus pies, o era el rezo de la santera que dormía en las puertas del matadero de Abancay? No. Era la voz de la señora Adriana. Habría un monaguillo también, medio aplastado por la multitud, tocando la pequeña campanilla plateada y columpiando el incensario cuya fragancia inundaba la noche. Pedrito Tinoco sabía hacerlo y lo había hecho en la parroquia de la Virgen del Rosario, en esa época en que sus hábiles manos bailaban trompos: derramar el incienso de modo que subiera hasta las mismas caras de todos los santos del altar.

— Hasta en los velorios se divertían, tomando, comiendo y contando cuentos–prosiguió Dionisio-.Íbamos mucho a los entierros, con la compañía. Los velorios duraban días y noches y las damajuanas se vaciaban. Ahora, cuando se van de este mundo, se despide a los parientes sin ceremonia, como a perros. Hay una decadencia también en eso, ¿no cree, señor cabo?

De pronto, una exclamación o un sollozo rompía el reverente silencio de procesión en que lo llevaban cuesta arriba. ¿Qué temían? ¿De qué lloraban? ¿Adónde iban? Su corazón empezó a latir con mucha fuerza y el malestar físico se le ahuyentó de golpe. Iban a reunirlo con sus amigas, por supuesto. Por supuesto. Estaban ahí y lo esperaban, allá donde lo subían. Una intensa emoción lo abrumaba. Si hubiera tenido fuerzas se habría puesto a aullar, a saltar, a agradecérselo haciendo venias hasta el suelo. La felicidad lo desbordaba. Ellas se pondrían tensas al sentirlo acercarse, enderezarían sus largos pescuezos, sus hociquillos húmedos temblarían, sus grandes ojos lo contemplarían con sorpresa, y, reconociendo su olor, la manada entera se alegraría como se alegraba él, ahora, anticipando el encuentro. Se tocarían, se abrazarían, se enredarían y se olvidarían ellas y él del mundo, jugando y festejando el estar juntos.

— Acabemos de una vez, conchas de su madre–suplicó el matón, perdida la seguridad de antes, comenzando él también a dudar y a asustarse-. Con el aire se le ha pasado la tranca y se dará cuenta de todo. No, pues, carajo.

— Si usted se creyera la décima parte de todo eso, nos habría llevado presos a Huancayo–lo interrumpió doña Adriana, saliendo de su ensimismamiento. Miraba a Lituma con compasión-. Así que basta de embauques, cabo.

Al mudito ustedes y estos serruchos supersticiosos lo sacrificaron a los apus–dijo el cabo, poniéndose de pie. Lo abrumaba un gran cansancio. Siguió hablando mientras se ponía el quepis-. Lo creo como que me llamo Lituma. Pero no puedo probarlo, y, aunque pudiera, no me lo creería nadie, empezando por mis jefes. Así que tendré que meterme la lengua al culo, nomás, y llevarme el secreto. ¿Quién va a creer en sacrificios humanos en este tiempo, no es cierto?

— Yo me lo creo–lo despidió doña Adriana, frunciendo la nariz y haciéndole adiós con la mano.

Ya sé que parece raro que nos quedáramos en Naccos en vez de otro pueblo de la sierra. Pero, cuando se terminó el tiempo de las andanzas y la vejez nos varó en este rincón, Na.ccos no era la ruina que fue después. No parecía estarse muriendo minuto a minuto. Aunque la mina Santa Rita se cerrara, era lugar de tránsito, tenía una comunidad campesina pujante y una de las mejores ferias de Junín. Los domingos, esta calle se llenaba de comerciantes de todas partes, indios, mestizos y hasta caballeros, comprando y vendiendo llamas, alpacas, ovejas, chanchos, telares, lana trasquilada o por trasquilar, maíz, cebada, quinua, coca, polleras, sombreros, chalecos, zapatos, herramientas, lámparas. Aquí se compraba y vendía todo lo que hacía falta a hombres y mujeres. Había más hembras que machos entonces en Naccos, hágaseles agua la boca, arrechos. Este local tenía diez veces más movimiento que ahora. Dionisio bajaba a la costa a aprovisionarse de damajuanas una vez al mes. La ganancia nos daba para pagar dos muleros que arrearan las mulas y cargaran y descargaran la mercadería.

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