Ignacio García-Valiño - El Corazón De La Materia

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¿Serías capaz de cuestionar tus más firmes creencias para descubrir la verdad sobre la persona que amas?
Lucas Frías es un joven y prometedor científico. Cuando su novia Elena muere en un misterioso accidente, Lucas emprende una investigación para descubrir la naturaleza del suceso a partir de su legado: una valiosa figurilla precolombina, un pasado común con un compañero de excavación y los números de la combinación de una caja fuerte que esconden una fecha clave. Éste será el inicio de un viaje revelador que le llevará de las calles de París al desierto de Atacama, en Chile, y le sumergirá en un inquietante mundo de videntes, mentalistas, peligrosos embaucadores y físicos cuánticos que se mueven al filo de lo racional. Por el camino descubrirá nuevos interrogantes que dinamitarán su escepticismo científico y le harán asomarse al territorio de lo sobrenatural.
El corazón de la materia es, además de una historia de amor, una reflexión sobre los límites de la ciencia y una audaz indagación sobre la realidad de los fenómenos paranormales.
Ignacio García-Valiño cuestiona la fe, la razón científica, los creyentes y los escépticos, para buscar la verdad de lo invisible, pero sobre todo construye una intriga hipnótica y cautivadora, cargada de suspense, que sin duda emocionará a los lectores.

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En cuanto a Alejandro, habían llegado a un acuerdo con él. Continuaría sus estudios en la prestigiosa Universidad de Buenos Aires, donde la carrera de Ciencias Exactas duraba un año más que en la capital de Chile, y suponía una formación más sólida. Si al terminar su licenciatura aún seguía con la intención de viajar a París para cursar un postgrado, Annette prometía alojarlo en su casa.

– Han sido necesarias muchas negociaciones, pero al final tu feliz idea se ha impuesto por sentido común. Te lo agradezco.

Me apretó suavemente el dorso de la mano por encima de la mesa. Sonrió con picardía y creo que un mismo pensamiento debió de cruzar nuestras mentes, pues era el gesto que había hecho yo, durante cierta conversación en un café de París, para ilustrar que nuestros átomos no se rozan. Más bien ilustré cómo el repentino contacto entre dos manos puede servir para acortar una gran distancia o romper un invisible nudo del espacio. Todo resultó más fácil desde ese momento. En aquella ocasión, ella me había ayudado a recuperar la presencia de ánimo para afrontar mi prueba de selección de personal. Y yo me alegraba de haber tenido un consejo útil para ella. Y me preguntaba por qué me acariciaba la mano ahora, qué esperaba de mí.

Nos encontrábamos en uno de los llamados «cafés con piernas», una de las curiosidades de esta ciudad que llama poderosamente la atención de sus visitantes, pues sus apuestas camareras sirven en ropa interior o semidesnudas, a cualquier hora del día, y sin perder por ello un ápice de naturalidad. Éste era un local de la pequeña plaza de Los Leones, más que café, merecía llamarse botillería, con una clientela predominante de abogados y ejecutivos. Veladores en penumbra, mesas redondas de mármol verde y altos taburetes. Las vidrieras exteriores eran tintadas, para que no se pudiera ver a las chicas desde la calle.

– A los sectores conservadores no les gustan nada estos locales, y los cerrarían si pudieran, a pesar de servir de reclamo turístico. Yo más bien creo que deberían abrir otros donde la atracción sean los camareros ligeros de ropa. Este me gusta porque preparan muy bien el Johnny Black. Conocía al antiguo dueño. Salimos juntos un par de meses o algo más. Supo darle un toque elegante, que ha conservado su sucesor, su hermano pequeño, y también han sabido mantener el savoir faire de los cócteles. Casi todo lo que se ve aquí es clientela fija. No me importa que mires a las chicas, todo el mundo lo hace. No sería una indelicadeza por tu parte.

Pese a tanta exhibición de lencería, yo sólo tenía ojos para la de Annette, cuyo sostén blanco se abría a mis ojos a través del escote de una blusa opalina, junto a su Johnny Black. Ella me parecía más hermosa que todas las demás. Se lo dije, con otras palabras (no mencioné su escote), y ella sonrió apreciativamente, consciente de que no era un halago de cortesía. Tras un silencio, añadí:

– Tú y yo nunca podremos ser amigos, ¿verdad?

– Los amigos no me suelen seguir por la calle. -Sonrió.

– No, desde luego -murmuré sin énfasis y algo abochornado.

La posición fuerte era la suya. Ella no me había seguido por París, ella no me había observado durmiendo (o eso creo), ella no se alojaba en mi casa. Ella no tenía por qué bajar los ojos. ¿Disfrutaba haciéndome sufrir? Imaginaba que así era, y no por eso me atraía menos.

