Array Array - Lituma en los Andes

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Lituma en los Andes: краткое содержание, описание и аннотация

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Jodiéndola donde más pueda dolerle–acezó Iscariote. Había sacado de su bolsillo un gran pañuelo blanco con filos azules y se secaba el sudor con las dos manos-. Mandándola a la cárcel, como cómplice del Chancho. Es fácil, basta meter una denuncia contra ella en el expediente. Y, mientras la investigan y todo el trámite con el juez, a Chorrillos. ¿No tenía terror de ir a la cárcel de mujeres? Allí se pasaría un tiempito, por malagradecida.

— Yo podría ir a rescatarla de noche, con escaleras y sogas. Me está interesando, gordo.

— En Chorrillos, yo me las arreglo para que la instalen en el pabellón de las zambas tortilleras–explicó Iscariote, de corrido, como si tuviera el plan muy bien pensado-. Le harían ver las estrellas y la luna, Carreñito. Andan medio sifilíticas, así que también la quemarían.

— Eso ya me gusta menos, gordo. ¿Mi amor, sifilítica? Iría a despedazar con mis manos a cada una de esas tortilleras.

— Hay otra posibilidad. La buscamos, la encontramos, la llevamos a la comisaría de Tacora donde tengo un compadre. Que pase la noche en la celda de los chaveteros, pichicateros y degenerados. A la mañana siguiente, no se acordaría ni cómo se llama.

— Yo iría a buscarla a su celda para ponerme de rodillas y adorarla–se rió el muchacho-. Ella es mi santa Rosa de Lima.

— Por eso es que te dejó. — El gordo Iscariote había comenzado a atacar los postres y hablaba con la boca llena, atorándose-. Tanta consideración no les gusta a las mujeres, Carreñito. Se aburren. Si la hubieras tratado como el Chancho, la tendrías mansita a tu lado.

— A mí me gusta tal corno es–dijo el muchacho-.Sobrada, entradora y corrida. Con el carácter de mierda que tiene, me gusta. Todo lo que es y hace me gusta. Aunque usted no me lo crea, mi cabo.

— ¿Por qué no me voy a creer que tienes tu locura, tú también? — dijo Lituma-. ¿No tienen todos su locura, aquí? ¿No están locos los terrucos? ¿Dionisio, la bruja, no andan rematados? ¿No estaba tronado ese teniente Pancorvo que quemaba a un mudo para hacerlo hablar? ¿Quieres más locumbetas que esos serruchos asustados con mukis y degolladores? ¿No les faltan varios tornillos a los que andan desapareciendo a la gente para calmar a los apus de los cerros? Por lo menos, tu locura de amor no le hace daño a nadie, salvo a ti solito.

— En cambio, usted guarda la cabeza fría en este manicomio, mi cabo — dijo su adjunto.

— Será por eso que me siento tan desambientado en Naccos, Tomasito.

— Bueno, me rindo, no nos venguemos y que Mercedes siga sembrando el mundo de amantes muertos y enamorados contusos — dijo el gordo Iscariote-. Por lo menos, te mejoré el humor. Te voy a extrañar, Carreñito, ya me había acostumbrado a que hiciéramos trabajos juntos. Espero que te vaya bien en la zona de emergencia. No dejes que los terrucos te saquen la chochoca. Cuídate y escríbeme.

— Será por eso que no veo la hora de que me saquen de aquí–añadió Lituma-. En fin, durmamos, ya estará amaneciendo. ¿Sabes una cosa, Tomasito? Me has contado toda tu vida. Ya me sé el resto. Fuiste a Andahuaylas, estuviste con Pancorvo, te mutaron aquí, te trajiste a Pedrito Tinoco, nos conocimos. ¿De qué mierda vamos a hablar en las noches que nos quedan?

— De Mercedes, de quién va a ser–decretó su adjunto, categórico-. Le contaré otra vez mi amor, desde el principio.

— Puta madre–bostezó Lituma, haciendo chirriar su catre-. ¿Otra vez desde el principio?

Epílogo

X

La silueta apareció súbitamente entre los eucaliptos de la ladera del frente, cuando Lituma descolgaba la ropa que había puesto a secar en un cordel tendido entre la puerta de la choza y la empalizada de costales y rocas que protegía el puesto. La vio de perfil, la vio de frente, anteponiéndose a la bola roja que comenzaba a hundirse en las montañas: el moribundo sol la disolvía, se la tragaba. Pero, a pesar de la resolana que lo hacía lagrimear y la distancia, supo ahí mismo que era una mujer.