– ¿Qué piensas hacer ahora? -inquirió.

Se miraba de tanto en tanto su reflejo en un espejo lateral.

– Ya no me queda mucho dinero. Desde que partí de Madrid he ido gastándolo a toda velocidad, y calculo que voy a llegar bastante pobre a Brookhaven. Viajaré a mi nuevo destino desde Santiago, sin pasar por Madrid. No tengo nada importante que recoger.

– Si necesitas dinero, yo te puedo prestar.

– Gracias, no es necesario. En cierto modo, me apetece entrar en mi nueva vida vacío y despojado. Como empezar de cero. Con mi primera paga me compraré ropa nueva.

– Eso está bien. Los físicos no tenéis que llevar corbatas caras, ¿verdad?

– No. En general se da por supuesto que vestimos bastante mal y que no tenemos remedio. Entonces, ¿te va bien con Édouard?

Ella se echó a reír ladeando la cabeza.

– Éste es un momento de mi vida en el que me he propuesto dejar de follarme a todos los hombres que me apetece y embarcarme en una relación de pareja de verdad, con Édouard.

– Te lo has propuesto, dices.

– Sí, seriamente. Édouard es el primer hombre al que llamo novio; llevamos juntos tres años. No es el hombre perfecto, e incluso tiene manías que me enferman. -Suspiró.

– ¿Por ejemplo?

– Es demasiado serio, demasiado clásico, disciplinado, perfeccionista, entregado a la música. A su música. Muy culto, eso sí, pero sus ideas políticas no coinciden con las mías. Detesta a Mitterrand. Hasta en el amor es demasiado delicado. Tiene poco sentido del humor, como tú, y demasiada ambición, como tú. Para ser profesor en la Schola Cantorum hay que ser el mejor, y él lo es, a costa de un gran sacrificio. Se parece mucho a ti, pero tú eres más guapo. Me trata como a una reina, no me puedo quejar. Quiere que deje la bebida, ¿crees que bebo demasiado?

– Sí, pero no me molesta en absoluto.

No la había tratado mucho, pero casi todo el tiempo había sido entre copas. Había ocasiones en que prefería pasear con ella, como en este momento. Además, el local en el que nos encontrábamos comenzaba a resultarme demasiado frívolo para el cariz íntimo que estaba tomando nuestra conversación.

– Tienes razón, bebo mucho, y te molestaría si pasaras más tiempo a mi lado. Nunca cojo una borrachera, pero demasiadas veces necesito entonarme. Supongo que cuando todos los días necesitas tus dos o tres copas, eres alcohólico, te guste o no. Volviendo a Édouard, se merece algo mejor de mí que otra infidelidad. Esta vez quiero ser una buena chica.

– Pero ahora estás lejos de París y él…

– Los hombres no tenéis el menor sentido de la fidelidad.

– Reconozco que soy asquerosamente hombre.

– Volviendo a lo que dijiste antes, puede que tengas razón, que tú y yo no podemos ser amigos. No porque dos amigos no puedan atraerse, sino porque dos amigos al menos confían el uno en el otro.

– Siempre he sentido que me juzgabas -admití.

– Lo hice al principio, pero no ahora.

– Juegas a ir por delante de mí. Sobre todo, con lo de Elena.

– Supongo que te refieres a que sabía lo de la vidente y no te lo dije hasta el final.

– Por ejemplo.

– No habría sido lo mismo si yo te lo hubiera contado todo, ¿no crees? La meta no es tan importante como el recorrido.

Su última frase sonaba a verdad profunda y, sin duda, le hubiera gustado a Andy; no obstante, no la creí: más bien pensé que si me lo había ocultado hasta el final era para no darme pistas sobre cuál fue su fracaso como terapeuta. Le avergonzaba admitirlo.

– Creo que Elena no nos ha unido, sino que al final nos ha separado -concluí.

Su expresión se tornó grave. Bebió un par de sorbos y me miró pensativa.

– No tengo resentimiento hacia ti, si te refieres a eso.

No la creí.

– Los dos hemos sufrido por lo que pasó -apunté- y los dos tenemos asuntos sin cerrar.

– Tu dolor es mucho mayor.

– Claro, pero me refiero a que también tú cometiste un error que te persigue. Recuerda que dejaste un mensaje en mi contestador. He ido atando cabos.

– Así es -admitió tras un largo silencio.

– Los dos tenemos errores que reprocharnos. Los dos pudimos hacer algo que no hicimos.

Ella afligió los ojos.

– Cierto.

– Por eso creo que hay un punto oscuro, un punto de sospecha, que lo envenena todo y nos impide acercarnos con total confianza. Hemos perdido la presunción de inocencia.

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