«Ya está, vinieron», pensó. Paralizado, sintió que los dedos se le agarrotaban en el calzoncillo a medio secar. Pero no, no debían de ser los terrucos, era una mujer sola, no llevaba arma alguna y, además, parecía confusa, sin saber qué dirección tomar. Miraba a derecha y a izquierda, buscando, iba de un lado a otro entre los eucaliptos, dudando, decidiendo un rumbo y rectificando. Hasta que, como si eso fuera lo que había estado queriendo encontrar, vio a Lituma. Se quedó quieta y, aunque estaba demasiado lejos para verle la cara, el cabo tuvo la certeza de que, al descubrirlo, ahí, al frente, en la puerta de esa choza, entre la ropa tendida, con sus polainas y su pantalón de dril verde y su guerrera desabotonada, su quepis y su Smith Wesson en la cartuchera, a la mujer se le había iluminado la cara. Porque ahora lo estaba saludando con las dos manos en alto, como si se conocieran y fueran amiguísimos, y tuvieran una cita. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Adónde iba? ¿Qué podía estar haciendo, en lo alto de ese cerro, en medio de la puna, una mujer que no era india? Porque eso también lo adivinó Lituma al instante: no era india, no llevaba trenzas, ni pollera, ni sombrero, ni manta, sino pantalones, una chompa y encima algo que podía ser una casaca o un sacón y lo que tenía en la mano derecha no era un atadito sino una cartera o maletín. Le seguía haciendo adiós casi con furia, como escandalizada por su falta de reacción. Entonces el cabo alzó la mano y la saludó.

La media hora o tres cuartos de hora que la mujer tardó en bajar la ladera de los eucaliptos y trepar la del puesto, Lituma estuvo con sus cinco sentidos concentrados en la operación, dirigiéndola. Le señalaba con enérgicos movimientos del brazo cuál era la senda que debía seguir, dónde estaba la huella mejor afirmada, la menos resbaladiza, por dónde tenía menos riesgo de rodar y despeñarse, temeroso de que la recién venida fuera a parar en uno de esos resbalones, tropezones y caídas que convertían cada paso que daba en una prueba de equilibrio, en el fondo de la quebrada. Ésta sí que no había andado nunca por los cerros. Ésta era tan forastera en Naccos como lo había sido él, meses atrás, cuando se tambaleaba, torcía, caía y levantaba, igual que ella ahora, en sus idas y venidas entre el puesto y el campamento.

Cuando empezó a subir la pendiente de la choza y ya pudo oírlo, el cabo le fue dando instrucciones a voz en cuello: «Por allí, por entre esas piedras panzudas», «Agárrese nomás, las hierbas resisten», «No se meta por ahí que es puro lodo». Cuando estuvo a cincuenta metros del puesto, el cabo salió a su encuentro. La ayudó, sosteniéndola del brazo y cogiéndole su maletín de cuero.

— De allá arriba, creí que usted era el guardia Tomás Carreño–dijo ella, resbalándose, ladeándose, escurriéndosele de las manos a Lituma-. Por eso lo saludé con tanta confianza.

— No, no soy Tomás–dijo él, sintiéndose estúpido por lo que decía, y, a la vez, colmado de pronto de felicidad-. ¡No sabe el gusto que me da oír hablar piurano otra vez!

— ¿Y cómo se dio cuenta que soy piurana? — se extrañó ella.

— Porque yo lo soy, también — lijo Lituma, estirándole la mano-. De la mera mera Piura, sí. Cabo Lituma, para servirla. Soy el jefe del puesto, aquí. ¿No es increíble que dos piuranos se encuentren en estas punas, tan lejos de la tierra?

— Tomás Carreño está aquí con usted, ¿no?

— Bajó al pueblo un momento, no tarda en regresar.

La mujer dio un suspiro de alivio y se le alegró la cara. Habían llegado frente a la choza y ella se dejó caer en uno de los costales rellenos de tierra que el cabo y su adjunto, ayudados por Pedrito Tinoco, habían acuñado entre los pedrones.

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